lunes, enero 28, 2008

Amos Oz, traducido


En estos momentos estoy leyendo a Amos Oz, “Una historia de amor y oscuridad”. Lo estoy leyendo en español y si decidí leerlo en mi idioma, no es sólo por comodidad, sino porque me declaro incompetente para leer literatura de altura en el idioma de la biblia. Una vez lo intenté con la magnífica Batia Gur y no pasé de las primeras páginas. Demasiados sinónimos, demasiada belleza de lenguaje. Entonces la tuve que abandonar momentáneamente, mientras espero a que mi comprensión de esta lengua avance más allá del vocabulario de supervivencia del que dispongo (no sé ni cómo... por osmosis o por inercia ...) Con Amos Oz la derrota ha sido mayor: ni siquiera lo intenté y fui directo a la traducción española. Pero, aunque estoy encantada por la facilidad con la que por fin lo leo y con la maravilla que es leer la realidad que me rodea en mi propia lengua, tengo lo que decir sobre la traducción... Así es: soy incapaz de leer literatura hebrea o de traducir un titular de periódico, pero tengo lo que opinar (y opinar mal, por supuesto) sobre la traducción que hizo una pobre señora que se ve que si dominaba esta lengua al punto de poder traducirla y no como yo que la sobrevivo y la chapuceo como puedo (con la lógica de “como va viniendo, vamos viendo”, que caracteriza a mi raza). Pero bueno, que para eso estamos “los intelectuales”, para criticar ( y mal) el trabajo de los demás, para verle las cinco patas al felino, para respirar en los resquicios de la realidad y otras divagaciones.

Aquí va: Que la señora traductora no traduce la palabra “Histadrut”, palabra importante para entender la historia, al menos en sus inicios (que en el colmo de los colmos, yo critico lo que ni siquiera he terminado) “Histadrut” quiere decir “central de trabajadores”, el sindicato, pues. Y el narrador cuenta que sus padres no pertenecían a la “histadrut” (el sindicato) y eso es importante para entender que aquellos padres no pertenecían a nada, incluso tampoco al sindicato, aun siendo trabajadores. En mi humilde opinión, la palabra “histadrut” debió ser traducida. “Histadrut” no es “mossad”. Casi todo el que más o menos conozca la historia de este país sabe lo que es el “mossad”. Traducirlo como “el instituto” sería quitarle ese misterio o esa malignidad de película de espionaje que tiene. No es el caso de la “histadrut”.

Y si por un lado la señora no traduce lo que ella cree que no requiere traducción, por otro si que traduce nombres de calles: así, yo, que podría visitar aquellas calles, no sé ni dónde están ni cuáles son. Entonces tengo que pedir a algún conocedor que me explique cuál puede ser la calle Malaquías. La calle Malaquías es la calle Malaji. ¿Puedes tu creer? No es injusto que cuando por fin puedo hacer un recorrido literario de Jerusalén, tenga yo que pedir que me traduzcan los nombres de las calles. ¿Quién ha dicho que los nombres de las calles deben traducirse? No sé, como si a Bond Street alguien la llamara Calle Unión. ¿La llaman así? ¿La traducen? Tal vez Malaji no suena tan literario como Malaquías, pero ese es el nombre de la calle y qué se le va a hacer. ¿Acaso a la Baker Street la llaman la calle del panadero?

Luego están todos esos juegos de palabras. Los padres del narrador no eran hablantes naturales de esta lengua. Cito: “Hablaban hebreo con temor a la imprecisión, se repetían frecuentemente, intentando expresar de nuevo lo que acababan de decir: tal vez se sienta así un conductor miope que va de noche por las callejuelas de una ciudad extraña en un vehículo que no conoce” (¿habla de sus padres o habla de mí? Jajaja!) Usaban verbos en desuso o que en la actualidad de la narración tienen significados contrarios (incluso escatológicos) pero no hay ni un pequeño pie de página para explicar lo mínimo de estos enredos idiomáticos. Un detalle aunque sea hubiese bastado, creo. Hay traducciones que abusan de esas notas del traductor, hay otras que las prescinden totalmente.

En fin, incapaz de traducir un titular de periódico, pero capaz de criticar traducciones ajenas. ¡Eso si!

Esta bien: algún día tengo que leer a Oz en su idioma original. Así como algún día tengo que verlo: vivimos en el mismo desierto (yo al norte y él al sur) ¡!

martes, enero 22, 2008

Juegos


Puede que se trate de un mal familiar, pensé al asomarme por enésima vez al cuarto de mi niña para pedirle que dejara de mover las manos y jugar-cantar. Ya deja de jugar y duérmete – le dije. Ella respondió que no estaba jugando, que sólo estaba mirando sus juguetes. Entonces supe que así sigue jugando telepáticamente, en su mente. Mira los juguetes desde una esquina de su camita rosa y sigue jugando porque no le hace falta tocarlos. Una vez, hace tal vez un año o más, me contó que en la guardería le habían prohibido dormir con su muñeca. A mi el corazón se me estrujó sonoramente y le dije que ya iba a hablar con la maestra, que cómo era posible, que qué vaina, que uno paga tanta plata para que al final se comporten como un orfanato de película mala, etcétera. Mi niña me miró sin entender, tenía dos años y medio en esos días, pero igual me consoló: no te preocupes mamá, no tengo muñeca, pero tengo mis manos. Entonces recordé que sus manos tienen vida y nombres propios, que están dispuestas a infinitos juegos, son niños y son pájaros, le cuentan historias que yo no puedo oír.

Nadie puede imaginar la felicidad infinita que sentí al saber que mi hija dormía sin muñeca, pero con sus manos.

Los juegos de los niños no son juegos, eso seguramente ya lo han observado muchos. Nada más serio que un niño jugando.

A mi bebé no le hace falta nada mientras juega, ni siquiera hambre le da, a pesar de que es glotón. Suele meter jugueticos chiquitos en cajas, gavetas y también en las guitarras de su papá. Así, puede estar mucho tiempo y entonces no necesita comer, ni que le cambien el pañal. No me necesita. El juego es su primera independencia.

El juego es independencia y adicción a un mismo tiempo. Nada más adictivo que el juego.

Hace miles de años perdí siglos jugando Los Sims en la computadora. No necesitaba comer ni fumar. No iba al baño ni atendía llamadas. Jugaba. Jugaba. Jugaba. Esa era mi independencia de la realidad. También parte de mi indecencia.

De adultos queremos seguir jugando. Yo, por ejemplo, tengo mi juego en la literatura. Abandoné Los Sims y me interné en los recovecos de la memoria y la manía de llenar pantallas brillantes con letras, imágenes, respiraciones, chasquidos, existencias.

Igual que mi hija, tengo mis manos.

Como mi bebé, soy autosuficiente.

El problema es que de adultos nos restringen (o nos restringimos) el juego.

sábado, enero 05, 2008

¿Nostalgia o casualidad?


La nostalgia o la casualidad hace que uno vaya a la biblioteca de Alejandría y agarre libros al azar y que en páginas disímiles, lejanas, aleatorias, aparezca nada más y nada menos que Venezuela. De la simple mención hasta lugar de desenlace, aquí va la lista:

1.-La conquista del aire, de Belen Copegui: Toda la novela transcurre en Madrid, pero una de las parejas protagonistas quiere comprar una casa casi en ruinas de unos españoles radicados en Venezuela.

2.- La carta esférica, de Arturo Pérez Reverte. El protagonista, marino de profesión, anduvo por miles de puertos, pero en una de esas recala en La Guaira, donde se faja a bonchar y termina preso en una cárcel local (sólo un rato, porque enseguida el capitán del barco le pasa plata a los policías para que lo dejen suelto y siguen viaje)


3.- Las películas de mi vida, de Alberto Fuguet. El protagonista pasa unos días en Caracas, en casa de unos familiares chilenos, en el viaje de retorno a Chile. Una muestra exacta de lo que era Caracas en los 70 ... creo ... digo, por toda la opulencia, las marcas, los centros comerciales ... el narrador casi no encuentra diferencia entre nuestra capital y gringolandia y hasta dice: “si así es Caracas, cómo será Santiago” ... Pero se encuentra con un Chile en blanco y negro, oscuro, fascista. (No sé, pero tal vez ahora la situación sea inversa) A veces es cómico mirar las cosas desde los ojos de los otros. Un detalle: le causa gracia el nombre de la leche “Carabobo”.... jajaja! Nunca me había dado cuenta que es un nombre ridículo si uno no está acostumbrado a oírlo.

4.- La última escala del Tramp Steamer, de Alvaro Mutis. El protagonista ha visto este barco en diferentes puertos del mundo y en diversos momentos de su vida. Uno de esos puertos está en el Delta del Orinoco, por allá por Tucupita, cerca de mi patiadero. En ese Orinoco amarillo y caudaloso, el barco encuentra su fin.

¿Será la nostalgia la que guía la mano y hace que uno escoja estos libros entre miles, uno tras otro, en el pasado y nostálgico último mes del 2007?

martes, enero 01, 2008

La nostalgia amarilla



La nostalgia, a veces, nos lleva por senderos sorprendentes.

Este fin de año extrañé las pantaletas amarillas.

Como provengo de una raza desordenada e improvisada, generalmente comprábamos las pantaletas amarillas a última hora, el mismísimo 31 de diciembre en la tarde, cuando sólo quedaban las tallas menos solicitadas (extra chiquitas o hipergrandes) Éramos una familia de tallas regulares, por eso algunas veces nos quedábamos sin ropa interior nueva y amarilla, esa que según la leyenda atraía a la suerte para el año venidero. Pero mi abuela, que era la madre de las supersticiones, siempre encontraba una pantaleta de su talla o no tenía problema en ponerse una de talla muy superior a la suya. Un día, inexplicablemente, no quedaron pantaletas en ninguna tienda del centro comercial más cercano. Ni grandes, ni chiquitas, ni nada. Entonces mi abuela decidió que ese año llevaríamos ropa interior masculina amarilla. Así, aquel año nuevo nos encontró con interiores amarillos a todas las mujeres de la familia.

Este fin de año extrañé incluso los interiores amarillos.

Y tirar monedas por las ventanas. Y agarrar maletas. Y las lentejas. Y las uvas.

Y como aquí, en este limbo espaciotemporal en el que me encuentro, no hay navidad ni fin de año, da como para ponerse en una nostalgia llorona.

Hubiese podido ver el fin de año español en la televisión, pero lo que extrañaba eran las pantaletas amarillas y ese salir corriendo a última hora a comprarlas.

Hubiese podido ir a una fiesta de fin de año en un pub, pero lo que extrañaba era ver a mis primas montándose en sillas a ver si ese año conseguían marido.

Hubiese podido tomar una copita de champaña, al menos...

Pero la nostalgia, a veces, nos lleva por senderos sorprendentes.

Hoy voy a comprar pantaletas amarillas, aunque sea a destiempo.