sábado, octubre 09, 2010

Sombreros y pelucas. Burbujas y ficciones



El mundo da vueltas rápidamente, se encoge, es un pañuelo. Lo que está aquí también está allá. Lo mío ya no es tan mío. Puedo comer el mismo yogurt aquí y en Buenos Aires. Sigo viendo mi serie favorita en Caracas y en Tel – aviv. Pero hay pequeños reductos de resistencia. Lugares a los que la velocidad del mundo no afecta, ni los hilos inalámbricos que unen esto con aquello, ni la moda traducida a cualquier lengua. Si alguien es purista de la cultura creerá que hablo de lugares positivos, pequeños templos de lo autóctono, maravillosas células de resistencia cultural. Siento defraudarlos. Me refiero a lugares regidos por fanatismos a los que tanto bien les haría un poco de cocacola y mcdonals. O Shakira meneando sus caderas. O que les repitan todas las temporadas de Lost.

Atravieso uno de esos lugares cada vez que voy a la universidad en Jerusalén. De pronto es como si el autobús entrara en otro espacio temporal, en otra era, un triángulo de las bermudas de la historia. La gente que camina por las calles va vestida de negro, con trajes que parecen rescatados de los armarios de la primera guerra mundial. Las mujeres son las que más me impresionan: sombreritos negros, medias panti oscuras, zapatos de los años 20, caras lánguidas sin una gota de maquillaje, chaquetas y blusas muy tapadas, faldas largas. La indumentaria es la misma, no importa qué época del año sea. Siempre van arrastrando cochecitos, o llevan varios niños en las manos. Cruzan una calle muy vieja, miran cosas en los bazares de piedra, arrastran bolsas llenas de comida. No importa lo rápido que pueda ir el mundo, ellas siempre van a contramano. Apenas estudian y se embarazan cada dos años. Se van llenando de hijos y de arrugas. Siempre deben llevar las cabezas cubiertas, pero algunas se las cubren con pelucas. Como si el pelo sintético no fuera pelo. Como si una ficción de pelo no despertara pensamientos lascivos. Como si la ficción no fuera más lujuriosa que la realidad.

Los hombres con bucles en las orejas y sobretodos negros siempre van ensombrerados. Cuando llueve cubren sus sombreros con bolsas plásticas transparentes y es como si llevaran una burbuja sobre la cabeza. Sus cabezas están dentro de burbujas. Una vez subió uno muy viejo al autobús en el que yo viajaba. Me arrimé para que se sentara a mi lado, era el único puesto libre que había. Me miró con ojitos de cerdo furioso y gritó: "yo no me siento al lado de mujer". Mejor para mí – pensé – que con ese sobretodo negro a 40 grados centígrados el señor debía estar exudando vapores de azufre.

Hay reductos, fortificaciones, enclaves a los que la mundialización de la cultura no ha llegado. Pero que bueno sería que llegara una briznita de otra parte a sonrojarle las mejillas a estas señoras. Ojalá les fuera permitido encender la televisión para mirar una telenovela mexicana con su lloradera traducida. Un comercial de chocolates que les avivara la gula. Un concurso televisado de canto o baile que hiciera que estas señoras soñaran con otra cosa más allá del sumiso servicio a los hombres, el respeto a un dios innombrable y la crianza de niños.

Un realityshow con escenas de sexo y llanto. Una computadora enchufada a internet todo el día. Un reguetón bien escabroso para que esos señores vieran que no tiene nada de malo sentarse al lado de una mujer en el autobús, que hay cosas peores.

El mundo da vueltas rápidamente y sin embargo los fanatismos se enclaustran, se enconchan, se acorazan, se protegen de toda mella, de toda mezcla, de todo quiebre. Refractan cualquier mestizaje. Se protegen de desterritorializaciones y reterritorializaciones. Se repelen los unos a los otros. Se odian, se cierran, se niegan a cualquier intercambio.

Desde la ventana del autobús a veces veo sábanas bordadas a mano que tienen un hueco muy redondo en el medio y que ondean como banderas al comedimiento en los tendederos de la parquedad ....

Pero mejor no sigo: uno no debe convertirse en un fanático del antifanatismo, ya lo dijo el preclaro Amos Oz.