martes, abril 28, 2009

Mis desvíos en Hermano Cerdo


En el número 23 de la revista digital Hermano Cerdo, una de las mejores y más lindas de la web, tuvieron la bondad de incluir mis desvíos en la parte de "ensayos" y les pusieron esta ilustración tan espectacular.


Y entre los libros cerdos, mis jardines!


Gracias a la porcina hermandad!


jueves, abril 16, 2009

Máquina de mariposas

Estaba sentada en la mesa de dibujo, mi niña. En la mesa de dibujo de su guardería. Estaba tan concentrada dibujando que ni siquiera me vio llegar, así que me quedé mirándola de lejos. Me encanta mirar de lejos a mis hijos, mirarlos cómo son cuando están sin mí. Ella terminó su dibujo y lo metió en un sobre que luego también decoró con más dibujos. Cuando terminó, me acerqué. "Te preparé una sorpresa" – me dijo. Abrí el sobre y vi el dibujo: mariposas de todos colores saliendo de una especie de cubo sacudido, con rayas que mostraban vibraciones, todo en perpetuo movimiento. Maravillada, le pregunté que qué era. "Una máquina de mariposas" – me dijo. Asombrada, le pregunté si eso lo había visto en un libro o en la televisión. "Lo inventé" – respondió. Feliz, me quedé con la máquina de mariposas en la mano.
Se me había hecho tarde para ir a buscar a mi niño, así que salimos corriendo hasta él. Lo buscamos, los monté a los dos en el carro, cada uno en su silla, tiré todo lo que tenía en la mano en la silla del copiloto: ropa sucia, dibujos, un morral de Pokemon, una máquina de mariposas, mi bolso. El calor no se aguantaba porque era uno de esos días en que el clima da muestras de su quiebre: de pronto, en medio de la primavera fresca y florida, vienen vientos calientes arrastrando polvos y alacranes. Un accidente atmosférico, la calina. Un calor extremo, la canícula. Palabras éstas que nunca usé en mi tierra, porque –creedme- allá solo hay calor y calorones, mientras que aquí el calor tiene mil formas, mil palabras. Palabras que traduje como calina, canícula, simún. En fin: que hacía un calor terible, que el carro no tiene aire acondicionado, que nos sentíamos como en un horno y que íbamos a visitar a unas amigas de mi niña que viven a media hora de casa.
Llegamos horneados, las mejillas de mi niño explotaban en rojo, daba miedo ver sus ojitos azules en medio de una cara achicharrada. Mi niña era un mar de sudores. Nos bebimos la última gota de agua de la botella y nos bajamos del carro con muchos tropiezos: suéltate el cinturón, no bajes tu morral, déjale agua a tu hermana, no se les ocurra cruzar la calle sin mí. Cuando agarré mi bolso, me traje sin querer la máquina de mariposas.
La casa estaba tomada por las niñas: dos grandes y una bebé. La madre estaba exhausta, decía que no paraba de limpiar y recoger juguetes todo el día. Mis hijos entraron en acción inmediatamente: correr, jugar, comer chucherías en cualquier rincón. Las niñas prendieron la radio y la televisión al mismo tiempo, pusieron a cantar todos los juguetes con música, sacaron los disfraces, los trenes, los colores. El piso se volvió un mar de migas que la bebé recogía y comía libremente. Yo trataba de detener al menos a mis hijos, pero la madre decía "déjalos, déjalos, son los que menos desorden hacen". En algún momento la madre y yo pudimos sentarnos a tomar un té, hablamos un poco. De pronto la madre hizo silencio, me encontré a mí misma hablando sola en una lengua que no es la mía - que si he de hablar sola, que sea en mi lengua -. Me sentí ridícula. Me callé. Los ojos de la madre se fueron poniendo vidriosos. Va a llorar, pensé y me dio vergüenza mirarla. Luego me di cuenta de que en realidad se iba quedando dormida a pesar del escándalo que hacían los niños y de la bebé que gateaba a su libre albedrío en un piso muy sucio.
La dejé que se durmiera y me encargué de la bebé, de evitar que se comiera los chicles que habían pegado sus hermanas debajo de la mesa o las migas que habían quedado frente al televisor. También traté de poner un poco de orden: barrí, llevé los platos y vasos al lavaplatos, pedí a los niños que recogieran los disfraces.
Cuando la madre se despertó, el desorden era menos avasallante.
A la hora de irnos, comenzaron los problemas: que no, que por qué tan pronto, que no hemos jugado casi nada. Entre llantos y berridos de niños propios y ajenos, salí huyendo de aquella casa.
La calina se había quebrado. Un airecito fresco nos acompaño de regreso.
Pero en casa, otra tormenta: olvidé la maquina de mariposas en aquella casa tomada por niñas. Mi hija lloraba desconsoladamente y cada una de sus lagrimas me dolía notablemente. ¿Por qué no guardé la máquina de mariposas en mi bolso cuando me di cuenta de que la había sacado del carro sin querer? ¿Será posible encontrarla en esa casa llena de muñecas, trenes y migas? ¿ese agujero negro de niñas? ¿ese triángulo de las bermudas de juguetes? ¿esa anarquía de plastilina y colores?
Lloraba mi hija para afuera y yo lloraba para adentro.
Al rato, cuando pudo escuchar todos mis consuelos y se calmó un poco, me dijo: "esta bien, te voy a hacer otra sorpresa"
Al otro día en la mañana, apenas se despertó, se dispuso a dibujar no sin antes decirme: "ya no estoy triste, pero todavía pienso en la máquina de mariposas". Yo también, hija – le contesté – Haremos una expedición para recuperarla, pero en caso de que no la encontremos tienes que saber que yo nunca la voy a olvidar, que va a estar en mi corazón siempre.



La ilustración es de Ana Ventura

domingo, abril 12, 2009

La memoria de la lengua


Tengo que confesar que me molesta notablemente leer en la lengua que me rodea y no sólo porque es otro su alfabeto, sino porque no me gusta como suena. En esta lengua todo me suena a calle y a mercado, a hombre gritando ofertas con palabras que pasan rozando unas encías cariadas, a fanatismos y a exabruptos. Yo sé que esto es muy personal y que para mucha gente los sonidos de esta lengua son sinónimos de viejas liturgias, palabras ancestrales, místicas o memoriosas. Pero mi acercamiento a esta cultura ha sido otro: más que místico, callejero. Más que memorioso, de supervivencia. Más que religioso, de gritos. Entonces las palabras se preñan de significados inmediatos y dejan atrás toda su genealogía.

Qué me perdonen los grandes poetas de esta lengua, pero a mi no me gustan sus sonidos ni sus palabras. Ni su sintaxis desnuda ni sus mezquinos tiempos verbales. Amos Oz traducido al español es de una belleza inenarrable, pero si lo leo en hebreo me parece tosco y violento. Lo más probable sea que todo esto se deba a mi ineficiencia lingüística: yo hablo este idioma sólo por necesidad, no uso bellos términos ni hago chistes, no uso juegos de palabras ni dobles sentidos. Pero yo hablo este idioma, no se me mal entienda. Lo hablo pero no lo disfruto.

A veces pienso en esos escritores que han tenido que abandonar sus lenguas maternas, para escribir en un idioma que les es ajeno. Pienso en ese proceso por el cual han tenido que apropiarse de un lenguaje otro, aprender a usarlo correctamente, enamorarse de él. A veces pienso en que como están las cosas, este destierro y esta extranjeridad son lo único que tengo y que debería abrazar esta lengua, leer en esta lengua, escribir en esta lengua. De momento, no puedo. Aunque Agota Kristof diga que ella hubiese podido escribir en cualquier lengua, yo pienso que para escribir hay que mantener una relación amorosa con la palabra. Probablemente me equivoque, tal vez la relación que mantienen estos escritores des-lenguados con el idioma en el que se ven obligados a escribir sea una de tensión o amor-odio, pero en mi no hay ni siquiera eso. Yo hablo este idioma y es posible que algún día pueda leerlo sin tantos tropiezos, pero no estoy segura de que pueda escribirlo porque mi relación con él es utilitaria y no placentera.

Pero no todo son quejas: hablar este idioma me ha hecho repensar el mío propio...

Toda este palabrerío es porque en estos días leí una novela de David Grossman titulada en español: "La memoria de la piel" y deliré de felicidad ante la hermosura de ese título. Qué belleza! Qué poesía! Enseguida quise saber su nombre en hebreo y era este: "Ba guf, ani meviná". No lo podía creer! La traducción literal de esa torpeza de título es: "Con el cuerpo, yo entiendo" y gracias a la bondad del traductor tenemos: "La memoria de la piel" ¿Bondad, licencia poética o abuso? No sé hasta que punto sea correcto cambiarle el título a una novela o película, pero en este caso no pudo ser más acertado. Así, me pregunto si todos los traductores se toman atribuciones de este tipo, o si sólo fue el de esta novela porque en este caso decir "Con el cuerpo, yo entiendo" es una verdadera desfachatez, una torpeza y hasta una grosería. Así tenga que ver directamente con la trama, es un título espantoso. "La memoria de la piel" es más metafórico y en un sentido oblicuo y mucho más rico no sólo está estrechamente relacionado con la trama, sino que aporta una connotación especial que rescata o resalta un significado más profundo de lo narrado.

Si algún crítico pretende hacer un análisis de la novela que tome en cuenta el significado al que apunta el título, pues que sepa que ese título es la lectura del traductor y no la intención del autor.


Yo creo que la lengua se va construyendo sobre memorias. Algunas veces, en nuestro propio idioma, podemos recordar cómo aprendimos una palabra. O tal vez no lo hacemos de forma consciente, sino que una palabra nos trae reminiscencias, imágenes o sensaciones. Cuando aprendemos otra lengua, este proceso es más consciente y entonces las palabras, casi todas, nos traen memorias. No sé explicarlo, pero, por ejemplo: yo aprendí la palabra mostaza cuando comenzó la guerra en Irak, después de la caída de las torres gemelas. El narrador de noticias la repetía a cada rato "jardal, jardal, jardal". Alguien me dijo que "jardal" era mostaza, que se hablaba de la posibilidad de que este país fuese atacado con gas mostaza. Desde entonces, la palabra mostaza me recuerda a guerra y a mascaras antigás. Un pollo a la mostaza dicho en hebreo me suena fatal.

Mi memoria de esta lengua generalmente no es grata. Mi relación con ella, tal vez por eso, tampoco.
PS: desde ahora, me enserio con las imagenes y cito fuentes. La de este post es de Cherry Wood

miércoles, abril 01, 2009

Los niños de Agota Kristof

No quería leer libros narrados por niños, o por narradores en primera persona que recuerdan o hablan desde su niñez, pero insistía en agarrar libros al azar de las repisas de la biblioteca de Alejandría.

Pensé: Tal vez deba leer a Marsé y tome "Rabos de lagartija". Una vez en casa, al abrirlo, salió la voz de un niño y recordé esas colecciones de rabos de lagartijas que hacían mis primos en el calor infernal de Ciudad Bolívar. Cortar rabos de lagartijas y juntarlos en un frasco de mayonesa vacío por el solo placer de mirarlos retorcerse hasta quien sabe cuando, separados de sus cuerpos y sin ninguna esperanza. Moviéndose para nada.

Cerré el libro sin pasar de las primeras líneas y abrí la siguiente adquisición azarosa: "El libro de la gramática interna" de David Grossman. No lo podía creer: otro niño.

Devolví los dos libros, no sin antes comentarle a la bibliotecaria que no los había leído, que tal vez eran una joya de la literatura contemporánea, pero que en estos días no me provocaba leer libros narrados por niños o adultos que recuerdan la niñez.

El tercer libro no lo agarré de esa biblioteca sino del éter. A nadie sorprenderá que diga que se trataba de otro libro sobre/de/con niños. No vi la portada, porque el éter a veces no nos ofrece portadas, así que entré de lleno en "El gran cuaderno" y allí me quedé, con esos gemelos sucios y retorcidos, arrugando el estómago a cada dos páginas y convertida desde ya en fan de Agota Kristof, esa mujer increíble, ese monstruo de la narrativa.

"Claus y Lucas" contiene la trilogía sobre los gemelos perversos que escribió Agota Kristof cuando por fin pudo dominar el idioma que la rodeaba. Que hubiese escrito en cualquier idioma, ha dicho en algunas entrevistas esta autora húngara que emigró a suiza en 1956 huyendo de las tropas del "Pacto de Varsovia" En Suiza fue obrera de una fábrica de relojes por no tener idioma, pero se apoderó como pudo del francés y publicó su primera novela en 1986, a los 50 años. Agota Kristof forma parte, además, de esa serie de escritores que han escrito en una lengua que no es la suya que a mí particularmente me apasionan porque creo que son capaces de construirse una lengua propia dentro de algo que les es ajeno, pero ese es otro tema.

La primera novela de Kristof , "El gran cuaderno", es la primera novela de la trilogía y la única que he leído hasta los momentos.

En plena guerra, una madre se ve obligada a dejar a sus gemelos en casa de una abuela malvada. La novela está narrada desde la primera persona del plural, ese "nosotros" indivisible, de idéntica mirada, de unos niños que se someten a un duro entrenamiento para volverse inmunes al mal y al desafuero que los circunda.

Los gemelos suelen hacer redacciones. Antes de comenzar a escribir, le ponen un título y dicen: "Tenemos dos horas para tratar el tema y dos hojas de papel a nuestra disposición". No en vano la novela está formada por pequeños capítulos o escenas en las que se desarrolla una anécdota en tan sólo dos páginas. Las redacciones que les salen mal, son quemadas inmediatamente; las que les salen bien, son copiadas en el gran cuaderno. Dicen: "Para decir si está "bien" o "mal" tenemos una regla sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que hacemos"

Así los hechos son narrados en presente, como si acabasen de ocurrir y los gemelos nos los estuvieran refriendo inmediatamente con un lenguaje despojado y seco. Continúan: "Por ejemplo, está prohibido escribir "la abuela parece una bruja". Pero si está permitido escribir "la gente llama a la abuela ´bruja´". Así, no dirán: "El ordenanza es bueno", sino: "El ordenanza nos ha dado unas mantas".

Este es el proyecto de Agota Kristof: escribir una historia en la que nada es superfluo, directa, que no explica ni hace juicios de valores, sino que muestra. Estos gemelos preadolescentes establecen una serie de normas para la escritura de esa especie de diario común que llevan en el gran cuaderno que son las pautas de escritura con las que Kristof arma esta corta pero rotunda novela.

Los gemelos concluyen que: "Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos, de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos"

Aunque no quería leer novelas narradas por niños, el "nosotros" de estos gemelos me atrapó irremediablemente. Tal vez porque quería leer una novela escueta, sin valoraciones ni largas opiniones, sin imágenes ni sentimientos, narrada en un presente feroz.

Desde ahora, en mi altar de maestras: Agota Kristof.

Sigo leyendo.