lunes, diciembre 13, 2010

Mi pelo, un karma lingüístico



Mi pelo se ha transformado en un karma lingüístico.

No lo quiero tan escalonado, pero aprendí la palabra con mi primer peluquero como ya lo he contado aquí y la repetí por varios años. Escalonado. Escalonado. O también: igual que siempre, igual que siempre. Pero mi primer peluquero se fue hundiendo en una conversación telefónica cada vez más rebuscada; señas y señitas a tipos cada vez más oscuros; las chicas cada vez más exóticas que lavaban las cabezas se sucedían la una a la otra rápidamente hasta quedar la más fea de todas: una que entendía de garitas, tejemanejes y números para las apuestas- se me ocurre. La peluquería estaba cada vez más vacía y yo cada vez más asimétrica.

Un día, unas cuadras antes de llegar a mi vieja peluquería me preguntaba a mí misma a qué se debía mi fidelidad a ese peluquero cada vez más distraído, oscuro y con las tijeras súper amelladas. Era, sin lugar a dudas, una fidelidad lingüística: ¿Cómo no cortarme el pelo con él que había sido mi maestro en vocabulario peluqueril desde que llegué a este país? Además del precio, claro: como su mayor ganancia viene de las apuestas ilegales, los precios de los tratamientos para el cabello, el corte y el secado han permanecido igual a lo largo de los años. Ese día pensé que ya había aprobado con creces el primer nivel de ese curso de idiomas y tal vez podía entrar a otra peluquería sin problemas y sin que mi maestro-peluquero se sintiera defraudado. Creo que también ayudó el hecho de que desde donde estaba pude ver que mi vieja peluquería estaba cerrada.

Caminé una cuadra o dos y tropecé con un cartel que decía: "Fulanita, manos de oro". Nadie me creerá, pero ese era el nombre de la peluquería. Bueno, lo de fulanita es sólo para proteger la privacidad de la señora, pero lo de "manos de oro" es un vulgar calco de la realidad. Traducido, claro. Ninguna peluquería que se precie en mi país llevaría tal nombre (me viene a la cabeza aquella que se llamaba "La ingeniería del pelo") , pero en este lado de este lado del mundo pasan cosas muy extrañas...

Le expliqué a la señora y a sus manos de oro que no quería el pelo tan escalonado, pero tampoco lo podía usar parejo porque se me abombaba. La señora y sus manos de oro (estuve a punto de escribir : "manos de tijera") me dijeron que me entendían perfectamente, que no me preocupara. Mientras me cortaban el pelo exactamente como yo quería, me preguntaron – la señora y sus manos – hasta del mal que me iba a morir. Le hice un resumen de mi vida, de la vida en el campo donde vivo, le hablé de mis hijos, de mi marido, le conté con detalles a qué me dedicaba.

- ¿Profesora de español? – me dijeron la señora y sus manos- ¿Y cómo haces para enseñar español si no hablas hebreo?

- ¿En qué idioma hemos estado hablando hasta ahora? – le pregunté, arrecha.

La señora y sus manos no entendieron la pregunta, me miraron confundidas. Para no desconcentrarla – no fuera a ser cosa que me escalonara el pelo de pronto- bajé la guardia y dije:

- No soy profesora de hebreo, sino de español.

El pelo me quedó tal cual como lo quería, pero yo no vuelvo a pisar esa peluquería en la que me cortaron también mi autoestima lingüística. No importa todo el esfuerzo que haga en hablar correctamente esta lengua, alguna gente oye mi acento y me pone una etiqueta. Ese mismo día en la mañana le había propuesto a mi jefa un curso de literatura iberoamericana en hebreo. Después de este corte, de esta señora y sus manos de oro, creo que retiraré la propuesta y enmudeceré.

Volveré al escalonado asimétrico de mi viejo peluquero, a su garita, sus señas y sus señitas. Allí el precio siempre es el mismo, nadie me pregunta por mi vida y puede que me convenga aprender las palabras necesarias para manejarse en las apuestas ilegales, sobre todo ahora que se me vino abajo mi sueño literario.

martes, diciembre 07, 2010

Ante las ciénagas


Me imagino que por confundir una bronquitis con un virus nadie se ha muerto, pero qué mal la he pasado. La semana pasada se abrió en mi casa con un abanico de enfermedades. Primero mi niño, luego mi niña y finalmente yo. Me autodiagnostiqué el mismo virus que habían tenido mis hijos y me eché en una cama a sudar las fiebres y a leer a Yehoshua Kenaz. Avancé páginas y páginas delirantes. Teniendo en cuenta que mi capacidad de leer en hebreo es un poco rudimentaria, me asombró la rapidez con la que fui devorando hojas. Hice una prueba para ver si se me había abierto un tercer ojo para leer literatura hebrea y agarré un cuento largo de Amos Oz. Avancé rapidito también, pero no a mil por hora como con Kenaz. Con Kenaz pude prescindir totalmente del diccionario: imaginar si los adjetivos eran positivos o negativos, mirar las acciones como a través de un tul, suponer descripciones de paisajes entendiendo a penas la mitad de las palabras. En medio de la fiebre, me preguntaba si Yehoshua Kenaz sería un buen escritor. Si era normal que lo estuviese leyendo tan sin diccionario. Sus personajes me conmovieron, eso sí. Pude verlos y decir que sí, que es verdad, que así son algunas viejas que no paran de pintarse los labios y retocarse un peinado acartonado. Y sí, es verdad, así son algunos viejos que no oyen, que viven aislados en la sordera de la terquedad y no la fisiológica. Lo más notable de esta novela sobre viejos es que las acciones se desarrollan en el presente. Si yo hubiese escrito una novela sobre viejos, hubiese sucumbido en la arena movediza de los recuerdos, del pasado, de la memoria. Una dolorosa y verdadera novela sobre viejos debe estar contada en el presente de la historia.

Yo suelo embarrar la acción en las ciénagas del pasado.

Una ciénaga dorada.

Mi novela está casi lista. Se suponía que en esta semana terminaría las correcciones, pero el abanico de enfermedades se abrió en mi casa, ya dije. Como me autodiagnostiqué un virus, suponía que estaría mejor ahora y me pondría finalmente a leer mi novela de un solo tirón, pero no. Un ronroneo en el pecho no me dejaba sentarme a leer nada y la voz de mi madre en el teléfono me llevó corriendo al médico. "¿Y si lo que tienes es una bronquitis?" – me preguntó. Las madres no necesitan ni mirar de cerca para diagnosticar a los hijos. El médico lo corroboró: ración doble de antibióticos y codeína. "¿Estás segura de que no tienes fiebre?" – me preguntó con su cara de viejo marinero. No puedo evitar verlo como un marinero desde que me contó que para pagarse la carrera había trabajado en barcos cargueros y había pasado varias veces por La Guaira. Como no va uno a querer meterse en esta ciénaga pasada, imaginarlo en un bar de La Guaira bebiendo aguardiente con otros marineros o subiendo el teleférico con alguna caraqueña recién conocida. Era la época de las penurias económicas en Israel y Venezuela le parecía a mi médico la metáfora del desenfreno.

Hay ciertas ciénagas que llaman.

Desde que sé que mi médico estuvo en un puerto venezolano, lo veo con otra cara. Y desde que él sabe que soy venezolana también me ve diferente. Es como si viniéramos de la misma ciénaga. Como si hubiese un punto en el que nuestros pasados se encuentran a pesar de que cuando él estuvo en La Guaira yo no había nacido. Hay un punto en el que nos sabemos – supongo yo, supone él.

Él sabe de dónde vengo y yo sé dónde él ha estado .... con todas esas suposiciones, yo puedo escribir una novela cenagosa.

He borrado varias ciénagas de mi novela, a ver si la acción se levanta y avanza a pesar del peso del lodo. De algún modo se puede decir que llegué al final, pero hasta que los pulmones me dejen de ronronear no podré leerla de un tirón y decir hasta aquí llegué. Podría leer y ronronear al mismo tiempo, pero no sé por qué me desconcentro. Me imagino que se requiere de buenos pulmones para leer de un tirón. También se requiere de un muy buen estado de ánimo para corregir una novela. Yo apenas me deprimo, quiero borrarlo todo. Apenas me duelen los pulmones, creo que es porque estoy desanimada y no me imagino siquiera la bronquitis.

Supongo que nadie se muere de una bronquitis desatendida, pero qué malestar.

Unos consejos para todo aquel que haya terminado de escribir una novela y se disponga a corregirla:

1.- Nunca corrija con bronquitis.
2.- Hay ciénagas que llaman, pero tenga cuidado porque son de arenas movedizas.
3.- Borrar ciénagas sin escrúpulos, pero sucumbir de vez en cuando.
4.- Un verdadero escritor de novelas sabe cuándo suprimir y cuando sucumbir ante las sinuosas ciénagas del pasado.
5.- No se automedique, mucho menos se autodiagnostique.

sábado, octubre 09, 2010

Sombreros y pelucas. Burbujas y ficciones



El mundo da vueltas rápidamente, se encoge, es un pañuelo. Lo que está aquí también está allá. Lo mío ya no es tan mío. Puedo comer el mismo yogurt aquí y en Buenos Aires. Sigo viendo mi serie favorita en Caracas y en Tel – aviv. Pero hay pequeños reductos de resistencia. Lugares a los que la velocidad del mundo no afecta, ni los hilos inalámbricos que unen esto con aquello, ni la moda traducida a cualquier lengua. Si alguien es purista de la cultura creerá que hablo de lugares positivos, pequeños templos de lo autóctono, maravillosas células de resistencia cultural. Siento defraudarlos. Me refiero a lugares regidos por fanatismos a los que tanto bien les haría un poco de cocacola y mcdonals. O Shakira meneando sus caderas. O que les repitan todas las temporadas de Lost.

Atravieso uno de esos lugares cada vez que voy a la universidad en Jerusalén. De pronto es como si el autobús entrara en otro espacio temporal, en otra era, un triángulo de las bermudas de la historia. La gente que camina por las calles va vestida de negro, con trajes que parecen rescatados de los armarios de la primera guerra mundial. Las mujeres son las que más me impresionan: sombreritos negros, medias panti oscuras, zapatos de los años 20, caras lánguidas sin una gota de maquillaje, chaquetas y blusas muy tapadas, faldas largas. La indumentaria es la misma, no importa qué época del año sea. Siempre van arrastrando cochecitos, o llevan varios niños en las manos. Cruzan una calle muy vieja, miran cosas en los bazares de piedra, arrastran bolsas llenas de comida. No importa lo rápido que pueda ir el mundo, ellas siempre van a contramano. Apenas estudian y se embarazan cada dos años. Se van llenando de hijos y de arrugas. Siempre deben llevar las cabezas cubiertas, pero algunas se las cubren con pelucas. Como si el pelo sintético no fuera pelo. Como si una ficción de pelo no despertara pensamientos lascivos. Como si la ficción no fuera más lujuriosa que la realidad.

Los hombres con bucles en las orejas y sobretodos negros siempre van ensombrerados. Cuando llueve cubren sus sombreros con bolsas plásticas transparentes y es como si llevaran una burbuja sobre la cabeza. Sus cabezas están dentro de burbujas. Una vez subió uno muy viejo al autobús en el que yo viajaba. Me arrimé para que se sentara a mi lado, era el único puesto libre que había. Me miró con ojitos de cerdo furioso y gritó: "yo no me siento al lado de mujer". Mejor para mí – pensé – que con ese sobretodo negro a 40 grados centígrados el señor debía estar exudando vapores de azufre.

Hay reductos, fortificaciones, enclaves a los que la mundialización de la cultura no ha llegado. Pero que bueno sería que llegara una briznita de otra parte a sonrojarle las mejillas a estas señoras. Ojalá les fuera permitido encender la televisión para mirar una telenovela mexicana con su lloradera traducida. Un comercial de chocolates que les avivara la gula. Un concurso televisado de canto o baile que hiciera que estas señoras soñaran con otra cosa más allá del sumiso servicio a los hombres, el respeto a un dios innombrable y la crianza de niños.

Un realityshow con escenas de sexo y llanto. Una computadora enchufada a internet todo el día. Un reguetón bien escabroso para que esos señores vieran que no tiene nada de malo sentarse al lado de una mujer en el autobús, que hay cosas peores.

El mundo da vueltas rápidamente y sin embargo los fanatismos se enclaustran, se enconchan, se acorazan, se protegen de toda mella, de toda mezcla, de todo quiebre. Refractan cualquier mestizaje. Se protegen de desterritorializaciones y reterritorializaciones. Se repelen los unos a los otros. Se odian, se cierran, se niegan a cualquier intercambio.

Desde la ventana del autobús a veces veo sábanas bordadas a mano que tienen un hueco muy redondo en el medio y que ondean como banderas al comedimiento en los tendederos de la parquedad ....

Pero mejor no sigo: uno no debe convertirse en un fanático del antifanatismo, ya lo dijo el preclaro Amos Oz.

martes, septiembre 28, 2010

De cómo no llegué a conocer a Batya Gur



La primera novela escrita por un autor israelí que leí en mi vida fue "Asesinato en el kibbutz" de Batya Gur. La leí en español, en una edición de Siruela que me pasó el escritor venezolano Rubi Guerra, quien a su vez la había recibido de otro gran escritor, José Balza. Con todas estas vueltas ilustres y literarias, supuse que se trataba de un gran libro, de modo que lo metí en la maleta - a pesar de sus 429 páginas y su pesada encuadernación- y seguí rumbo a Israel. Pero no lo leí enseguida. Quedó allí, el libro, esperando su turno. Lo comencé a leer cuando ya llevaba cierto tiempo viviendo en este kibbutz al sur de Israel. La novela, dicho sea de paso, se desarrolla en un kibbutz de este mismo sur, así que muchas veces me sentí en el mismísimo centro de los acontecimientos, pero sin el asesinato, claro, ¡dios nos libre!

Comencé a entender Israel de la mano de Batya Gur, a través de este libro, el único que he leído de ella. Entendí también el kibbutz. Pero entender Israel de la mano de esta escritora puede no ser un hecho didáctico ni mucho menos sionista. La pluma de Gur se regodea en los quiebres de esas supuestas sociedades perfectas, cerradas, idealizadas como lo son los kibbutzim, pero también las universidades, las orquestas de música clásica, el mundo de la televisión o los círculos de estudios psicoanalíticos. Contestataria y desenfadada, Gur se atrevió a poner en evidencia a la sociedad que la rodeaba, mostró desigualdades y mezquinas rencillas.

El alter ego de esta escritora es el protagonista de 5 de sus novelas, el detective Mijael Ojaion (lo escribo tal como suena en hebreo, aunque en las traducciones al español suelen escribir Michael Ohayon) Pues sí, la señora Gur se dedicó al género policial con tal afán que hoy en día es considerada referencia obligada para todos los amantes de este tipo de literatura. Ha sido llamada la Agata Christie israelí. Yo la compararía con Patricia Hightsmith por su aguda mirada en las profundidades del alma, las oscuridades de los colectivos, las facetas impresentables de la sociedad; también por su narración ágil, depurada, perversa.

Así como Flaubert dijo “Yo soy Madame Bovary”, de igual modo Batya Gur exclamó a los cuatro vientos: “Yo soy Mijael Ojaion”. ¿Quién dijo que las mujeres no pueden entrar en la psicología masculina con la misma contundencia que los hombres en la femenina? Eso sí, hacerlo es todo un arte. Bovary y Ojaion queden como muestras. Este detective es todo lo contrario de su creadora: judío de origen sefardí, nacido en Marruecos, mientras la Gur nació en Tel- Aviv (en 1947), hija de padres sobrevivientes del holocausto y de origen asquenazí. Graduado en historia y literatura, Ojaion termina abandonando su carrera para ejercer como detective de la policía. Gur, por su lado, también estudió historia y literatura, pero fue profesora de secundaria hasta que se dedicó a la escritura, a los 39 años. En todas sus reseñas biográficas apuntan que Batya Gur publicó su primera novela a una edad tardía. A mi no me parece tan tarde (y nunca es tarde cuando la dicha llega, dicen…) Desde entonces no paró de escribir hasta su temprana muerte, a los 57 años. Una breve vida como escritora, tan sólo 18 años. Pero Batya Gur también fue crítica literaria del periódico Ha´aretz y madre.

El título original de “Asesinato en el kibbutz” es “Leina meshutefet”, me atrevo a traducirlo como “Alojamiento compartido” y se refiere a la antigua costumbre de los kibbutzim de poner a los niños a dormir juntos, en “Casas para niños”, a cargo de una o dos cuidadoras y no con sus padres. En la aventura relatada en esta novela, el detective Ojaion se adentra en esa sociedad cerrada por excelencia que es el kibbutz para averiguar la muerte de una de sus integrantes. El crimen tiene que ver con esa costumbre de separar los niños de sus padres, pero no contaré más. En algún punto al final de la historia, uno de los personajes le reclama a su madre el hecho de haberlo dejado abandonado en una de esas casas: “¿Cómo pudisteis tener la caradura de decidir que la unidad familiar era perniciosa para la sociedad…?” Luego concluye: “Quiero ser yo quien arrope a mis niños por la noche, a los que todavía lo necesitan. Quiero oírlos cuando tosan, en la habitación de al lado, y cuando tengan pesadillas quiero que vengan a mi cama y no que vayan a un interfono, o que tengan que salir en la oscuridad de la noche a buscar nuestra habitación, tropezándose con las piedras, pensando que cada sombra es un monstruo…” Allí está el germen de la muerte que investiga Ojaion, pero también está el reflejo de su propio drama personal: divorciado, con un hijo al que ve cada vez menos. Y perdedor, como todo buen detective que se precie de tal.

Cuando me enteré del verdadero título de esta novela, la historia cobró otro giro para mí. Gur escribió una crítica terrible a ese procedimiento nefasto – a mi juicio – de separar padres e hijos en pro del trabajo y la productividad que hasta hace 20 años se seguía practicando en algunos kibbutzim negados al cambio. Haber presentado la historia como un policial, desde la perspectiva de este hombre, le permitió la distancia necesaria para no hacer de esta novela una bomba lacrimógena y para hurgar con lupa detectivesca en las miserias de los sistemas que pretenden anular al individuo. Últimamente han surgido muchas críticas y revisiones del tema, así como también testimonios de los niños que crecieron bajo este régimen. Un documental que ha dado mucho de que hablar es “Ialdei hashemesh” (Los hijos del sol) de Tal Ram, estrenado en el año 2007. Pero ese es otro asunto.

Lo cierto es que un solo libro me bastó para volverme fan de Batya Gur y un día me dije a mi misma que la buscaría. Seguramente ella daba conferencias, cursos, presentaría libros. Pero antes de encontrarla, tenía que poner a tono mi hebreo y para eso lo único que se me ocurría era leer alguna de sus novelas en su idioma original. ¿Cómo hablará Mijael Ojaion en la lengua de la Biblia? – me preguntaba. En la biblioteca del kibbutz en el que vivo estaban todos sus libros. Saqué uno, el más delgado, tampoco había que exagerar, que yo sabía que leer esta lengua semítica iba a ser ardua tarea.

Aquella noche fresca de mayo de 2005, regresé de la biblioteca, puse el libro sobre la mesa de la cocina, prendí el televisor para ver las noticias. En ese mismo instante el conductor del noticiero anunciaba su muerte.

(Este texto fue publicado en el semanario Nuevo Mundo Israelita de Caracas)

martes, septiembre 21, 2010

Locus cero



Ricardo Piglia acaba de publicar una novela que se desarrolla en un pueblo. Para colmo de males, la historia transcurre en el año 1972, cuando los pueblos eran más pueblos. Cuenta Piglia que en los 70, junto a un grupo de escritores amigos - entre los que sólo recuerdo a mi querido Saer- se propusieron escribir desde y sobre la ciudad. ¿Una temprana reacción en contra del realismo mágico y el post-boom con sus innumerables pueblos y pueblecitos? No lo sé.

No he leído todo lo de Saer, pero lo poco que he leído no se desarrolla completamente en una ciudad. De Piglia sí he leído todo y puedo decir otro tanto: sus historias se desarrollan más que en ciudades, en suburbios. ¿No viaja Renzi a un pueblo en la provincia de Entre Ríos a buscar a su tío? ¿No está Junior siempre en lo peor de lo peor del suburbio citadino? O mejor: aún cuando están en ciudades, los personajes vienen arrastrando historias de las pampas, de una isla en el río Tigre. La ciudad atravesada por lo rural, lo que viene de fuera, lo recóndito. En "La ciudad ausente" la ciudad está ausente, valga la redundancia.

Y ahora Piglia ubica su historia directamente en un pueblo.

Podría decir que hay una literatura neo – rural en ciernes si no fuese porque no creo que se pueda hacer una división exacta entre lo rural y lo urbano.

Yo no creo en la literatura urbana, mucho menos si se trata de la urbe caraqueña. Es cierto: el tráfico, el anonimato, la violencia, la muchedumbre. Pero también en cierto que muchos tienen que ir a buscar el agua para bañarse con un perolito, que en ciertas zonas de Caracas abunda la santería y la mitología, que se va la luz, que llueve y se acaba el mundo, que los autobuses no llegan a tiempo, que el metro parece un camión que transporta ganado, que algunas señoras se saben la vida de todos los habitantes de su calle, etc. Es decir: que a las grandes soledades y preocupaciones de la urbe hay que sumarles ciertas preocupaciones por la subsistencia que tienen fuertes reminiscencias rurales. A las voces múltiples y ultra contemporáneas de lo urbano hay que sumarle las mitologías antiquísimas y las creencias milenarias. Al artista encerrado en su recoveco mental y apartamental, hay que añadirle la conserje chismosa y pueblerina.

Es cierto: las propagandas, la cultura pop, la música contemporánea, las tecnologías de la comunicación. Pero: ¿acaso en el espacio rural no se puede tener acceso a los mismo si uno se empeña? ¿Para qué son los satélites, entonces? ¿el teléfono? ¿Internet?

Si acaso hubiese un renacer de lo rural en la literatura, sería siempre una ruralidad entrecomillada. Porque ni lo rural es rural, ni lo urbano es urbano. Las categorías binarias fueron abolidas hace muchísimo tiempo.

A algunos escritores les gusta hacer de la ciudad un personaje literario que mueve los resortes de la historia, que organiza las pasiones de los personajes. Pero muchos escritores nómadas prefieren desdibujar el espacio, ubicar sus historias en lugares imaginarios o distantes. Lo que de ahora en adelante llamaré "locus cero".

Cuando me vine a vivir a este fin de mundo, a este campo, a esta periferia, pensé que nunca serían leídas mis historias porque a quién le interesa leer algo sobre ciudades fantasmas del oriente venezolano, por un lado. O a quien le parecerán interesantes las historias escritas desde este lugar en la nada, por otro. Me sorprendió leer que Amos Oz se preguntaba lo mismo. Bueno, casi lo mismo: quién querría leer algo sobre ese Jerusalén cotidiano, tan pueblo, tan nada, en el que él vivía. Se decía Oz que no podría ser escritor porque no vivía en el centro del mundo: París, Londres, Nueva York. Salvando las distancias, yo me decía a mí misma que no podría ser escritora si no vivía en Caracas (a lo sumo, Margarita o Mérida) Y una vez emigrada, Madrid o París. Oz me contestó que el lugar en el que uno se encuentra es el centro del mundo. Maturín es el centro de mi mundo venezolano. También Cumaná y alrededores. Allí "me encuentro" –entrecomillas, claro- Mi mundo israelí tiene su centro en algunas pequeñas ciudades del sur, dos calles de Tel – aviv y este campo. Desde aquí me entrecomillo.

domingo, septiembre 12, 2010

Parto


(Este texto los escribí para Los superdemokráticos)

Mi vida, al igual que la de muchas madres – no diré nada nuevo-, se divide en un antes y un después de ese momento celestial en el que me encontré a mí misma hecha un mar de gritos, sangre, placenta, excrementos y vida. Ese momento, después del dolor extremo, en que una enfermera risueña me puso en el pecho una pequeña cosa agelatinada, una bolita caliente y azul que olía a mi cuerpo por dentro y abría una boca profunda para llorar con toda la fuerza de sus pulmones recién estrenados. Sinead O´Connors – otra mujer que se volvió loca luego de ser madre- canta en una vieja pero memorable canción que todos los bebés nacen gritando el nombre de Dios. A mí me consta doblemente. Primero en una tarde de febrero, luego a primera hora de la mañana de un día de noviembre: mis dos bebés, mis dos bolitas de carne nuevecita y caliente, gritaron al nacer el nombre de Dios con toda la fuerza de la vida que comienza, con todo el miedo que debe dar nacer. El miedo de ver la luz en quien sabe dónde, de venir a no se sabe qué. Y después siguieron llorando con esa misma fuerza durante los primeros meses. Según Sinead O´Connors los bebés siguen llorando luego de nacer porque ya no recuerdan el nombre de Dios. No será ella una experta en pediatría, pero yo le creo. Pasé noches en vela consolando bebés sin pegar un ojo. Con fuerza de sirena antiaérea, mis bebés le gritaron al mundo que tenían hambre, frío, cólicos, miedo. Pasé noches amamantándolos, tratando de calmar un hambre infinita que parecía ser hambre de otra cosa. En cada desvelo me aparté de mí misma. Partí.

Mi vida, al igual que la de muchas madres – no diré nada nuevo, repito-, se divide en un antes y un después de ese momento en que vi la luz de esos ojitos. Desde entonces cualquier otra cosa me parece secundaria. Soy una mejor persona desde ese instante. Soy hija de mis hijos porque el día en que nacieron también nací de nuevo y ahora vamos pasando por la infancia entrelazados. Feliz de volver a ciertos juegos, pero con el desasosiego de pasar de nuevo por ciertos temores. Soy mejor persona, sin embargo, por el bien de mis críos mataría y mentiría sin ningún remordimiento. Me gusta encontrar en mí pensamientos criminales en pos del bien de mis hijos. Lejos de sentirme culpable, me siento fuerte. Desde pequeños insectos, pasando por asquerosas criaturas, sin detenerme si quiera en lo humano, eliminaría cualquier cosa que represente un peligro para mis hijos. Soy mejor persona en un sentido que está más allá del bien y del mal.

No soy ya un individuo, no soy indivisible: desde ese minuto sublime del parto estoy partida, tengo varios corazones latiendo a un mismo tiempo. No soy ciudadano de ningún lugar, patria o bandera: vivo al servicio de dos principitos provenientes de planetas lejanos, asteroides pequeños y sublimes. Canto sus himnos de caramelos, me pongo firme ante sus banderas dibujadas con lápices de cera, creo en sus historias, les preparo sus comidas favoritas, les leo cuentos y más cuentos. Dicen que la madre es la patria, pero a mí me gusta invertir los dichos: mis hijos son mi patria. Por sus sonrisitas, me enrolo en el ejército más bravío. Dicen que la madre es la lengua, pero es mentira. El idioma que hablamos viene marcado por sus respiraciones.

Soy una ciudadana imperfecta: en lugar de pensar en leyes o colectivos, paso horas jugando a las reinas dormidas o al pollito inglés. En lugar de leer el periódico, paso horas imaginando tonterías junto a mis niños: si tuviésemos un loro en esta casa, qué diría… y todo tipo de cosas sin mayor utilidad porque no tenemos un loro, o porque los loros de este lado del mundo hablan menos que los tropicales.

No tengo autonomía, no soy UNA. No tengo todo el tiempo que quisiera para escribir, no puedo trabajar más horas ni quedarme durmiendo hasta tarde una mañana de domingo porque dos boquitas me reclaman. Me voy de mi ego, eso sí. El parto es también partir de uno mismo, vivir más allá del ego, irse, desconcentrarse, dejar de mirarse el ombligo, dividirse en más de dos mitades. Se que un día mis hijos partirán, quedaré sola otra vez conmigo misma, dormiré a pata suelta cada mañana, pero también sé que entonces seré otra. Nunca volveré a ser lo que fui. Siempre estaré partida.

No mentiré: también está la literatura, el amor, la vida, la supervivencia. Pero a la hora de la verdad, lo único que me importa son esos dos pares de ojitos. Luego está todo lo demás, incluso yo misma.

lunes, agosto 16, 2010

Las lágrimas, la escuela, Foucault y yo misma



"Es tan misterioso el país de las lágrimas"
Antoine de Saint-Exupery


Mi hija no ha parado de llorar desde hace un par de días. Dice que piensa en cosas tristes y que las lágrimas le salen sin querer. Dice que va a comer chocolates a ver si se le pasa. Le busco una caja inmensa de bombones, pero le advierto que la única manera de quitarse la tristeza está en su corazón, que los chocolates no ayudan.

Acabamos con la caja de bombones. Ella llora hacia afuera. Yo lloro hacia adentro.

Lloro escondida, para que mis hijos no me vean. Lloro porque mi hija llora y no sé cuál es el motivo. Soy una madre inmadura que llora. Mi hijo me ve con los ojos rojos y me pregunta que qué me pasa. Alergia, le digo. Estás triste, me dice. Pronto cumplirá cuatro años.

Mi hija quiere ser de nuevo una bebé. Me lo dice mientras habló con una amiga. Me lo dice en español para que nadie la entienda. Le traduzco la frase a mi amiga. Mi amiga me dice que son las reacciones normales de una niña que va a comenzar en la escuela. Se le viene encima algo desconocido, exigencias, responsabilidades- me dice. Soy una madre inexperta que cree que la escuela es solo la emoción de los colores y las cartucheras, los cuadernos con olor a nuevo y los sacapuntas.

No es que no sepa que la escuela es represión. Ha dicho Foucault que la escuela, los museos, los manicomios son lugares donde "normalizar" al otro. Y aunque la escuela contemporánea se crea un dechado de virtudes en lo que se refiere al respeto de las diferencias, la verdad es que todo sigue más o menos igual. La escuela es una máquina que aplana las diferencias, destruye la creatividad, aparta y separa. Eso lo sé, no por Foucault sino por mí misma, pero cuando se trata de mi hija sólo pienso en la emoción de sacarle puntas a 12 colores nuevos y pegar etiquetas en los cuadernos.

Por supuesto que mi hija no piensa en Foucault cuando llora. Ni piensa en mi que fui una alumna muy buena pero incomprendida, nunca la favorita de las maestras, siempre la que se sentaba en el último puesto y a la que muchos miraban mal. Mi hija tal vez piensa en un autobús muy grande y amarillo al que tendrá que subir sola. Un salón lleno de pupitres con niños extraños. Unas tareas que deben ser entregadas a tiempo.

Hoy le pondremos su nombre a cada lápiz, borrador, cuaderno. Hoy seré más sabia y no lloraré escondida. No lloraré de ninguna manera. Hoy consolaré sus miedos mientras nos comemos otra caja de bombones.

jueves, agosto 12, 2010

La culpa es de la nostalgia


Hace unos 5 días o más llegué de Venezuela. Todavía no he cambiado la hora venezolana en mi reloj. Ayer en la piscina una señora me preguntó que qué hora era y le hice una seña diciendo que el reloj no servía. Ella pensó que era que yo no sabía decir la hora en este idioma y me pidió que le mostrara el reloj, que no hacía falta que hablara. Venía con sus caderas inconmensurables, su mar de pliegues y rollos, haciendo un tsunami en la quietud azul de la piscina. Venía hacia mi dispuesta a torcerme el brazo y mirar la hora en mi reloj. Señora – le dije- este reloj tiene la hora de otro país. Se detuvo y con ella se detuvieron las aguas, las otras madres que se bañaban con sus hijos, los demás niños, mis niños. Mijita – me dijo – ¿por qué no has cambiado la hora todavía? Me la quedé mirando y no respondí nada.

¿Por qué no he cambiado la hora todavía?

Por nostalgia, seguramente.

Por nostalgia me como todos los chocolates que supuestamente traje para regalar. Me los como escondida, para no compartirlos ni siquiera con mis hijos. Por nostalgia me he fajado a cocinar tequeños, arroz con pollo, arepitas de anís, estoy ablandando un arroz para prepara una chicha. Por nostalgia limpio la casa y desempolvo los viejos adornos que estuve a punto de botar en mi último arranque minimalista. Por nostalgia baño a mis hijos en poncheras, teniendo una piscina a pocos metros de la casa.

La vecina se queja de que no me había dejado ver desde que llegué y le hablo de la nostalgia y del jetlag.

En fin: que la nostalgia me vale para cometer todo tipo de atropellos.

Y la nostalgia me vale también para escribir tan poco y tan mal.

Dejo estos link por si tienen ganas de leerme o escucharme en mejores momentos:

En el excelente proyecto "Los superdemocráticos":

Baldosas quebradas, Panóptico punto cero, Las caderas de América.

En el espectacular blog "Cuatro cuentos":

Pistolas de plata.

Y en el mejor programa literario de la historia venezolana pueden escuchar una entrevista que me hicieron. Bueno "escuchar" es un decir, porque la verdad es que soy novata en radio y hablé todo el tiempo mirando a mis interlocutores (dos guapos!!) y no al micrófono (ese no era nada guapo!) Click aquí.

Supongo que la nostalgia también será la excusa para dedicarme al autobombo.

lunes, junio 21, 2010

Maravillada!


Sigo maravillada con estas cosas que sólo pasan por la magia internética!

Aquí pueden leer un artículo mío en Los superdemocráticos.

Aquí lo pueden leer en alemán.

Y aquí en Der Freitag.

lunes, junio 14, 2010

Schwarze Puppe y Superdemokráticos







Por esas maravillas que ocurren en la red, voy a participar durante estos próximos cuatro meses en un proyecto espectacular: Los superdemokráticos. Junto a otros autores latinoamericanos y alemanes, escribiré sobre historia, ciudadanía, cuerpo y globalización. Aquí la lista de autores, con un mapa tan afable que tiene a Israel en pleno Caribe, una isla frente a la costa venezolana. !Qué belleza! El proyecto es bilingüe, así que además de leer a mis compañeros de idioma, tendré la oportunidad de conocer a esos escritores alemanes que de otra manera no podría haber leído! (El Google Translate, se sabe, está cobrando vida propia, y en lugar de traducir, combina infinitamente las palabras para crear historias, como la mítica máquina pigliana) Y seré leída en alemán! Dios mío! El periódico Freitag publicó un especial con textos de varios de los participantes, también el mío. Pueden verlo aquí. Sueno de lo mejor en alemán! A ver qué tal en español:

Muñeca negra

Antes de entrar a la primera clase de mi curso de español, veo a mis alumnos desde lejos. No me ven, no me reconocen. Hablan de sus viajes a Latinoamérica, sus mochilas, sus diccionarios, de las palabras que aprendieron en los bares, los barrancos, las quincallas. Yo los veo desde lejos y sé que esperan que la maestra sea una mezcla de Jennifer López con Penélope Cruz, con frutas de Carmen Miranda y plumas de La Tongolele. Pero entro yo: latinoamericana apagada, casi blanca con boca y nariz de negra, pero caderas y curvas enfundadas en un sobrio apátrida. La clase no irá de la siesta a la fiesta, todo lo contrario: les haré exámenes orales, escritos, de selección múltiple – digo frunciendo las cejas, queriendo borrar todo lugar común de lo latinoamericano. Al rato llego a mi casa cansada. Llevar la máscara de la neutralidad pesa. Me tiro en la cama y me pongo mil cobijas. Ante la mirada asombrada de mi marido, digo: "Es que ya no soy venezolana". A lo que él me responde: "pero mijita, si pareces una vendedora de souvenirs para turistas, mírate en un espejo". Prefiero no mirarme porque pienso que encontraré una cara desdibujada, unos cabellos que ya no son tan crespos por lo seco de este clima, una piel cada vez más clara por tanto invierno, unos zarcillos sumamente israelíes.
Miro mi casa y descubro que la neutralidad también se va apoderando de ella. Mi marido señala en un estante sus revistas de rock argentino, sus maracas brasileras, sus flautas de todos los países. Pero yo me empeño en ver los muebles que sacamos de paquetes del grosor de una caja para pizza, diseñados por un frío sueco y elaborados por un explotado chino. Entonces él me señala el poema de Rafael Cadenas pegado en la pared como un símbolo patrio y pronuncia la palabra nefasta: "hibridez". No es neutralidad, es hibridez. Y abrimos la despensa de la cocina para regodearnos en nuestra hibridez culinaria. Y en el cuarto de los niños, entre todos los monstruos, las Bratz y las hidras, encontramos una muñeca de trapo negra como la noche más negra de cualquier costa del Caribe bañada de selva. Una muñeca que yo compré en una carretera venezolana a orillas del mar. Un lugar en el que la gente desconoce el término "políticamente correcto" y las muñecas son negras porque sí. Porque hay a quienes les gustan las muñecas rosadas y hay quienes las prefieren negras. Recuerdo que un día mi hija sacó a pasear a esa muñeca. La llevaba en un bolsillo de su pequeño morral y una señora que estaba detrás de nosotros se quedó mirándola como quien ve un monigote para hacer vudú. Los ojos desorbitados, casi se persigna. Entonces pensé: esa muñeca que mi hija besa a cada rato y quiere sacar a pasear, para los otros es un bicho horrible, un choque cultural, un susto. Esa muñeca que mi hija adora, que piensa que fue mía de niña, que yo compré porque me recordó mi infancia, esa muñeca a los otros les remite a una tiniebla. Una muñeca igual a la que mi mamá me compró hace mil años, probablemente recordando su infancia también. Por el teléfono mi madre me aclara que en Venezuela ya las niñas no quieren ni ver a esas muñecas.
Soy un limbo, un entresijo, una contrariedad: una muñeca negra me recuerda un país en el que ya las niñas no quiere ver muñecas negras. Y mis hijos están creciendo con una muñeca negra que asusta a los de aquí y espanta a los de allá. Soy como esa muñeca negra, sólo comprendida por la identidad doméstica.
A la segunda clase de español no llevaré ni frutas ni plumas, que no sabría dónde ponérmelas, pero sí un tecnomerengue de Rita Indiana para que nos sean más leves las diferencias entre el ser y el estar.

domingo, mayo 09, 2010

Un testimonio llenándose de olvido (y una voyeurista que no puede salvarlo)


Apenas subí a la camionetica, me topé con la viejita y su libro. No recuerdo qué libro era, sólo recuerdo que era italiano. La miré y me reí, cómplice. Ver un idioma latino entre tanto trazo semítico es como encontrarse con un primo o un familiar cercano. La viejita se rió, amable, desde la profundidad de unos ojos amarillos rodeados de arrugas bondadosas. Me senté detrás de ella. Vi su pelo gris, su libro abierto, su pañuelo de algo que se me ocurría seda. Me sentí a gusto.

Subiendo el monte de Zion, un olor a quemado inundó la camionetica. Deben ser los frenos, pensé yo, aunque no había motivo para frenar en una subida. De todos modos, no me preocupe. El olor me trajo gratas memorias: las camioneticas de mi patria; un autobús de los años 50 bajando por Tazón antes de aterrizar en Caracas; un "carrito por puesto" en las curvas de Mochima. Pero a la viejita italiana ese olor no le trajo ningún grato recuerdo y muy nerviosa le dijo al conductor en perfecto hebreo que olía a quemado. El conductor dio una explicación mecánica que no hubiese yo podido entender aún si él la hubiese dado en español. Está todo bien –pensé- y seguí con mis recuerdos.

Otra pasajera, de falda larga y cabeza cubierta, le dijo a la viejita que su voz le era conocida. ¿No es usted la maestra tal? La viejita asintió y comenzaron a recordar viejos tiempos en un internado para señoritas. La viejita había sido maestra, pero no me quedaba claro de qué. ¿Tal vez historia? o ¿literatura? La señora había sido su alumna y con voz brillante de alegría recordaba nombres y anécdotas. En un momento la viejita dijo que había publicado un libro. La señora quiso comprarlo, pero la viejita dijo que no se conseguía en ninguna parte, que había sido una auto-edición, que sólo se conseguía en una pequeñísima librería que era de una vieja amiga. ¿De qué trata el libro? – quiso saber la señora. Es mi testimonio sobre el holocausto- dijo la viejita y a mí me entró un escalofrío. Recordé su risa bondadosa, su libro italiano, el imaginario parentesco que nos unía. Ella había estado allí de niña, antes de llegar a Israel – dijo- y lo había contado en esas páginas. También había contado cómo había podido seguir viviendo con "eso". Increíblemente, había tenido que publicarlo sola. Ahora el libro estaba perdido en una mínima librería del sur de Israel que es como decir la nada. Un testimonio llenándose de olvido.

Cuando llegamos a Jerusalén, cuando nos bajamos de la camionetica, le miré los ojos amarillos nuevamente. Sonreí y ella me contestó con su sonrisa. Quise hablarle, pero no me atreví. Soy una voyeurista en esta lengua.

viernes, abril 23, 2010

De las profesiones y los lugares del escritor


La fortuna o el azar hizo que me fuera dado el privilegio de participar en una mesa redonda sobre blogs y literatura. Mi compañero de conversación era el taxista-escritor que lleva el exitoso blog "Ni libre ni ocupado". Un taxista poeta que descubre historias en su carro, en las calles de Madrid, en las conversaciones de sus pasajeros pero también en sus silencios, en los objetos que olvidan en el asiento trasero, en la ecuación que une el punto de partida con el punto de llegada del recorrido del taxi. Después de escucharlo, no me quedó ninguna duda de que la mejor profesión para un escritor es la de taxista.

O la de cartero: una señora del público dijo que ese era su trabajo y comentó todas las historias que se podían inventar en cada carta llevada o en cada postal leída.

O la de bibliotecaria: la bella chica de la biblioteca comentó todos los cuentos que imagina tras escuchar a los usuarios y sus extrañas selecciones de libros.

Un escritor, además de leer muchísimo, debería dedicarse a profesiones como esas: bibliotecarios, carteros, taxistas. Lugares privilegiados para la observación detallada y descarada de los otros. Lugares donde las historias nacen.

Kafka era oficinista.

Tuve un tío/abuelo telegrafista que escribió dos novelas que no he leído.

Un escritor desempleado o empleado en alguna profesión nefasta de esas que pisotean la creatividad, debe buscar la manera de estar en esos lugares donde las historias nacen. Yo, por mi parte, trato de estar mucho tiempo en la peluquería o en los autobuses. En los ministerios y en las estaciones de tren. En las plazas y en los baños públicos. Pero también pasó largos ratos ojeando las intimidades ciberespaciales que se desparraman en la red en forma de fotos, blogs, avatares, comentarios. Navego por ese enjambre de voces ajenas y anónimas. Tejo historias con la nada, lo inasible, lo inalámbrico.

viernes, abril 09, 2010

De la lengua húmeda a la lengua florida



Mi vida en este idioma sigue dos movimientos:

Uno en el que no hago más que simular que hablo en un nivel aceptable. Un constante poner caras, repetir lo que los otros acaban de decir, dejar frases a medio terminar. Un hablar con puntos suspensivos.

El otro movimiento va en caída libre: un "vente tú" y un "sálvese quien pueda".

En el primer movimiento soy una pésima actriz que no ha aprendido el libreto, pero simula y disimula como la que más. Con mi máscara hebrea, me pavoneo, me río, me hago la loca, contesto aunque no entienda la pregunta. ¿Acaso en nuestra lengua materna contestamos exactamente lo que se nos pregunta? Nunca me quedo callada porque el silencio en otra lengua es señal de ignorancia. En esta instancia me esmero con la pronunciación, las muletillas, los gestos de la lengua máscara. Hablo, ya lo dije, con puntos suspensivos que los demás completan con palabras ultra elevadas, frases célebres, citas de la biblia. Entonces queda como que era yo la que quería decir eso, como que fueron los otros los que no me dejaron terminar, pero mira tú, ¡qué bien sintonizados que estamos!!

En la caída libre me valgo de cualquier palabra en cualquier idioma para tratar de traducir un chiste intraducible porque tengo ganas de reírme a la venezolana y no consigo con quién. Por lo general el interlocutor queda con ojos de huevos fritos, se rasca la cabeza y decide retirarme el saludo de una vez y para siempre, no traer nunca más a sus hijos a que jueguen con los míos, pedir que me deporten, que me lleven de los pelos, loca que no hace más que embarrar la lengua nacional. Entonces pido disculpas por no tener un hebreo húmedo, cuando la verdad es que quise decir un hebreo florido. Dos adjetivos que me suenan casi igual.

En el primer movimiento, en cambio, soy una intelectual con mucho acento, como esos profesores de barba y cadencia rusa que el populacho suele asociar con Einsteins resurrectos. Barba y acento ruso son sinónimos de sabiduría. Pelo ondulado y acento venezolano no tanto, pero bueno ... supongamos que... En mi primer movimiento digo que leer y escribir me cuestan sólo porque estoy acostumbrada a leer y escribir rapidísimo en español y no tengo paciencia.

En el segundo movimiento, asumo que la poca risa que causan mis chistes se deben a la falta de humor local, a lo chato del pensamiento, a un pesado pasado y a un futuro incierto. No al acento, no a la mala pronunciación, no a la intraducibilidad de los chistes, no a la falta de palabras.

En el primero movimiento, suelo hablar de cosas de las que no tenía ganas de hablar, pero sí tenía las palabras. Entonces todos me miran, levantan las cejas y asienten.

En el segundo movimiento, suelo hablar de lo que quiero y de vez en cuando consigo una mirada benevolente o una sonrisa a moco tendido. Soy más feliz en este punto: ¿Acaso en nuestra lengua materna todos nos miran y asienten o no son sólo unos pocos los que nos abrazan con su risa?

No me gusta ser la educada con acento, sino la peliloca disléxica, pero tengo que simular, disimular, secar mi lengua húmeda y hacerla pasar por florida.

miércoles, marzo 31, 2010

¿Hacerle frente a los miedos o irse corriendo a comprar helados?

En la punta de la montaña estaba la boca de la gruta. Le habían puesto una escalera de metal para que la gente bajara sin la posibilidad de caerse. Apenas mi niña vio ese hueco por el que todos estaban entrando, dijo con vocecita temblorosa: "no".

- Claro que sí -le dije- tenemos que entrar allí como todos los demás padres y los demás niños.

Luego, cambiando la voz, adoptando el tono solemne de las grandes enseñanzas, agregué.

- Hay que hacerle frente a los miedos.

Bajamos por la escalerita hasta la atmósfera fría de la gruta. Temblaba de miedo mi niña y de emoción mi niño. Yo, en medio, temblaba a los ritmos disparejos que me venían de ellos. En las paredes habían tallado espacios para colocar velas y una madre precavida las había traído, las había encendido. La gruta helada parecía temblar con el vaivén de las sombras que producían las llamas.

- Hay que hacerle frente a los miedos- me dije esta vez a mí misma, mientras mi niña decía que no con una vocecita que apenas se escuchaba y mi hijo decía que sí con toda la fuerza de sus pulmones. Un sí que repercutió en todas las paredes de piedra blanca.

Luego de un túnel estrecho y en el que había que caminar encorvado, había una especie de sala. Uno de los padres detuvo allí la excursión subterránea para explicar no sé qué cosa sobre historia o geología. La respiración de 10 niños con sus respectivos padres agotaba el aire.

- Aquí no cabemos – dije.

- Y pensar que aquí vivía gente hace mil años – dijo un padre al lado mío.

Y entonces nada más pensar en esa gente la nariz se me cerró. Era como si de pronto el aire frío se hubiese convertido en piedra irrespirable. Miré a mi marido y le dije bajito para que nadie escuchara – y también porque con la glotis a punto de sellarme la garganta, era poco lo que podía yo hablar- Vamonos de aquí.

Apenas di media vuelta, mi hija dijo "sí" con su vocecita y emprendió la retirada. Mi hijo dijo "no" con su vocezota y se negó a caminar. Separarse del grupo significaba quedarse a oscuras. Mi esposo trataba de iluminar el túnel estrecho con la luz de su teléfono celular. Las velas que habían puesto en la entrada casi se habían consumido. Mi hijo se negaba a avanzar, no se quería ir. El aire no me entraba por la nariz, como si fuese una masa espesa de frío y voces muy antiguas. Estaba a punto de ponerme a gritar en el espacio estrecho de ese túnel de piedra, oscuro como la ceguera definitiva, con un aire irrespirable, iluminado de vez en cuando por la débil luz azul de un teléfono celular. Y pensar que aquí vivía gente hace mil años – se repetía esa frase en mi recuerdo. Estaba a punto de ponerme a gritar, pero pensé en mis hijos. Hay que hacerle frente a los miedos – me dije- y me tragué el grito, aguanté la respiración, halé a mi hijo y caminé, caminé, caminé hasta la luz.

Soy claustrofóbica. No soporto los túneles, ni las cuevas, ni los toboganes cerrados.

Y tengo otra fobia que no sé cómo se llama: no soporto estar en un lugar donde la gente ha tenido que vivir de forma inhumana, escondida, agachada. No importa que eso haya pasado hace miles de siglos. Odio las catacumbas, las mazmorras, las ruinas, las casas destruidas o abandonadas, los castillos medievales. Se me cierran todas las vías respiratorias apenas pienso en la gente que sufrió en esos espacios y sólo me provoca gritar y gritar y gritar.

Cuando salimos de aquel infierno, evitando cualquier pregunta, queja, moraleja o gran enseñanza, dije:

- Vamos, vamos a comprarnos unas barquillas de chocolate - y nos fuimos corriendo a perseguir al carrito de los helados.

miércoles, febrero 24, 2010

Aversión a los disfraces en dos actos


La maestra dijo:

A tu niño no le gusta Purim.

(Purim es una fiesta en la que se celebra que hace mil años los judíos se disfrazaron para poder salvarse o para matar a alguien , ya no recuerdo. Probablemente un carnaval entendido de otro modo o viceversa)

La maestra continuó:

Los disfrazamos a todos de payasos y salimos a dar una vuelta por los alrededores de la guardería, pero él entró en pánico, se aferró a mi mano, no quería nada. Me parece que no le gustan los disfraces.

(En mi cabeza la imagen de mi hijo de 3 años con su traje de spiderman en la mitad de las fotos de los dos últimos años y yo con cara de asombro ante la revelación de la maestra)

La maestra se apoltronó en un discurso del tipo:

Los disfraces representan un cambio de la realidad conocida y hay niños que no están preparados para la flexibilidad, la máscara, lo diferente.

Yo dije:

Me asombra porque él ha estado vestido de spiderman todas las tardes ....

(Ante la exposición de los motivos psicológicos de la aversión a los disfraces y sus posibles consecuencias en el desarrollo del ser humano, mi argumento además de inútil era infantil)


2

- En esa casa viven abuelos – dijo mi hijo cuando pasamos frente a un ancianato cerca de su guardería.

- ¿Estuviste allí con los niños de la guardería?

- Sí.

- ¿El día que se disfrazaron de payasos?

- Sí.

- Ah!

- Si y un abuelo estaba llorando.

- ...

- ...

- ¿Los demás niños lo vieron?

- No.

- ¿Y las maestras?

- No.

- ¿Sólo tú?

- Sí.

jueves, febrero 18, 2010

La vida en 10 palabras

- ¿Puedes contarme tu vida en 10 palabras?

Contar la vida en 10 palabras: eso es lo que hace Daniel Mordzinski en cada una de sus fotos. Pero eso lo supe luego, en ese momento sólo pensé en cómo podría resumirle mi vida con tan poco. Mientras yo pensaba, él habló mucho. Habló incluso en hebreo. Uno de los hombres que colocaba las fotos de la exposición le preguntaba que quién era ese de apellido Halfon. Y él contaba en perfecto hebreo, explicaba la foto del escritor tirado en un campo de margaritas, mientras yo seguía buscando mis 10 palabras.

- No puedo- le dije finalmente.

Entonces pude verlo: en cada una de sus fotos Mordzinski cuenta la vida de sus personajes en esas 10 palabras que sólo pueden ser capturadas por su cámara. O tal vez fotografía ese momento leve y breve en el que cada quien descubre sus 10 palabras. Microrelatos hechos a fuerza de luz y colores, sombras y claros. Instantáneas con las 10 palabras de la vida de grandes escritores.

Las manos toscas de Miguel Delibes. Edgar Keret volando en los cielos de Tel –aviv. La mirada áspera de una Batia Gur en blanco y negro. Ernesto Sábato detrás de una ventana, hundidos sus ojos melancólicos en un mar de arrugas. Rosa Montero vista de muy cerquita, casi respirada. Wendi Guerra desnuda y con manzana. Bolaño entre las ramas. La sombra de Guillermo Cabrera Infante entre la lejanía y un gato.

Tal vez porque no pude emitir ni una sola palabra que fotografiara mi vida, él tomó su cámara y me puso mirando hacia arriba en un fondo rojo.

Así, de pronto, miró y armó mi historia, como arma cada historia que fotografía, porque Mordzinski fotografía historias. Las arma con lo que lo rodea en el momento, como un arrebato de inspiración, sin guiones. Las cosas que la casualidad pone a su alcance se prestan a lo que él quiere. Yo pude verlo mirando luces y fondos, trayendo unas manos, una cinta métrica, cualquier cosa. Contó mi vida en ese fondo rojo. Se respondió a sí mismo.

Yo también estaba allí de casualidad, como la cinta métrica, las luces, el rojo del fondo. Nadie vaya a creer que fui invitada especialmente a tal privilegio. Y mientras no tenga yo una copia de esas fotos, no sabré las 10 palabras con que Mordzinski contó mi historia.

martes, febrero 02, 2010

Místicas



Sacamos nuestros libros al mismo tiempo. El de ella era un librito pequeño y manoseado con tapa de cuero y letras cabalísticas. El mío estaba manoseado también porque era un libro de la biblioteca de Alejandría, esa mítica biblioteca.... El de ella le cabía en la palma de la mano. El mío era grande y blanco y con letras latinas. El de ella tenía páginas delgadas como alas de libélulas, el mío tenía páginas de un blanco imponente. Podría seguir páginas y páginas con eso de "el de ella ..., el mío ...." . Así de diferentes eran los libros que leíamos, sentadas hombro contra hombro en el asiento del autobús que nos conducía a la ciudad sagrada. No obstante, el fervor era el mismo. Ella leía sus oraciones, sus mandatos celestiales, la voluntad de su dios. Iba de falda larga, cabeza cubierta, cuello abotonado. Yo leía a Marcelo Cohen con su "Oído absoluto", su peripecia y su poesía. Iba yo también extremadamente cubierta, pero por el frío. El fervor era el mismo y recuerdo que pensé si yo sería capaz de abrazar una religión que me impusiera a ciertas horas abandonarlo todo y sumergirme en santas escrituras o cubrir mi cabello. Cubriría mi cabello gustosa – me contesté- que después de todo es tan indomable y de un teñido insoportable. Me abandonaría a santas escrituras – continué – sólo si me llevan al éxtasis que me provoca Marcelo Cohen con sus metáforas imposibles y sus territorios caprichosos. Sí – casi lo dije en voz alta: Mi religión sería la literatura.

Ella leía. Yo leía. Ella con sus preceptos divinos. Yo con mi universo fantástico.

Felices. Extasiadas. Místicas.

Cuando terminó de leer, ella besó el manoseado librito y lo guardó en su bolso.

En ese momento, uno de los personajes de Marcelo Cohen hablaba de la música en un párrafo exquisito. ¿Por qué no? – Me dije - y también besé mi libro. Extasiada.

jueves, enero 28, 2010

Historia universal de la ceguera

La optometrista dijo:

- Es el inevitable transcurrir del tiempo: primero el pelo se llena de canas, luego viene la vista, los dientes y hasta el oído- Señaló en el oído del marido, parado como un autómata frente a la caja registradora, un discreto aparatico color carne para mejorar la audición.

A mi me ardían los ojos por el esfuerzo de ver letras y números microscópicos a través de un lente que los alejaba irrebatiblemente de mi entendimiento.

- Es un ... ocho.... no ... un tres. Había tratado de adivinarlos todos. Era eso, adivinarlos más que leerlos en aquel cubículo oscuro en el que la optometrista se empeñaba en hacerme ver mi ceguera.

Con lo poco que me quedaba de vista vi el aparatico en la oreja del marido, sus ojos verde catarata, los dientes de su risa sarcástica. El tiempo, mijita – me hubiese dicho si hablara español- no perdona. Pero no dijo nada, fue sólo un reírse como quien da una burlona bienvenida.

Con lo poco que me quedaba de vista me vi un pelo resplandeciente en la cabeza. También pude ver cómo la optometrista marcaba en un formulario que yo tenía el mínimo requerido para aprobar el examen de vista.

- No veo nada – le dije.

- Nadie ve perfectamente – me replicó – y para eso están los lentes.

Lentes, tintes para el cabello, aparaticos para mejorar la audición, dentaduras plásticas.

Salí de la óptica con el examen temblando entre las manos. Esperaba que al menos me dieran la licencia para conducir. Esperaba poder conservar lo que me quedaba de vista. Los ojos me ardían como si navegaran en granos de arena.

Conservar lo que me queda de vista.

Y hacerme otro examen para saber qué tengo.

Comprarme unos lentes.

Los ojos me dolían como si hubiese llorado ríos. No leer hasta el próximo examen. No forzar lo que me queda. ¿Cómo no me había dado cuenta de mi ceguera? ¿Será porque los ciegos son ciegos hasta de sí mismos? Si una persona nace sin luz en los ojos, ¿cómo puede saber que el mundo es mucho más que sombras? Sólo porque los otros se lo dicen, que si nadie advierte al ciego de su ceguera la oscuridad sería el mundo y no su ausencia. Así la optometrista había aparecido en mi vida para señalarme que el mundo es mucho menos opaco, que las letras son más grandes, que los números son exactos, que un ocho es un ocho y un tres es un tres y que a la mierda la física cuántica.

No leer. No forzar lo que me queda de vista hasta que pueda comprarme unos lentes- me dije.

Desde la ventana de mi casa pude ver los sembradíos neblinosos, rodeados de cipreses empolvados y a lo lejos una carretera atravesada por carros y camiones que de seguro estaba mucho más cerca de lo que yo la veía.

- Dios mío – pensé - tal vez no vivo en medio de campos sembrados como yo creía sino a orillas de una carretera.

Me empeñé en escuchar a los carros que se veían a los lejos, pero sólo el silencio de los duraznos era lo que se percibía. No era de extrañar: primero la vista, luego el oído – había dicho la optometrista.

No, no: no debía yo esforzar la vista ni el oído. Más bien salir corriendo a teñirme el pelo.

Tal vez no era casual que me gustara tomar agua de un filtro que estaba en un instituto para ciegos en la universidad. No era casual que chocara con sus bastones y quisiera ayudarlos a llegar a sus destinos. Tampoco fue casual aquella célebre ceguera ...

Recordé "Autobiografía médica" de Damián Tabarovski, pero ni siquiera podía releerla porque no quería agotar la poca luz de mis ojos. Pasé siete días sin leer, con el escritorio atiborrado de cosas pendientes. O sólo leyendo en la computadora donde la letra se puede agrandar a dimensiones extremas. A 200% el texto se sale de la pantalla, pero la vista reposa- me convencí a mí misma.

También convencí a mi marido para que me acompañara al siguiente examen. Aferrada a su antebrazo llegué a la óptica, no quería caerme ni perderme en la neblina. Él era mi bastón, mi lazarillo y como tal me condujo a la silla eléctrica en la que otra optometrista más computarizada se dedico a hurgar en mi ceguera.

Me midió todos los lentes posibles y yo seguía viendo una nube blanca alrededor de un punto de luz. Me fue sacando lentes hasta que de pronto la realidad apareció diáfana y recién estrenada ante mis ojos.

- Veo – grité – veo muy bien así.

La optometrista apagó el aparataje, las luces, las computadoras, desenchufó todos los cables y me dijo:

- No tienes puestos ningunos lentes. Tienes tan poca cosa que no sé si valga la pena ponerte nada.

Salí de aquel cubículo como quien sale de la cueva de un brujo, un santero, un iluminado, un hacedor de milagros. El mundo se abríó ante mí con el brillo de lo recién descubierto, con el asombro del prodigio.

miércoles, enero 20, 2010

El bien escribir, según Roberto Raschella

Los consejos de Testuzza sobre el bien escribir

1.- Hazte de coraje y escribe.
2.- Escribe siempre con el lápiz.
3.- Si escribes, no hables de mí.
4.- Tu lengua será siempre tu enemiga.
5.- Los malos tiempos te enseñarán a escribir. 6.- Cuando escribas, no debe ser ni de noche ni de día.
7.- Cuando escribas, el tiempo no debe tener ni límite ni extensión.
8.- Cuando escribas, no te comas el corazón.
9.- Tampoco escribas concitado mucho tiempo porque se te quebrará la voz.
10.- Deja siempre un lugar para intersecar.
11.- Trata de expresar alguna esperanza, pero con pocas líneas.
12.- Despoja, despoja y te quedarán dos palabras, una en cada extremo.
13.- Tu buen gusto se verá en las mezclas.
14.- Siempre es otro el que escribe.
15.- No te vuelvas hacia atrás al componer.
16.- Nunca llores sobre tu propio libro.
17.- Haz la página limpia, y si vienes del abismo, asómate a él.
18.- Muerde un punto, un sólo punto de tu carne.
19.- No inclines demasiado la cabeza para escribir.
20.- Aún las uvas pueden ser pisadas limpiamente: interprétame.
21.- Escribe, y quema.
22.- Siempre estarás en crisis.
23.- Si eres poeta verdadero, perderás el tiempo con la gente.
24.- Estudia la tradición, y al recordar inventa.
25.- Debes hacer esto y no otra cosa.
26.- Si puedes, llévate la palabra al lecho, pero no la ames.
27.- Y de cada palabra, y de cada mal, surgirás más sereno.
28.- Alguien te comprenderá, pero el mundo no cambiará.
29.- Cuando termines de escribir, lee: si no te reconoces al leer, lo escrito es bueno.
30.- Expurga, expurga. No des a las prensas antes de expurgar.

Roberto Raschela, "Si hubiéramos vivido aquí"