lunes, julio 11, 2011

Un dechado de verdades



I

En el mar, mi hijo estaba tan alegre que en medio del tira y encoge de las olas me hizo una confesión:

- Mamá, hoy sólo he dicho una mentira.

Se merecía el mar, entonces, por haber mentido sólo una vez. Sus ojitos azules, dos marcitos chiquiticos, me miraban esperando que me pusiera contenta porque ése era día de una mentira única, tal vez mínima, sin importancia. Se merecía el mar, entonces, mi hijo por haber dicho una sola mentira y , por si esto no bastara, confesarlo.

Yo, indignada, me detuve en seco y casi detengo en mi asombro al mar con sus olas y medusas. Yo, aplastada por la verdad de un hijo mentiroso, dije:

- ¿Qué? Es decir que tu dices muchas mentiras cada día.
- Sí, claro- sus ojitos azules, dos oceanitos, desfachatados.

Yo, que no soy una gran madre y si una desaprovechadora de oportunidades, me despaché con un discurso sobre la importancia de decir la verdad, sobre esa teoría de que una mentira lleva a otra mentira y a otra y a otra y que al final ocurre una gran catástrofe. Y rematé, por supuesto, con Pinocho.

Es que a veces me comporto como una madrecita de aquellas que hablan de cocos, con moralejas vencidas y repetidas a lo largo de generaciones.

Yo, la tonta, me perdí en un discurso que a mi hijo ni siquiera le interesó, que no escuchó por el sonoro vaivén de las olas.

Yo, la absurda, no pregunté lo que debía preguntar: "hijito: ¿cuál fue esa única mentira que dijiste hoy?"

Cuando caí en cuenta de mi error, ya era demasiado tarde. Dos días luego del episodio, no podía yo preguntar cuál había sido la única mentira que había dicho mi niño aquel primer día de playa de este verano.

Hay preguntas que sólo pueden ser formuladas en un momento justo y fugaz. Si no lo hacemos, perdemos la oportunidad para siempre.




II

Una mañana antes de las vacaciones de verano, noté que mi hija comía hundida en el plato de cornflakes. No levantaba la cara, apenas los ojos se despegaban con esfuerzo para mirarme y responder a mis preguntas.

Yo hablaba y preparaba la lonchera. Le preguntaba si comería una manzana, si prefería llevarla cortada, si quería el pan aplastado en la sanduchera o lo prefería al natural. Ella respondía sin levantar la cara del plato. La boca llena.

Entonces me acerqué y le puse una mano en la barbilla y le alcé la cara.

Tenía dos círculos brillantes de escarcha y rubor en los cachetes. Parecía una muñeca, bellísima, de porcelana. Dos círculos de un fucsia oscurecido por el rubor de la vergüenza.

- ¿Te maquillaste? – le pregunté.
- No, es que abrí el estuche y se me cayó un poco el rubor.
- Las cosas no caen hacia arriba – dije y ya iba a comenzar mi discurso sobre la verdad y la mentira que indefectiblemente culmina con el pobre Pinocho, pero me detuve. Y detuve todas las olas y las medusas imaginarias que me rondaban y se regodeaban con mi indignación por el terrible descubrimiento de unos hijos mentirosos. ¿Acaso yo soy un dechado de verdades?

- Hijita – le dije- puedes maquillarte si quieres, pero no para ir a la escuela porque no dejan… - le quité el exceso de colorete, pero le dejé un poquito, que se veía tan bella mi muñequita.


III

Somos un mar de mentiras, qué se le va a hacer.

Somos caritas maquilladas para ir a la escuela. Mentiritas inventadas para distraernos.

Niñas con ganas de maquillarse. Niños que inventan historias. Eso es todo.

¿Por qué me tengo que indignar ante las mentiras de mis niños, prever adolescencias turbulentas, darme golpes de pecho, machacar la moraleja pinochesca?

¿Acaso uno -que ni siquiera conoce sus propias verdades- debe conocer todas las verdades de los hijos?

¿Acaso yo soy un dechado de verdades?