martes, septiembre 29, 2009

Pepinos dentados


Mi niño no come pepinos, porque los pepinos tienen dientes, mamá – me dice muy serio y convencido. Veo el pepino cortado a lo largo sobre su plato de spiderman y es cierto, las semillas son dientes de leche - delgaditos y transparentes- que nacen de una encía verde claro, casi blanca. ¿Qué le puedo decir? Pues que se coma los dientes que son blanditos. Sí, sí, hijo, el pepino tiene dientes, pero no muerde. Pero ya sé que no comerá pepino hasta que deje de verle los dientes. Y cuando deje de verle los dientes al pepino, tal vez comience a ver la realidad de una forma más realista y eso me entristece más que toda la gama de vitaminas que queda desperdiciada en el pepino abandonado en el plato. Que no coma pepino, mi hijo, y que siga mirando dientes y soles que se meten en los árboles y cambiando las palabras y hablando con metáforas. No soy una gran madre, no me preocupo en extremo por la alimentación de mis hijos, pero me preocupa que mi niño deje de ver poesía en cada palabra o deje de jugar con la comida o deje de encontrarle dientes al pepino y ojos a los panes. O que mi hija deje de contar historias con la boca llena mientras la comida se le enfría en el plato.

A veces, no lo puedo evitar y me convierto en una máquina de dar instrucciones o de negar. Come con la boca cerrada, siéntate en la silla, no tomes más jugo, no comas más pan. Me pregunto si ese será el fin último de una madre. De pronto me escucho y me aburro de mí misma, entonces dejo que los niños hagan lo que quieran para poder comer en silencio. Así como y a mi alrededor los niños están felices. Uno le habla al pepino, la otra se sirve a cada rato jugo. Uno come con las manos, la otra habla con la boca llena. Felices todos, eso sí, porque yo soy de las que les gusta comer callada y ellos son de los que les gusta comer hablando, bailando, brincando. Yo sigo callada, educando con el ejemplo, aunque nadie diría que estoy educando nada ....

Un día escuché a una niña que le decía a su madre que el sol era una naranja. La madre se encargó de recalcarle que el sol PARECIA una naranja... " porque tu y yo sabemos que en realidad es el sol, ¿verdad?" – decía la madre, con tono preocupado. En estos días mi hijo vio un tren azul cobalto y dijo "azul lluvia, mamá". Desde entonces existe en la gama de nuestros colores el azul – lluvia. Una "madre sensata" habría dicho: "todos sabemos que la lluvia no es azul, hijito, es sólo que ese color se PARECE al de las nubes cuando llueve" . A mi me parece insensato explicar que la lluvia no es azul, que el sol no es una naranja, que el pepino sólo tiene semillas y no dientes.

Creo que el fin último de una madre no es convertirse en un pepino dentado para comerle la imaginación a sus hijos, pero tal vez me equivoco.

miércoles, septiembre 16, 2009

Una década y tres guerras



Casi en el inicio de este nuevo siglo me mudé a Israel. Acababa de comenzar la Segunda Intifada, con la subsiguiente oleada de atentados suicidas y sus correspondientes represalias, pero yo llegué con maleta ligera, sin prestarle mucha atención a los titulares de los periódicos que anunciaban ataques terroristas, bombas y muerte de este lado y del otro. Llegué sin lengua: no conocía otra palabra en hebreo, más que "shalom". Llegué sin historia: el judaísmo, el holocausto, el sionismo, los kibbutzim eran fábulas lejanas vistas en algún libro o película que ni siquiera podía precisar. Palabras nebulosas y desdibujadas. Nada que tuviese que ver con mis intereses o mi realidad. Yo vine a Israel como podría haber ido a cualquier otra parte, a cualquier otro país.
Mi llegada coincidió con los albores del siglo XXI, así mi visión del Israel de principios de este siglo está muy contaminada de esa visión de asombro y perplejidad que tiene todo viajero. Una visión más bien turística, un poco superficial, detenida en detalles sensoriales más que en profundidades. En los primeros meses me dediqué a deambular por calles y mercados, iglesias y ruinas, maravillándome por la historia y por la gente que a pesar de los titulares de los periódicos era feliz y guardaba esa felicidad con mucho celo. En aquellos días, me dediqué a desmentir a las noticias, a entender a esta gente que ha estado asediada durante siglos, a aprender esta lengua acorralada. Israel es un paraíso cuando uno acaba de llegar, incluso en los primeros meses: Los campos sembrados, las piedras llenas de historias, los mares disímiles, los desiertos dorados, las ciudades ruidosas, los sabores y los olores de las comidas. Si uno no se pone a revisar lo que pasa detrás de las murallas o más allá de los puestos de frontera, Israel es una maravilla.
Pero la realidad va asomando sus tentáculos aquí o allá. Mi primer choque con ella vino en forma de una caja que contenía una máscara antigás y una jeringa de atropina. Una caja recibida durante la última guerra de Irak, en el año 2003. La caída de las torres gemelas, tiempo después de mi mudanza a Israel, significó también la caída de mi visión ingenua de la realidad. Aunque veíamos la guerra del Golfo por la televisión, como el resto del mundo, debíamos tener a mano las máscaras antigás por si a Irak se le ocurría lanzar alguna bomba química por estos lados. Si alguien me hubiese dicho que habría una máscara horrible para mí descansando en una caja y esperando ser usada, nunca lo hubiese creído. Un video con las instrucciones para su uso se repetía constantemente en la televisión y yo me preguntaba si la caída de los grandes relatos que pregonó la posmodernidad no había significado también la caída de los fanatismos y de las posibilidades de guerras o conflictos bélicos de cualquier tipo. Al parecer los filósofos se habían equivocado o tal vez fui yo la que entendió mal todo. Terminó esa primera guerra televisada y guardamos las máscaras sin haber tenido la necesidad de usarlas. Dentro de sus cajas, quedaron perdidas en lo más recóndito del closet. Así como dentro de la memoria, el episodio quedó borroneado por la cotidianidad. Sin embargo, la guerra interna seguía manifestándose a través de atentados y bombardeos aquí y allá.
La siguiente guerra, a mediados de esta década, me encontró más endurecida. La lluvia de cohetes Qassam que caía con frecuencia en mi lugar de trabajo y sus alrededores, me sirvió para no asombrarme con la lluvia de cohetes que tuvo lugar en el verano del 2006 en el norte del país y que desencadenó la segunda guerra del Líbano. Esta década que se inició con la Segunda Intifada ha estado signada por una violencia continua que de alguna manera ha sido asimilada por la gente como un hecho cotidiano. Pero también hay quienes la niegan: para algunos Gaza o Beirut están tan lejos como Kabul. Sea como fuere, el común de la gente suele aferrarse al día a día, una de las mejores armas que posee el israelí en contra de una realidad que generalmente le es adversa. Y yo, aunque siempre me pregunto si es justo que la rutina no se rompa en situaciones bélicas, no niego que también hecho mano de este recurso, este refugio antiaéreo personal.
La realidad israelí conjuga de una manera asombrosa la tranquilidad del día a día con la violencia bélica y la intolerancia religiosa. Y con el paso de esta década está mezcla disímil se ha ido afianzando: por un lado hay una guerra enmascarada que se traduce en atentados palestinos y represalias israelíes, con sus altos y sus bajos; por otro lado la gente sigue trabajando, viviendo, tratando de ser feliz, las calles llenas, las playas, los niños en todas partes. Es difícil, para quien no está acostumbrado, vivir o entender esta dicotomía.
La tercera guerra se produjo a algunos kilómetros de mi casa. De tanto pasar cerca de los bunkers y los refugios, no se hace extraña la idea de que algún día deban ser usados.
Yo desconozco otro Israel que no sea este, el de esta década signada por tres grandes conflictos bélicos y sus repercusiones a nivel moral, social y económico. Me suenan a cuentos de ciencia ficción las historias de amigos israelíes contemporáneos conmigo, esas en las que ellos, de niños, solían ir a pasear con toda la familia cada sábado en la mañana por Gaza, se bañaban en sus playas, comían el mejor pescado del mundo en sus restaurantes, compraban frutas y vegetales en sus mercados. Las historias de la gente mayor me parecen mitos fundacionales. Y cada vez escucho más voces disidentes entre mis estudiantes que acaban de salir del ejercito, un porcentaje cada vez mayor de ellos hacen lo imposible por no enrolarse o van como quien se entrega a un castigo. Creo que esta década se ha encargado de apagar los ideales de paz y las esperanzas de mucha gente. Cada vez más personas añoran épocas pasadas en las que la paz parecía más posible.
Mi visión de Israel también ha ido fluctuando hacia el desencanto, aunque ahora mi maleta ya no está tan vacía: He ido incorporando la lengua, la historia y de pronto me descubro emocionada por ciertas canciones, ciertos lugares, ciertas leyendas, ciertas palabras y ciertas personas interesantes de este país. Ya no es la emoción de lo extraño, la curiosidad turística o antropológica, sino el amor por lo cercano, el gusto de reconocerse en las cosas y objetos, la identidad, la nostalgia incluso. Mi relación con Israel es de amor y desencanto a un mismo tiempo.



(este texto salió publicado en la edición del Nuevo Mundo Israelita de Caracas esta semana)

sábado, septiembre 05, 2009

De jardines y desvíos


En "500 ejemplares", el mejor blog venezolano de crítica literaria, acaban de publicar una reseña de mis jardines. (la ilustración de este post la tomé de allí)

Y en la página de Enrique Vila-Matas, mis desvíos!
¡No me puedo quejar!

martes, septiembre 01, 2009

Cajas, estaciones, ojos


Parece mentira que yo me alegre porque al parecer va pasando lo peor del verano y nos encaminamos a ese otoño aún caluroso de esta parte del mundo. Yo, que soy fanática del calor ... Pero así es: estoy alegre de sentir ese rayito de fresco en las mañanas, esas mañanas más oscuras, esos días menos crispados, ese calorón que se va yendo, aunque nadie, sólo yo, lo sienta. Los demás me miran como si estuviera loca porque ya no prendo el aire acondicionado o le compré zapatos deportivos a mis hijos para que ya dejen de usar todos los días sus sandalias.

Últimamente los cambios estacionales siempre me alegran. Bueno, todos menos el paso del otoño al invierno. Del resto, me alegro porque de pronto llegan las flores, o el aire huele de otra manera, o porque el sol comienza a tostarlo todo, o porque el calor se va disolviendo. En Venezuela, donde no hay estaciones –lo aclaro para mis 2 lectores interestelares- lo único que se espera es que llueva para que el calor se aplaque o que deje de llover de una buena vez.

Últimamente los cambios estacionales también me llegan junto a cajas grandes o pequeñas del correo. El invierno vino junto a una caja forrada en tela blanca que traía 36 jardines, mis libros. Me preguntaba en ese entonces, con ese frío blanco y mientras destrozaba la tela blanca también que cubría la caja, a quién podría darle yo esos libros. Sorprendentemente, los fui dando aquí, allá, por correo o de mano en mano, y me quedé sin nada. Bueno, con uno sólo, el mío, que procuro no leer pero que de vez en cuando hojeo.

La primavera me trajo libros de amigos internéticos. Amigos de esos que uno nunca ha visto, pero que lee en la web. La primavera me trajo sus libros y una felicidad inaudita de flores abriéndose.

El verano me trajo otro libro de una escritora a quien si conocí personalmente y con quien quedé maravillada por toda la belleza que irradia y por su sabiduría.

Este pre-otoño me llegó con una caja llena de 20 jardines más y 12 libros de un poeta venezolano olvidado, quien –además- es primo de mi mamá. O debería decir "fue" porque murió sin que yo llegase a conocerlo.

Veo en sus fotos los ojos que se repiten en varios miembros de la familia. Ojos italianos o franceses, de Córcega en todo caso. Ojos que me estremecen, porque aunque nunca los ví en persona o no los recuerdo, me son infinitamente familiares. Si estuviese vivo y me lo encontrara en la calle de casualidad, hubiese sabido inmediatamente que formaba parte de mi familia materna.

Ahora comienzo a leer sus libros y a meterme de manera oblicua en su historia, que en algunos puntos es también la historia de la familia. Porque no sólo reconozco en sus ojos a otros ojos familiares, sino que algunas de sus palabras me remiten a los mitos de mi abuela, a esas historias contadas entre tías, a algunas frases de mi mamá, a una manera de relacionarse con el mundo que se repite como sus ojos, con leves diferencias de color o tamaño, aquí o allá.

Agradezco al azar la suerte de que me haya tocado hacer una antología de su obra porque leerlo es toda una experiencia de descubrimiento literario y genealógico.