lunes, diciembre 13, 2010

Mi pelo, un karma lingüístico



Mi pelo se ha transformado en un karma lingüístico.

No lo quiero tan escalonado, pero aprendí la palabra con mi primer peluquero como ya lo he contado aquí y la repetí por varios años. Escalonado. Escalonado. O también: igual que siempre, igual que siempre. Pero mi primer peluquero se fue hundiendo en una conversación telefónica cada vez más rebuscada; señas y señitas a tipos cada vez más oscuros; las chicas cada vez más exóticas que lavaban las cabezas se sucedían la una a la otra rápidamente hasta quedar la más fea de todas: una que entendía de garitas, tejemanejes y números para las apuestas- se me ocurre. La peluquería estaba cada vez más vacía y yo cada vez más asimétrica.

Un día, unas cuadras antes de llegar a mi vieja peluquería me preguntaba a mí misma a qué se debía mi fidelidad a ese peluquero cada vez más distraído, oscuro y con las tijeras súper amelladas. Era, sin lugar a dudas, una fidelidad lingüística: ¿Cómo no cortarme el pelo con él que había sido mi maestro en vocabulario peluqueril desde que llegué a este país? Además del precio, claro: como su mayor ganancia viene de las apuestas ilegales, los precios de los tratamientos para el cabello, el corte y el secado han permanecido igual a lo largo de los años. Ese día pensé que ya había aprobado con creces el primer nivel de ese curso de idiomas y tal vez podía entrar a otra peluquería sin problemas y sin que mi maestro-peluquero se sintiera defraudado. Creo que también ayudó el hecho de que desde donde estaba pude ver que mi vieja peluquería estaba cerrada.

Caminé una cuadra o dos y tropecé con un cartel que decía: "Fulanita, manos de oro". Nadie me creerá, pero ese era el nombre de la peluquería. Bueno, lo de fulanita es sólo para proteger la privacidad de la señora, pero lo de "manos de oro" es un vulgar calco de la realidad. Traducido, claro. Ninguna peluquería que se precie en mi país llevaría tal nombre (me viene a la cabeza aquella que se llamaba "La ingeniería del pelo") , pero en este lado de este lado del mundo pasan cosas muy extrañas...

Le expliqué a la señora y a sus manos de oro que no quería el pelo tan escalonado, pero tampoco lo podía usar parejo porque se me abombaba. La señora y sus manos de oro (estuve a punto de escribir : "manos de tijera") me dijeron que me entendían perfectamente, que no me preocupara. Mientras me cortaban el pelo exactamente como yo quería, me preguntaron – la señora y sus manos – hasta del mal que me iba a morir. Le hice un resumen de mi vida, de la vida en el campo donde vivo, le hablé de mis hijos, de mi marido, le conté con detalles a qué me dedicaba.

- ¿Profesora de español? – me dijeron la señora y sus manos- ¿Y cómo haces para enseñar español si no hablas hebreo?

- ¿En qué idioma hemos estado hablando hasta ahora? – le pregunté, arrecha.

La señora y sus manos no entendieron la pregunta, me miraron confundidas. Para no desconcentrarla – no fuera a ser cosa que me escalonara el pelo de pronto- bajé la guardia y dije:

- No soy profesora de hebreo, sino de español.

El pelo me quedó tal cual como lo quería, pero yo no vuelvo a pisar esa peluquería en la que me cortaron también mi autoestima lingüística. No importa todo el esfuerzo que haga en hablar correctamente esta lengua, alguna gente oye mi acento y me pone una etiqueta. Ese mismo día en la mañana le había propuesto a mi jefa un curso de literatura iberoamericana en hebreo. Después de este corte, de esta señora y sus manos de oro, creo que retiraré la propuesta y enmudeceré.

Volveré al escalonado asimétrico de mi viejo peluquero, a su garita, sus señas y sus señitas. Allí el precio siempre es el mismo, nadie me pregunta por mi vida y puede que me convenga aprender las palabras necesarias para manejarse en las apuestas ilegales, sobre todo ahora que se me vino abajo mi sueño literario.

martes, diciembre 07, 2010

Ante las ciénagas


Me imagino que por confundir una bronquitis con un virus nadie se ha muerto, pero qué mal la he pasado. La semana pasada se abrió en mi casa con un abanico de enfermedades. Primero mi niño, luego mi niña y finalmente yo. Me autodiagnostiqué el mismo virus que habían tenido mis hijos y me eché en una cama a sudar las fiebres y a leer a Yehoshua Kenaz. Avancé páginas y páginas delirantes. Teniendo en cuenta que mi capacidad de leer en hebreo es un poco rudimentaria, me asombró la rapidez con la que fui devorando hojas. Hice una prueba para ver si se me había abierto un tercer ojo para leer literatura hebrea y agarré un cuento largo de Amos Oz. Avancé rapidito también, pero no a mil por hora como con Kenaz. Con Kenaz pude prescindir totalmente del diccionario: imaginar si los adjetivos eran positivos o negativos, mirar las acciones como a través de un tul, suponer descripciones de paisajes entendiendo a penas la mitad de las palabras. En medio de la fiebre, me preguntaba si Yehoshua Kenaz sería un buen escritor. Si era normal que lo estuviese leyendo tan sin diccionario. Sus personajes me conmovieron, eso sí. Pude verlos y decir que sí, que es verdad, que así son algunas viejas que no paran de pintarse los labios y retocarse un peinado acartonado. Y sí, es verdad, así son algunos viejos que no oyen, que viven aislados en la sordera de la terquedad y no la fisiológica. Lo más notable de esta novela sobre viejos es que las acciones se desarrollan en el presente. Si yo hubiese escrito una novela sobre viejos, hubiese sucumbido en la arena movediza de los recuerdos, del pasado, de la memoria. Una dolorosa y verdadera novela sobre viejos debe estar contada en el presente de la historia.

Yo suelo embarrar la acción en las ciénagas del pasado.

Una ciénaga dorada.

Mi novela está casi lista. Se suponía que en esta semana terminaría las correcciones, pero el abanico de enfermedades se abrió en mi casa, ya dije. Como me autodiagnostiqué un virus, suponía que estaría mejor ahora y me pondría finalmente a leer mi novela de un solo tirón, pero no. Un ronroneo en el pecho no me dejaba sentarme a leer nada y la voz de mi madre en el teléfono me llevó corriendo al médico. "¿Y si lo que tienes es una bronquitis?" – me preguntó. Las madres no necesitan ni mirar de cerca para diagnosticar a los hijos. El médico lo corroboró: ración doble de antibióticos y codeína. "¿Estás segura de que no tienes fiebre?" – me preguntó con su cara de viejo marinero. No puedo evitar verlo como un marinero desde que me contó que para pagarse la carrera había trabajado en barcos cargueros y había pasado varias veces por La Guaira. Como no va uno a querer meterse en esta ciénaga pasada, imaginarlo en un bar de La Guaira bebiendo aguardiente con otros marineros o subiendo el teleférico con alguna caraqueña recién conocida. Era la época de las penurias económicas en Israel y Venezuela le parecía a mi médico la metáfora del desenfreno.

Hay ciertas ciénagas que llaman.

Desde que sé que mi médico estuvo en un puerto venezolano, lo veo con otra cara. Y desde que él sabe que soy venezolana también me ve diferente. Es como si viniéramos de la misma ciénaga. Como si hubiese un punto en el que nuestros pasados se encuentran a pesar de que cuando él estuvo en La Guaira yo no había nacido. Hay un punto en el que nos sabemos – supongo yo, supone él.

Él sabe de dónde vengo y yo sé dónde él ha estado .... con todas esas suposiciones, yo puedo escribir una novela cenagosa.

He borrado varias ciénagas de mi novela, a ver si la acción se levanta y avanza a pesar del peso del lodo. De algún modo se puede decir que llegué al final, pero hasta que los pulmones me dejen de ronronear no podré leerla de un tirón y decir hasta aquí llegué. Podría leer y ronronear al mismo tiempo, pero no sé por qué me desconcentro. Me imagino que se requiere de buenos pulmones para leer de un tirón. También se requiere de un muy buen estado de ánimo para corregir una novela. Yo apenas me deprimo, quiero borrarlo todo. Apenas me duelen los pulmones, creo que es porque estoy desanimada y no me imagino siquiera la bronquitis.

Supongo que nadie se muere de una bronquitis desatendida, pero qué malestar.

Unos consejos para todo aquel que haya terminado de escribir una novela y se disponga a corregirla:

1.- Nunca corrija con bronquitis.
2.- Hay ciénagas que llaman, pero tenga cuidado porque son de arenas movedizas.
3.- Borrar ciénagas sin escrúpulos, pero sucumbir de vez en cuando.
4.- Un verdadero escritor de novelas sabe cuándo suprimir y cuando sucumbir ante las sinuosas ciénagas del pasado.
5.- No se automedique, mucho menos se autodiagnostique.