martes, marzo 24, 2009

Mi propio Idaho

No estaba en mi bolso, tampoco en el bolsillo del abrigo. Como un segmento de oscuridad iluminado de pronto por un fogonazo, mi memoria lo vio sobre la mesita de noche conectado a la electricidad, cargando batería. Allí se había quedado, con su rosado eléctrico, porque se me había ocurrido a última hora que no era conveniente salir con el teléfono casi descargado, aunque bien podría haber llevado el cargador o usar esas máquinas que por una moneda de 5 te cargan el teléfono porque tienen cables para alimentar a todos los modelos de teléfonos celulares posibles. Pero la verdad es que esas máquinas me dan miedo. Están apostadas a lo largo de la plataforma de salida de los autobuses y no paran de decir cosas como "¿olvidó cargar su teléfono?", "venga, le cargamos el teléfono", "no hay ningún problema" y muestran un sin fin de cables de colores diversos y tipos heterogéneos. Sabía que me enredaría en esos cables al tiempo que me entraría pánico al escuchar de tan cerca esa voz de mujer metálica diciendo "No hay ningún problema", "No hay ningún problema", por eso preferí cargar mi teléfono en casa, aunque fuesen unos minutos antes de salir corriendo a la parada del autobús. Y allí quedó, alimentándose en exceso.
Apenas llegué a la estación central, busqué un teléfono público para avisar que estaba destelefonada (horror: incomunicada). Se sabe que los teléfonos públicos son una especie en extinción, pero yo había visto uno debajo de una escalera mecánica. Un teléfono anaranjado y siempre solitario, sombrío, con una especie de dignidad de sobreviviente, un viejo que muere de soledad pero con decoro debajo de esa escalera en el rincón más frío y lúgubre de una estación central cada vez más parecida a un universo descompuesto.
Dos hombres estaban frente a aquel artefacto de otros tiempos. Uno era viejo, canoso, de piel curtida y llena de penetrantes arrugas. Vestía con una cierta formalidad barata y aburrida: chaqueta negra, camisa de cuello y botones. Tendría entre 55 y 60 años. El otro era tan bello que parecía un ángel. El ángel le pedía al viejo que llamara y le daba una moneda de uno. El viejo iba a llamar, pero se paró en seco cuando me vio. Dos ojitos brillantes en medio de un mar de arrugas y pliegues morenos. Yo también me paré en seco cuando lo vi viéndome. Pensé: Hubiese sido mejor enredarme en cables y escuchar de cerca esa voz supuestamente tranquilizante que repetía de forma psicótica que no hay ningún problema, no hay ningún problema. Quise devolverme, pero ya estaba allí, debajo de esa escalera. El ángel también me vio: su piel era blanquísima y limpia; sus ojos azules infinitos; su cabello escaso y crema. Vestía con la misma formalidad barata que caracterizaba al viejo, pero en él –que tendría unos 20 años como máximo- era más bien ese estilo de quien acaba de llegar de Rumania, Albania o cualquier país centroeuropeo, que no todo en Europa es Versace. El ángel me vio y yo no sabía si reírme o ponerme a llorar porque si todo en él era bello, había algo que no cuadraba en esa escena, algo que tenía que ver con el mohín de su boca. Una boca violenta en medio de una cara inmaculada. Una boca gastada. Unos dientes negros. Un aliento de demonios. El viejo se negó a llamar en mi presencia. El ángel lo vio con ojos que echaban fuego y exhaló un vapor oscuro por los orificios de la boca y la nariz, un vapor de resignado enmarcado en cejas de aburrido. Rudimentariamente, a sabiendas que la lengua en la que hablaba no era la suya, propuso: tal vez podían ir a comer algo. En una cartuchera guindada de la correa del viejo tintineaba la lucecita verde de un teléfono celular que no sería usado porque esa llamada no debía quedar registrada. Yo no podía ya mirarlos más, distraídamente había interrumpido una transacción que sólo se podía llevar a cabo desde el anonimato de un teléfono público, por eso bajé la mirada y me dediqué a estudiarles los zapatos clásicos, de trenzas, imitación de cuero, tal vez huecos en la suela del más joven, tal vez una mejor imitación los del más viejo. El viejo, con un mueca me dijo "llama tú", se apartó del teléfono y se echó a caminar. El ángel contrariado lo seguía sumiso y perverso, camino a Sbarro, tal vez comerían una pizza y esperarían desde lejos a que me fuera.

Tomé el pesado auricular. El teléfono era un viejo que moría de soledad en una casona abandonada a veces visitada por pillos.

Otro fogonazo en la penumbra de mi memoria: River Phoenix despertándose en el suelo de una carretera solitaria camino a Idaho.