miércoles, noviembre 26, 2008

Desvío 1


Lo que más me gusta de una novela son sus desvíos.

Me recuerdan a mi abuela queriendo dar lecciones de moral o de vida a través de algún cuento largísimo y divertido que al final nadie recordaba de dónde había venido ni por qué. Si un novio de alguna de las primas iba a llevar a casa a una amiga, la abuela desempolvaba el cuento de Laila. Laila era una especie de femfatal que acababa de llegar del Líbano y se había mudado en un apartamentico de la populosa Av. Urdaneta caraqueña de los 60, en un edificio cundido de extranjeros: libaneses, judíos, italianos y mis abuelos que eran de la provincia, otra forma de ser extranjeros. Laila no paraba de llorar y de rezongar en su idioma y otra libanesa con un español un poquito más avanzado, atravesado por mucho francés, la consolaba y la traducía a las otras señoras italianas, judías y a mi abuela, yaguaraparera (si es que se dice así) ¿Qué era lo que hacía llorar de esa forma desgarradora a la pobre Laila desde que llegó del Líbano? – se preguntaban las demás señoras entre curiosas y conmovidas. Por chisme o por compasión, las invitaban a tomar café y cada una con un cigarrillo en mano –también mi abuela- se sentaban a escuchar el menjurje linguístico: primero Laila en su idioma de jotas raspantes, luego la otra señora en un español rudimentario. Laila, oscura como la noche, había tenido que huir de un marido malvado que le pegaba y demás; un marido tan malo que no andaba en nada bueno allá en el Líbano y allí las señoras judías temblaban y recordaban la guerra de los seis días, aunque no sé si eso fue antes o después. Lo cierto es que en su carrera, Laila, tersa como una pantera bañada de lluvia, tuvo que dejar atrás a sus dos hijos. Por ellos lloraba desde que había pisado Caracas. Un familiar o un paisano le había prometido ayudarla a resolver desde aquí el problema, apelando a no sé qué procedimiento de derecho internacional, pero antes tenía que conseguir un piso económico, trabajar día y noche en el negocio, como esclava, para reunir no sé cuanta plata y no recuerdo para qué. Tal vez para los pasajes de los niños. Lo cierto es que la pobre Laila llegaba todas las noches a ese edificio de la Av. Urdaneta con el lomo partido de tanto trabajo y el alma quebrada de desconsuelo. Cada vez más flaca, con los labios cada vez más rojos de tanto mordérselos, los ojos cada vez más claros de tanto llanto, Laila subía las escaleras de aquel viejo edificio como un alma en pena y las señoras movidas por el chisme o la compasión, se la llevaban a tomar una sopita o un té, a que comiera algo, pobrecita, que no podía ser que estuviese extinguiéndose así, a fuerza de trabajo, tristeza y poca comida. La que más la consolaba era la otra libanesa, la que fungía de traductora. Otro que comenzó a traducirla y consolarla fue el esposo de la señora libanesa. En este punto debo confesar que no recuerdo si el señor era pariente lejano de Laila o algo por el estilo. Lo cierto es que un día, probablemente la madre desconsolada (la mamacita, porque era de una belleza abrumadora, según mi abuela) ya había reunido una cantidad de dinero suficiente como para tratar de solucionar la separación de sus hijos, se decidió un viaje de urgencia a Beirut. Laila iría acompañada por un hombre que la representara: el esposo de su traductora. Así fue como se largaron y más nunca se supo de ellos. No porque el marido malvado hubiese metido las manos en el asunto, sino porque el amor había nacido entre ellos luego de tantas traducciones y consuelos. La pobre señora libanesa se quedó con 5 hijos en el destartalado edificio de la Av. Urdaneta, llorando para adentro. Las vecinas, por chisme o compasión, la invitaban a tomar un cafecito, a jugar las cartas, a preparar la comida de navidad o de jánuka. El nombre de Laila nunca se mencionó en su presencia. El marido era como si nunca hubiese existido, como si ella hubiese llegado sola de Beirut. Laila era un nombre impronunciable también para mi abuela, como si todo los oscuro estuviese en ese nombre, toda la trampa y la perversión, la trastada y la puñalada trapera. ¿Sabría mi abuela que Laila en las lenguas semíticas quiere decir "noche"? No sé, lo cierto es que cuando mi abuela terminaba su cuento, todas estábamos viviendo en ese edificio de la Urdaneta, preguntando detalles de los demás inquilinos o de nuestras madres. Ya nadie se acordaba de dónde venía la cosa y probablemente el novio que se había ofrecido a llevar a su casa a la amiga, estaba disfrutando de la piel y el reverso de una Laila criolla. ¿Y qué? Si nosotras estábamos metidas en ese cuento, en esos nombres, en Beirut. Perdidas en ese desvío.

domingo, noviembre 16, 2008

Magnificat de Oz


Una mañana de felicidad naranja: me levanto
a las cuatro y media y a las cinco después del café
me siento a la mesa y casi al instante salen
dos líneas perfectas, salen del bolígrafo hacia la hoja
como un gatito elástico que surge tambaleándose de
la espesura, salen y ahora existen como si no se hubiesen
escrito, como si hubieran sido siempre, no mías sino
de sí mismas. La luz de las montañas del este
alarga los brazos sin vergüenza alguna, toca
lugares ocultos y provoca jadeos en todo,
pájaros, copas de árboles, avispas
estamos tan contentos que dejamos el escritorio
y antes de las seis salimos a trabajar al jardín, el narrador
ficticio, los protagonistas de esta confesión
el autor implícito, el escritor madrugador y yo
.


Amos Oz: "El mismo mar"