miércoles, marzo 31, 2010

¿Hacerle frente a los miedos o irse corriendo a comprar helados?

En la punta de la montaña estaba la boca de la gruta. Le habían puesto una escalera de metal para que la gente bajara sin la posibilidad de caerse. Apenas mi niña vio ese hueco por el que todos estaban entrando, dijo con vocecita temblorosa: "no".

- Claro que sí -le dije- tenemos que entrar allí como todos los demás padres y los demás niños.

Luego, cambiando la voz, adoptando el tono solemne de las grandes enseñanzas, agregué.

- Hay que hacerle frente a los miedos.

Bajamos por la escalerita hasta la atmósfera fría de la gruta. Temblaba de miedo mi niña y de emoción mi niño. Yo, en medio, temblaba a los ritmos disparejos que me venían de ellos. En las paredes habían tallado espacios para colocar velas y una madre precavida las había traído, las había encendido. La gruta helada parecía temblar con el vaivén de las sombras que producían las llamas.

- Hay que hacerle frente a los miedos- me dije esta vez a mí misma, mientras mi niña decía que no con una vocecita que apenas se escuchaba y mi hijo decía que sí con toda la fuerza de sus pulmones. Un sí que repercutió en todas las paredes de piedra blanca.

Luego de un túnel estrecho y en el que había que caminar encorvado, había una especie de sala. Uno de los padres detuvo allí la excursión subterránea para explicar no sé qué cosa sobre historia o geología. La respiración de 10 niños con sus respectivos padres agotaba el aire.

- Aquí no cabemos – dije.

- Y pensar que aquí vivía gente hace mil años – dijo un padre al lado mío.

Y entonces nada más pensar en esa gente la nariz se me cerró. Era como si de pronto el aire frío se hubiese convertido en piedra irrespirable. Miré a mi marido y le dije bajito para que nadie escuchara – y también porque con la glotis a punto de sellarme la garganta, era poco lo que podía yo hablar- Vamonos de aquí.

Apenas di media vuelta, mi hija dijo "sí" con su vocecita y emprendió la retirada. Mi hijo dijo "no" con su vocezota y se negó a caminar. Separarse del grupo significaba quedarse a oscuras. Mi esposo trataba de iluminar el túnel estrecho con la luz de su teléfono celular. Las velas que habían puesto en la entrada casi se habían consumido. Mi hijo se negaba a avanzar, no se quería ir. El aire no me entraba por la nariz, como si fuese una masa espesa de frío y voces muy antiguas. Estaba a punto de ponerme a gritar en el espacio estrecho de ese túnel de piedra, oscuro como la ceguera definitiva, con un aire irrespirable, iluminado de vez en cuando por la débil luz azul de un teléfono celular. Y pensar que aquí vivía gente hace mil años – se repetía esa frase en mi recuerdo. Estaba a punto de ponerme a gritar, pero pensé en mis hijos. Hay que hacerle frente a los miedos – me dije- y me tragué el grito, aguanté la respiración, halé a mi hijo y caminé, caminé, caminé hasta la luz.

Soy claustrofóbica. No soporto los túneles, ni las cuevas, ni los toboganes cerrados.

Y tengo otra fobia que no sé cómo se llama: no soporto estar en un lugar donde la gente ha tenido que vivir de forma inhumana, escondida, agachada. No importa que eso haya pasado hace miles de siglos. Odio las catacumbas, las mazmorras, las ruinas, las casas destruidas o abandonadas, los castillos medievales. Se me cierran todas las vías respiratorias apenas pienso en la gente que sufrió en esos espacios y sólo me provoca gritar y gritar y gritar.

Cuando salimos de aquel infierno, evitando cualquier pregunta, queja, moraleja o gran enseñanza, dije:

- Vamos, vamos a comprarnos unas barquillas de chocolate - y nos fuimos corriendo a perseguir al carrito de los helados.