domingo, marzo 23, 2008

La Jerusalén de verdad



Ayer estuvimos en Jerusalén. No la Jerusalén de verdad –como la llamó mi niña – sino la anónima. Yo quería conocer Talpiot, Kerem Abraham y todas esas zonas de las que habla Amos Oz en “Una historia de amor y de oscuridad” (debo pedir disculpas a la traductora de la novela, pues si bien traduce el nombre de algunas calles –como me quejé en un post anterior y ella sabrá por qué lo hace- el de otras lo deja tal cual. Es así como Kerem Abraham es Kerem Abraham y no “El viñedo de Abraham”, o ¿la vid?) En fin, que quería yo conocer –hasta donde es posible – esa Jerusalén cotidiana - antiquísima, pero cotidiana- de edificios claustrofóbicos de piedra crema, geranios muriéndose de sed en los alfeizares, ropas tendidas, polvo y más polvo. Así, ayer, un día de calores primaverales que presagian un verano seco e infernal, nos montamos en el carro repletos de agua y juguetes y nos fuimos a dar vueltas por las calles y callejuelas de la mítica ciudad dorada, centro del mundo. Y nada de lo que yo pueda decir de Jerusalén no se ha dicho antes. ¿Cuántos libros la nombran? Demasiada historia en aquellas piedras, incluso en las piedras menos turísticas y cotidianas. Pero razón tiene Oz –mi maestro, ya saben – en que cuando uno viaja (o pasea a una hora de casa, en nuestro caso) ve alfeizares y geranios, ve gente de negro y de prisa, pero no puede entrar a sus casas. Leer, en cambio, es entrar a esas casas, a esos cuartos, mirar qué comen, cómo duermen o aman o sufren los otros. Esos hombres de negro y de prisa. Esas mujeres de alfeizares resecos, que cierran las ventanas ante la curiosidad de nuestros ojos, estremeciendo los geranios. Leer es entrar a donde se nos niega la entrada. Pasear es imaginar la vida más allá de las pestañas, pero leer es verdaderamente entrar. Con todo esto no quiero decir que no valga la pena viajar (si me ponen a escoger entre un billete de avión y un libro, demás está decir qué es lo que escojo)
Ayer paseamos por Talpiot, por Kerem Abraham, por la calle Sofonías, por algunos de esos lugares de los que habla Oz, porque luego de entrar a aquellas casa queríamos verlas por fuera. Por otros lugares no pudimos siquiera pasar: las religiones cierran el paso a turistas de pacotilla. Si entras al otro lado de la ciudad, te tiran piedras. Si te quedas de este lado, pero unas cuadras más allá, lo mismo. Una ciudad divididísima. Otros lugares ya no existen: guerras hambrientas devoraron hasta los cimientos. Y el tiempo, pues, que también hace lo suyo, porque a lo cotidiano nadie lo restaura, generalmente. Y es allí cuando leer es, además de llave de todas esas puertas, máquina del tiempo y salvoconducto.
En un mirador nos detuvimos a comer helados. Desde allí mi niña vio la Jerusalén de las postales, la de la cúpula de oro y la muralla, y dijo: “Allá está la Jerusalén de verdad” (ella la llama “ierushalaim”, en hebreo) Otro día vamos a ir a verla de cerca – le prometí.
Entonces recordé mi primera vez en La vía dolorosa y el Santo Sepulcro y me dio escalofrío. Leer – dice Oz - es ir más allá de las murallas, pero en ciertos lugares los adobes se dejan leer –con interferencias y desorden, como miles de voces hablando sin concierto- y producen estremecimientos. Aquella primera vez en ese sepulcro negro y recargado, entramos por despiste en un lugar mucho más negro, como si el fuego lo hubiese pintado, y vimos cuadros quemados y huecos que eran túneles. Fue una imagen tan densa que me produjo pesadillas. Yo, que defiendo a capa y espada mi levedad de conga y fast food, me puse pesada (y me pongo no más de recordarlo). Aquella noche me desperté gritando. Desde entonces sólo he vuelto a entrar para complacer a visitantes (todos quieren ir allí) y nunca me he sentido bien. Demasiado dolor, demasiada unción, demasiados años, demasiados gritos, demasiados curas, demasiadas religiones, demasiados arrepentimientos flotando en el aire como oraciones aplazadas. Incluso: demasiados mercaderes (y mira que yo soy consumista) Hay piedras que se dejan leer, como si de pronto se nos mostraran en imágenes, nos vuelven videntes. Yo no estoy preparada para sentir el misticismo de Jerusalén. Sólo sus fachadas cotidianas. Sólo su gente tan disímil. Traspasar los portones comunes de la mano de Amos Oz, que sea él quien me guíe, quien ordene el desconcierto, quien me cuente la historia de lo ínfimo y de lo humano.

Demasiados predicadores en Jerusalén: hasta un guía turístico que irrumpió de pronto entre los juegos de mis niños predicaba desde lejos el significado de la disposición de la ciudad. Señalaba muros, molinos, templos que se veían desde el mirador. Explicaba como quien da misa. Nosotros le huimos al evangelista para turistas y a sus borregos y nos sentamos debajo de un árbol para seguir lamiendo nuestros helados que se derretían raudamente con el sol del centro del mundo. Un sol rabioso.


Demasiadas Jerusalenes en Jerusalén. Habrá que ver cuál es la de verdad.

jueves, marzo 13, 2008

La novela como foto de feria


Dice Amoz Oz –desde ahora mi maestro- que la novela es como una foto sin cara, de esas que usan los fotógrafos de feria y donde la gente mete su rostro para fotografiarse. En una novela el lector debe verse. Una buena obra literaria es una invitación a sacar la cabeza por el agujero del marco de cartón donde está pintado algún héroe o gigante y mirar a la cámara. Y esto dicho por mí suena a bestseller o a telenovela, pero en palabras de Oz es mucho más profundo y complicado: “El espacio que el buen lector prefiere labrar durante la lectura no es el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino el que está entre lo escrito y él mismo”. Cuando un escritor narra un problema mínimo, íntimo, doméstico, incluso con signos autobiográficos, lo sitúa en otro plano, le da universalidad. Lo que vemos en una novela no es la realidad de quien la escribe sino nuestra realidad, algo que nos hace preguntarnos acerca de nuestras propias circunstancias.

La obra verdaderamente literaria hace que sea la cabeza del lector la que sale por el agujero y no la cabeza del autor. Pero también el verdadero lector sabe verse a sí mismo en esa foto de feria.

Aquí están mezclados dos conceptos: novela y lector. Pero no cualquier lector, sino el lector competente. Y tampoco cualquier novela, sino la novela verdadera, metastásica, proteica.

Mucho se ha dicho de la necesidad de contar, que la novela tiene que contar una historia, etcétera. Todo esto es verdad, pero (es que siempre hay un pero) hay novelas que cuentan historias, pero que no mueven hormonas. Historias muy buenas, eso sí, ordenadas, prolijas. Una foto sin agujero.

(Todo esto lo escribo en mi única mañana libre, tiempo en el que debería estar escribiendo mi novela proteica, degenerada, foto de feria. Pero ya ven: es más fácil ponerse a opinar sobre cómo deben ser las cosas en lugar de hacerlas, cual poeta de restaurante chino)

(En la foto: algunos de mis hijos transformados en bailarines de tango gracias al cartón agujereado de un fotógrafo callejero de La Boca. Buenos Aires, 2006)

domingo, marzo 09, 2008

La fiesta la llevo aquí



La bella y sabia Amparanoia

domingo, marzo 02, 2008

descalza en un sótano lleno de alacranes


Este blog no es político precisamente porque “soy de” y “vivo en” países que están sumidos en la política, en los dimes y diretes que allá son regionales y acá internacionales. Y yo no es que no tenga lo que decir al respecto, pero trato de no hacerlo en este espacio porque cuando inventé este diario anónimo y público lo hice para reírme un rato, para hablar de mis pasiones y mis tonterías, etcétera... Aunque este blog nació en medio de una guerra real y verdadera: mientras yo soñaba que bombardeaban Caracas desde el Avila, a mi alrededor eran otros los bombardeos, mucho más reales. Para no mirar la tristeza y la ira de la guerra, traté de evadirme escribiendo este blog y un libro de cuentos que no tenían nada que ver con la realidad, pero –al menos en el caso de los cuentos- fueron escritos con urgencia. Sin embargo, a veces la realidad es inevadible, vuelve en forma de sueños recurrentes e irresueltos. Irresuelta la historia, siempre se muerde la cola. Y es así como me encuentro en medio de nuevos bombardeos, esperando que no se vuelvan más serios, que acaben lo más pronto posible, que no sea esta otra guerra. Y no quiero expresar ninguna opinión al respecto, sólo contar que vivo entre alarmas que anuncian proyectiles, que uno de esos proyectiles cayó en el lugar en donde trabajo y trajo muerte y miedo. Si esto hubiese pasado en Venezuela, se paraliza el país. Pero pasó aquí, en este país regido por la política de “el show debe continuar” y es así como mañana debo ir a ese lugar enlutado, blanco de misiles y de odios, a enseñar español. Enseñar a hablar español mientras nos caen a plomo desde el otro lado y mientras el ejercito cae a plomo desde acá. Ya uno de mis estudiantes me anunció que su facultad se puso en huelga y no vendrán a clase hasta que no haya un cese al fuego. Ojalá todas las facultades y departamentos hagan los mismo. Yo, aunque quisiera declararme en huelga y no dar clases hasta que no haya paz, no puedo dejar de ir. Y la verdad es que me da miedo. Me viene a la cabeza una imagen de Amos Oz: “caminar descalza en un sótano lleno de alacranes”. Así estaré mañana cuando vaya a enseñar español en medio del va y el viene.