domingo, junio 01, 2008

Amamos a Amos


Hay libros que como la buena comida hay que degustar despacio. Luego de un buen chocolate, no podemos tomarnos un vaso de agua o comernos un pedazo de pan. En mi caso, prefiero quedarme con el sabor del chocolate mucho tiempo en la lengua. Regodearme en el recuerdo del sabor. Así los libros. Los buenos libros no nos dejan leer otros de inmediato. En mi caso, prefiero quedarme largo rato con el sabor en la lengua, en las pestañas, en la memoria. Mi exageración ha sido “Una historia de amor y oscuridad” de Amos Oz, como verán si leen hacia abajo, no he dejado de hablar de ese libro desde que lo leí. En vano he intentado otros libros, pero no pasa de ser una lectura intermitente mientras espero que llegue el tren. En el de Oz, en cambio, me sumergí completamente porque quería quedarme con su sabor en la lengua, en la punta de los dedos (ojalá me contagiara, me influenciara de esa escritura certera y hermosísima)

Y es que la historia de aquellas páginas me llevó por muchos senderos:

El sendero de la lengua que hablo ahora y cuya riqueza desconozco (con mi hablar de mercado, calle y sobre vivencia) Es verdad, leí a Oz traducido al español, pero el libro es un canto a la belleza y las conexiones y las posibilidades del hebreo literario (ese que para mí es un misterio) Porque palabras en hebreo están en esas líneas y algunas son palabras que conozco. Porque hay letras en ese mar de letras. Porque aunque leí en español, podía ir pensando paralelamente en hebreo. El libro, Oz, así lo exige: aunque se lea en una traducción, se saborea y se piensa en ese hebreo florido. Etcétera.

El sendero de una teoría de la novela y de la escritura ficcional en general. “Una historia de amor y oscuridad” es la autobiografía de Amos Oz, pero es, a la vez una novela que habla de sí misma. O una autobiografía metaficcional que nos regala una teoría sobre la escritura literaria que, para mí, ha sido una epifanía. Quiero escribir una novela y estoy llena de dudas. Oz, leer a Oz fue como tener la posibilidad de preguntarle a un maestro. Por eso, cuando lo vi, le dije: “toda raba al acol” en su lengua y él me vio como quien dice “otra loca más”, pero no importa.

El sendero de la historia del país en el que vivo desde hace 5 o 6 años, ya perdí la cuenta. Un país difícil, reseco, curtido. Un país con demasiada historia a cuestas. Entender y respetar la historia de la gente común que perdió y pierde todo cada día en estos lares. La gente de aquí y la de allá.

El sendero de la dorada Jerusalén. Esa Jerusalén que siempre me ha dado miedo, pero que de la mano de Oz adquirió un brillo distinto. Un brillo de gente y calles que se ramifican como historias. El alef.

El sendero de las historias que llevan a otras historias y a otras y a otras y que no comienzan ni terminan.... como las historias que contaba la madre de Oz niño mientras desmotaba lentejas.

Y mucho más.

Por eso quise caminar por las calles de su Jerusalén, la de Oz, la polvorienta. Por eso quise recorrer las calles de Arad (esa ciudad elevada sobre el Mar Muerto y el desierto de Judea donde vive) a ver si me lo topaba. Y como cuando uno quiere ver a un maestro idea planes enrevesados y olvida lo más simple, olvidé la posibilidad de verlo en alguna conferencia, auditorio, librería. Entonces vino mi amiga Jacqueline desde tan lejos a abrirme los ojos.

Cuando vi “Una historia de amor y oscuridad” en la mesita de noche del hotel donde se estaba quedando, me alegre muchísimo. Cuando me dijo que estaba releyendo ese libro, me alegré mucho más. Otra fanática chiflada. En la ventana estaba la Jerusalén amarilla de la que ella sabrá hablar mejor que yo.

Unos días después de declarar que “amamos a amos”, estábamos en el “Gan ha paamón” (el jardín de la campana) frente a nuestro ídolo cual dos fanáticas en un concierto (una maracucha y otra oriental, para peor)

Llegué de primera al jardín en el que mi maestro conversaría con Nadine Godimer sobre literatura y política, en el marco de un encuentro internacional de escritores que se celebró en Jerusalén a mediados de mayo. De fondo, Jerusalén en su esplendor y ahogo: muralla, cúpula, templos, muro divisorio. Miles de Jerusalenes de fondo.

La viejita Gordimer ha ganado un nobel de literatura, pero eso poco me importó porque nunca la he leído y porque yo subí el Monte Zión para ver a mi Oz, quien como un mago me ha hechizado. Nos ha hechizado. Allí también estaba Jacqueline felicísima, en la segunda fila (la primera estaba ocupada por su editor, una mujer vestida como para una fiesta y otros que decían ser su familia)

Allí habló el mago desde un inglés quebrado y con la belleza infinita de sus ojos empequeñecidos por el sol y la sonrisa.

Pienso que fue un encuentro histórico por todo lo que se dijo. Seguramente salió reseñado en los diarios. La viejita Gordimer no quería venir a Israel. Israel que ha sido comparado con Sudáfrica (patria de la viejita) por el tema de la separación y el apartheid. Oz le mostró su buen juicio. Oz se convirtió en mi maestro político también.

Dijo tantas verdades que yo anotaba con un lápiz verde lo más rápido que podía, y mi amiga Jacqueline grababa con su grabadora microscópica. Ya escribiré sobre eso. Hoy es sólo regodearme en el azul de aquellos ojos, el dulzor de aquella voz llena de verdades literarias y políticas, la magnificencia de ese día.

Apenas terminó de hablar, brinque como un corcho hasta la tarima, aparte de un manotón a la viejita Gordimer (que me perdone la historia) y le dije al mago que “toda rabá al acol”, pero no fue en ese momento cuando saqué el libro antiquisimo que tenía, sino después.

El único libro que tengo de mi maestro es uno que rescaté de la basura. Resulta ser que el sol entraba en la biblioteca pública cercana a mi casa y fue chamuscando algunos libros de la parte de lengua inglesa. Un día vi la basura llena de libros amarillentos y pregunté si podía agarrar algunos. Mis hijos no entendían por qué la madre revolvía la basura con tanto afán y lloraban porque querían seguir rumbo al parque. Así fue que presionada por los gritos de los niños y enredada entre páginas y páginas chamuscadas, sólo alcancé a agarrar 2 libros: “My Michael”, de Oz y “Lolita”.

Y en ese mismo libro, seguramente la primera traducción al inglés, estampó el maestro su nombre. Le dije en su lengua –que para algo me he quemado las pestañas aprendiendo esta lengua muerta- que tuviese cuidado porque el libro era muy viejo. Me dijo en su lengua – por fin le vi la utilidad a hablar esta lengua tan antigua- que se alegraba muchísimo de ver un libro suyo tan viejo. Yo quedé en el paraíso.

Tan en el paraíso estaba que ni me importó que el autobús de regreso a la estación de autobuses tuviese que pararse a esperar que desarmaran un objeto sospechoso. Un policía se vistió como astronauta y se dirigió a desmontar una supuesta bomba que estaba en no sé exactamente dónde, pero, eso sí, frente a mi autobús. Yo veía todo como quien ve una película. Todavía en la lengua y en la punta de los oídos el sabor de las palabras de mi maestro.

(en la foto, Oz visto por mi teléfono celular y un pedacito de la viejita Gordimer)


(un post largo luego de meses desconectada)