sábado, febrero 09, 2008

Ceguera


Aunque nací en una ciudad grande y atormentada, toda la vida he vivido en pueblos ganaderos o pueblos marinos. Y, lo que me faltaba, ahora vivo en una comunidad agrícola. Entre el hedor del repollo y el trigo (a veces verde, a veces dorado) Un brevísimo retorno a Caracas me mostró cómo se nota y se huele que uno es del campo o por lo menos eso es lo que uno cree, paranoico. Siempre me he sentido como si llevara un cartel que dijera “soy del interior”, de donde todo es monte y culebra. A eso atribuí que en Caracas haya sido carne fácil para asaltadores y tramposos. En ciudades más primermundistas, fui aquella que rompe el lavamanos para que deje de echar agua o se asusta con el basurero que habla. Eso sí: siempre he disimulado con aplomo y soltura mi condición provinciana. En la mayoría de los casos he pasado por excéntrica, insólita, rara.

Ahora, que realmente vivo en la nada, voy dos veces a la semana a trabajar a la gran ciudad (desatormentada y mediterránea) que me queda a una hora de viaje. Allí voy, disimulando mi olor a repollos o a duraznos –depende de la estación- , limpiando a cada rato mis botas llenas de polvo, evitando asombrarme de cualquier cosa. Encubriéndome.

Pocas veces tomo autobuses dentro de la ciudad, prefiero unas vans que me recuerdan a las camioneticas de mi patria, pero en una de esas no me quedó más remedio. Así, un día me metí en un autobús lleno de gente. El único puesto libre era uno extremadamente pequeño, al lado de una chica. Yo no noté el tamaño del puesto hasta que me senté, empotrada entre la chica y el apoya brazos. Raro, pensé. ¿Por qué habrán hecho este puesto doble cuando en realidad parece uno y medio? Pero en el fondo me alegré de caber: Después de todo no estoy tan gorda – pensé mientras acomodaba el trasero mejor en aquel puestico y mirando a la chica, delgadita, como quien ve a su doble. La chica trataba de no mirarme, aunque de vez en cuando me echaba un vistazo retrechero, antipático, que olía a perfume de última moda. Ella ponía la mente en blanco como cuando estamos adosados a miles de seres humanos en un ascensor ministerial. Subía la mirada, respiraba de puntillas, evitando más contacto conmigo: suficiente ir pegadas como hermanas siamesas. A veces no podía evitar mirarme como diciendo “cómo se le ocurre a esta tipa sentarse a mi lado”. Y yo, con mi paranoia, pensaba que era por mi olor a comunidad agrícola, el polvo de mis botas o lo arrugado de mi abrigo.

Apenas se liberó algún otro puesto en el autobús, la chica salió despavorida (y como un corcho, luego de algún esfuerzo para desencajar su trasero de entre la ventana y mis caderas) Y yo, para disimular mi condición extraterrestre, me encogí de hombros y puse cara de estar más allá del bien y del mal.

Momentos antes de llegar a mi parada ví un cartelito al lado de mi asiento que decía: “Silla especial para persona invidente y su perro guía”.

Me reí y me dije a mi misma: Bueno, “el que no sabe es como el que no ve”.