lunes, julio 11, 2011

Un dechado de verdades



I

En el mar, mi hijo estaba tan alegre que en medio del tira y encoge de las olas me hizo una confesión:

- Mamá, hoy sólo he dicho una mentira.

Se merecía el mar, entonces, por haber mentido sólo una vez. Sus ojitos azules, dos marcitos chiquiticos, me miraban esperando que me pusiera contenta porque ése era día de una mentira única, tal vez mínima, sin importancia. Se merecía el mar, entonces, mi hijo por haber dicho una sola mentira y , por si esto no bastara, confesarlo.

Yo, indignada, me detuve en seco y casi detengo en mi asombro al mar con sus olas y medusas. Yo, aplastada por la verdad de un hijo mentiroso, dije:

- ¿Qué? Es decir que tu dices muchas mentiras cada día.
- Sí, claro- sus ojitos azules, dos oceanitos, desfachatados.

Yo, que no soy una gran madre y si una desaprovechadora de oportunidades, me despaché con un discurso sobre la importancia de decir la verdad, sobre esa teoría de que una mentira lleva a otra mentira y a otra y a otra y que al final ocurre una gran catástrofe. Y rematé, por supuesto, con Pinocho.

Es que a veces me comporto como una madrecita de aquellas que hablan de cocos, con moralejas vencidas y repetidas a lo largo de generaciones.

Yo, la tonta, me perdí en un discurso que a mi hijo ni siquiera le interesó, que no escuchó por el sonoro vaivén de las olas.

Yo, la absurda, no pregunté lo que debía preguntar: "hijito: ¿cuál fue esa única mentira que dijiste hoy?"

Cuando caí en cuenta de mi error, ya era demasiado tarde. Dos días luego del episodio, no podía yo preguntar cuál había sido la única mentira que había dicho mi niño aquel primer día de playa de este verano.

Hay preguntas que sólo pueden ser formuladas en un momento justo y fugaz. Si no lo hacemos, perdemos la oportunidad para siempre.




II

Una mañana antes de las vacaciones de verano, noté que mi hija comía hundida en el plato de cornflakes. No levantaba la cara, apenas los ojos se despegaban con esfuerzo para mirarme y responder a mis preguntas.

Yo hablaba y preparaba la lonchera. Le preguntaba si comería una manzana, si prefería llevarla cortada, si quería el pan aplastado en la sanduchera o lo prefería al natural. Ella respondía sin levantar la cara del plato. La boca llena.

Entonces me acerqué y le puse una mano en la barbilla y le alcé la cara.

Tenía dos círculos brillantes de escarcha y rubor en los cachetes. Parecía una muñeca, bellísima, de porcelana. Dos círculos de un fucsia oscurecido por el rubor de la vergüenza.

- ¿Te maquillaste? – le pregunté.
- No, es que abrí el estuche y se me cayó un poco el rubor.
- Las cosas no caen hacia arriba – dije y ya iba a comenzar mi discurso sobre la verdad y la mentira que indefectiblemente culmina con el pobre Pinocho, pero me detuve. Y detuve todas las olas y las medusas imaginarias que me rondaban y se regodeaban con mi indignación por el terrible descubrimiento de unos hijos mentirosos. ¿Acaso yo soy un dechado de verdades?

- Hijita – le dije- puedes maquillarte si quieres, pero no para ir a la escuela porque no dejan… - le quité el exceso de colorete, pero le dejé un poquito, que se veía tan bella mi muñequita.


III

Somos un mar de mentiras, qué se le va a hacer.

Somos caritas maquilladas para ir a la escuela. Mentiritas inventadas para distraernos.

Niñas con ganas de maquillarse. Niños que inventan historias. Eso es todo.

¿Por qué me tengo que indignar ante las mentiras de mis niños, prever adolescencias turbulentas, darme golpes de pecho, machacar la moraleja pinochesca?

¿Acaso uno -que ni siquiera conoce sus propias verdades- debe conocer todas las verdades de los hijos?

¿Acaso yo soy un dechado de verdades?

martes, junio 14, 2011

La gracia del emperador de China





Cuando me acerqué a él, me abatió un olor a vodka pura. Pero no a una copita de vodka tomada de un trago seco antes de entrar al examen para perder miedos o entonarse, sino a una garrafa del tamaño de una bombona de gas, un botellón inmenso, intenso. Intensísimo era aquel olor y yo no me podía concentrar en la pregunta, sino en su carnet puesto sobre la mesa, en la foto suya con pelo más largo, más barba, menos olor a vodka –supongo-, su nombre completo, su número de identidad, su carrera: cine. El estudiante de cine me preguntaba no sé qué cosa, algo que no entendía del examen de español que estaba presentando en ese momento y yo sentía que naufragaba en ese aliento. Hay alientos peores, eso sí – pensé antes del naufragio y respiré profundo en la transparencia alcohólica que salía de esa boca junto a una pregunta que ya –sinceramente- no quería yo responder. Sin entender, le dije que si le respondía, entonces sería como si yo misma respondiese el examen. Y me alejé por el pasillo, mirando las otras caras desfiguradas por la vodka mañanera o por el retalín. O ¿sería sólo sueño? ¿Aburrimiento? Los demás estudiantes contestaban sus exámenes sin preguntarme nada, y yo trataba de adivinar quien se había metido "algo" antes de venir a la prueba y quien no. También recriminaba mentalmente al estudiante de cine: mijito querido, si vienes a un examen de español, el botellón inmenso tiene que ser de tequila y no de vodka. O de ron. O de aguardiente. Al menos esa decencia para con esta lengua.

La semana pasada estuve sentada en los pupitres y no frente al pizarrón en un curso que estoy tomando. Allí una chica particularmente guapa e inteligentísima me confesó que la única manera de inspirarse y participar felicísima en esa y otras clases era meterse algunas pepas de retalín. Era su única manera, me dijo, de escribir unos ensayos brillantes, presentar exámenes perfectos, ser la primera de la clase. Que no se lo habían recetado, pero lo conseguía fácilmente. Corre como chicle en épocas de exámenes. Era brillante, aquella chica y hoy, que he perdido la gracia del emperador de china – como dice ese poema de Ramos Sucre- me provoca salir corriendo a buscarla para que me convide.

En lugar de retalín, mis querido alumnos, deberían meterse hongos o yopo, para entrar en concordancia al menos con Latinoamérica. Pienso eso y paseo en silencio entre ellos, los veo escribir sus exámenes, y me pregunto quién sí y quién no. Contesto algunas preguntas sumergida en alientos que no huelen a nada, la verdad. Sólo a chicles y a chocolates o verdaderamente a nada. Esas caras que tienen son sólo de sueño, me parece, y soy yo que estoy borracha por haber respirado la vodka aérea que se remonta en aquel aliento. Vuelvo a ella, le pregunto a esa boca si todo está bien. La boca contesta que si y me brinda otra copa. Juro que es vodka, aunque no sé por qué estoy tan segura. Es también el olor de esos viejos borrachos que se quedaban toda la noche en vela en las plazas de los pueblos, o en las playas, contando unos cuentos inverosímiles.

No supo de vodkas ni de pastillas, Ramos Sucre cuando escribió ese verso que me revolotea alrededor de la cabeza en estos días: Yo había perdido la gracia del emperador de China. Yo la he perdido, si señor. Debe ser algo que se pierde cuando uno se va acercando al cumpleaños número cuarenta. Esa cifra nefasta en la que precisamente Ramos Sucre supo de veronal y suicidio. Yo no soy tan dramática, ni tan poética, yo duermo a pata suelta todas las noches y también algunos mediodías. Cuando estoy trsite, me conformo con hartarme de Nutella. Yo he perdido la gracia del emperador de China, pero no me importa porque la tuve levemente. Fue un clic del mouse, un "send", un "I like" de facebook. Luego se fue por donde vino. La gracia etérea de los pequeños triunfos imperceptibles, esos que no quedan registrados en google y por lo tanto no hay manera de demostrarlos. Ni vodkas, ni pastillas, ni veronales, ni poemas. No soy una poeta: tan sólo un ama de casa que escribe o cuenta chismes.

Ayer, pero hace 81 años, Ramos Sucre estaba tirado en un piso de mosaicos, muerto a punta de Veronal. Acababa de cumplir 40 años. Eso lo recuerda uno de mis personajes, cuando cumple 40. Cómo no lo voy a recordar yo!

Qué vida tan desdichada la de los verdaderos poetas. Como no recordar también a la pobre Pizarnik. Las cosas que tendría en su cabeza. Las cosas que se metía. ¿También veronal? La verdad, hace años que no la leo y si la tengo presente es por aquella novela de sintaxis castrada de Cristina Rivera Garza, La muerte me da. Me encanta cuando la lengua en la que está escrita una novela se amolda a la historia. Para crear un mundo hay que crear una lengua. Suena a algo sabido, pero pocas veces ocurre en la práctica. Novelas que quieren crear mundos, pero repiten lenguas. Aplastan lenguas. Punto y seguido y verbos sólo en pretérito indefinido para cualquier historia. La rapidez narrativa – la llaman. Yo creo que es aplastamiento. Abulia.

Yo no soy poeta, ni dramática, aunque haya perdido la gracia del emperador de China y me imagine a mis estudiantes atapuzados de vodka, o de retalín, o de ambas cosas para poder pasar el examen.

Lo único que quisiera es sentarme a escribir en las mañanas y jugar con mis hijos en las tardes. Pero debo pasar este verano escribiendo sobre literatura, cuando la verdad es que la cabeza me hierve de historias que van saliendo las unas de las otras. Escribiría un libro de cuentos en estos tres meses, pero debo escribir sobre objetivos específicos y generales. Metodología. Marco teórico.

El problema no es que pronto vaya a cumplir cuarenta años, sino que a tal avanzada edad uno debería estar haciendo sólo lo que le da placer.

Probablemente la cosa no sea que tuve aquella gracia, sino que creí tenerla.

Algunas caras ahora brillan. Se dieron cuenta de que el examen era tal cual les dije. El estudiante de cine se ríe. No es la vodka mañanera, sino la certeza del cien.

viernes, mayo 13, 2011

Camisa de fuerza para las volutas




He aquí que tenía que pedirle otra talla de pantalón a la vendedora. Comencé a decir el número, pero ella me vio las caderas y me lo completó: 40! Muy segura ella de sí misma y de su ojo clínico para reconocer el grosor de unas caderas. No, mi amor – le dije. Bueno, le hubiese querido decir "mi amor", incluso hubiese dado un ojo de la cara por decirle: "miamol" , pero lo que dije fue "ahuvatí" que es la traducción de "mi amor" a esta lengua y que jamás se usa para dirigirse a una persona que no se conoce, sino a un verdadero amor. Pero como en mi lengua y en mi tierra se dice "mi amor" en múltiples casos, lo usé y punto. En este caso mi "mi amor" (mi "ahuvatí") era de indignación. No, mi amor – le dije- Aquí donde tu me ves, yo me voy a meter en una talla 36. La chica, que tenía la suerte de tener unas caderas rígidas y masculinas, levantó las cejas y me volvió a tasar las caderas. Casi estuvo a punto de decirme que si explotaba el pantalón, lo tendría que pagar, pero quedó sobre entendido en la mueca que se formó en sus labios. Tampoco quería perder un cliente, así que fue a buscar el pantalón talla 36.

Una vez en el vestidor hasta yo misma dudé de que me sirviera tal pitillo -de talle alto para más complicaciones-, pero con toda la experiencia adquirida en años de usar bluyines apretados, me metí ese pobre pantalón a como dio lugar. La tela era estrech, en todo caso, y como diría mi hermana: esa tela aguanta todo. Salí triunfal de la casilla estrecha que servía de medidor y busqué con la mirada a la vendedora de caderas felizmente masculinas. Me vio y se acercó a mí con una sonrisa: ¿Qué tal te queda? –preguntó- como deseando que cuando yo por fin pudiese hablar saliera un botón disparado por los aires. Me queda perfecto, ahuvatí – le dije. Me miró las caderas embutidas y se sonrío como dándole pocas horas de vida al casi desahuciado pantalón. Soy latina, mi querida – le expliqué - ¿Cuándo has visto tu a una latina que no ande apretada? Supongo que sí – dijo ella- Jennifer López …. Dejó el comentario suspendido y la verdad es que ya yo no la estaba escuchando porque entonces recordé que más que latina soy de un pueblo lluvioso donde todas las mujeres van encajadas en bluyines, que probablemente en otra parte del continente sudamericano no sea así, pero allá sí que lo es. Mujeres embluyinadas día y noche. Bluyines una talla menos de la correcta. Algunas ni se pueden sentar, enterizas, con esa camisa de fuerza para los pliegues, las vueltas y las volutas. Un cinturón de castidad contra la gordura. Que si te pones tu talla de pantalón – reza la sabiduría popular de mi pueblo – enseguida la llenas. Mejor estar apretujada, sin posibilidades físicas de aumentar un solo gramo. Contenida la grasa, las redondeces.

He aquí que me dirigí a la caja, convencida de estar llevando a cabo un precepto milenario, una tradición antiquísima, un homenaje a todas mis antepasadas y mis coterráneas. Pagué, orgullosa, como quien efectúa un rito: una vela puesta a mis santos, una flor a mis muertos, una bandera a mis preceptos, una oveja sacrificada a los dioses.

Ahora el bluyín descansa en mi closet, esperando que las clases de zumba me hagan efecto y me lleven a perder aunque sea 100 gramos, porque la verdad ….

jueves, mayo 05, 2011

Sábato, los ciegos, la fobia





Huyo de los ciegos.
Siempre recuerdo a aquellos ciegos en la estación de Capitolio de hace mil años que supuestamente vendían lotería y baratijas, pero la verdad – según decían- era que robaban. O eran falsos ciegos. O trabajaban para un tuerto. O era sólo una leyenda urbana cuyo origen venía de aquel informe sobre ciegos que todos leímos a los quince años.
Recuerdo aquel "Informe sobre ciegos"
No podía uno leer aquello en la adolescencia y seguir siendo lo que se era. Era la campanilla de la ciega que vendía baratijas en la calle San Martín, frente a la plaza Mayo, que sonaba para despertarnos, para sacarnos de la leve gracia de la adolescencia atontada. Pero si nos hundimos en aquel oscuro informe fue también porque la gracia estaba ya quebrada de antes. Éramos miopes. Tuertos. Presentíamos la ceguera existencial y definitiva. Si escuchamos aquella campanilla fue también porque estábamos esperando un empujón para dar el paso allende.
Y justo se murió Sábato hace algunos días. Y entre la horda de adoradores póstumos y la horda de detractores postreros, a mi me dio por recordar el "Informe sobre ciegos", esa joya de la adolescencia, lo único que recuerdo de las clases de literatura de la escuela secundaria. Y una cosa me llevó a la otra. Recordé que huyo de los ciegos, que me dan pánico sus ojos vacíos, que muchas veces pasó por un instituto para ciegos y huyo de sus bastones. Paso en silencio extremo para que no me vean, para no chocar con sus manos que buscan, sus perros, sus preguntas.

No recuerdo exactamente qué hacen los ciegos del informe de Sábato, pero sé que esta fobia viene de allí.

Huyo de los ciegos, pero hoy mientras esperaba en un café cercano a aquel nefasto instituto apareció uno. Totalmente ciego. Porque los hay de todo tipos, pero éste era totalmente ciego. Iba buscando con su bastón. El bastón chocaba con las paredes, las mesas. Ojos sellados. Yo estaba lo más callada posible, respiración contenida, adelgazada, invisible. Pero aquel hombre me olió. No contaba yo con eso: el olfato. Y como no pude ponerme inodora, he aquí que el ciego me determinó. Chocó mis zapatos con su bastón y me preguntó: ¿Dónde estoy? En un café – le dije. ¿Es el café Vitamin? – preguntó. Sí – le contesté, porque en efecto era el café que él acababa de nombrar y me estremeció su desprotección. Una compasión profunda. Podría alguien decirle cualquier cosa. Darle cuatro vueltas y desubicarlo, sacarle la cartera, quitarle el bastón, cualquier cosa. El hombre abrió unos ojos sin cuenca y me pidió que lo pusiera en dirección al mostrador. Le agarré un hombro. Un hombro fofo porque aquel hombre era gordo. La camisa de cuadros, las axilas transpiradas, canas al lado de las orejas, piel porosa. Lo volteé con cuidado hacia la dirección que debía seguir. Y volví a mi silencio, mi reducción. Inodora no podía ponerme y tuve miedo de que volviera, de que me pidiera que lo sentara, que le pusiera azúcar a su café.
Huyo de los ciegos, de su indefensión, su desabrigo, su orfandad, su tiniebla. Tengo miedo de saber lo que miran, lo que huelen, lo que sienten. No me gusta que un extraño ponga su destino y su dirección en mis manos. Recuerdo a la ciega insomne de la tercera parte de El talento de los demás, de Alberto Olmos, quien seguramente no leyó el informe de Sábato, pero homenajeó sin proponérselo.

Creo que en el fondo todos miran, como aquellos ciegos de Capitolio, y nos usan para un experimento social que todavía no puedo precisar.

Aquel ciego llegó al mostrador. Luego, de mano en mano, fue sentado en una mesa contigua a la mía y comió en silencio una bureka y un jugo de naranja.

jueves, marzo 24, 2011

Bello el pie de la Kodama



"Bello el pie de la Kodama. Su zapato blanco y puntiagudo"

Esa es la conclusión a la que llegué luego de un día corriendo de allá para acá, cuando finalmente me senté en primera fila y miré ese pie de niña japonesa. Pensé también que gran parte de la plata de Borges se debe haber ido en alguna que otra cirugía plástica en la cara rosada de su viuda. Su boca no tiene botox, eso sí. Es una delgada línea, un trazo breve y fino. Pero no hay cirugías para pies, no al menos que yo sepa. Y ese pie es eterno y delgado. Infinito y milenario. Un pie de niña japonesa. Un pie que no ha sido alcanzado por "el río numeroso de los años".

Ella hablaba y yo miraba su pie calzado en un extraño zapato blanco. Puntiagudo. Me pareció ver en la punta una pequeña chapa metálica, mínima, cubriendo lo agudo o dándole más agudeza. Una cadenita plateada en su tobillo me dijo algo que todavía no entiendo. ¿Por qué María Kodama lleva una cadenita plateada en su tobillo? Un detalle mínimo, reservado para quien como yo se dedique a verle los pies debajo de una mesa que no lleva mantel largo. Una mesa sobre la que estaba un micrófono, una jarra de agua y una copa de la que ella bebía con su boquita inexistente.

Ella hablaba de misticismo, de Borges, lo citaba, lo inventaba. Yo escuchaba a medias, ocupada en ver ese pie, ese zapato, esa cadenita, ese tobillo. Así soy yo, pocas veces escucho lo importante y me pierdo en los detalles. Ese zapato de talón bordado debe ser carísimo. Ese pie de flor de durazno no tiene edad. Esa cadenita es un símbolo, me habla, me dice más de lo que dice la boca. Su boca que habla de Borges.
Maria Kodama es un personaje de Borges y Borges es un personaje de María Kodama.

Veo ese pie y me alegro de haber ido a verla. Casi desisto de la idea pues mientras estaba en Jerusalén hubo un atentado a una cuadra de donde me encontraba. Un frío se me metió en el pecho y me dije: qué sentido tiene nada si hoy estamos aquí y luego somos polvo. A mi qué me importa esa viuda o Borges. Lo mejor sería encerrarse eternamente en casa.

Pero fui. Y vi su pie. Y la vi ajena a lo que había pasado apenas unas horas. La ciudad convulsionada y yo casi viendo, sin ver nada. El tráfico, los autobuses, la guardia redoblada. Todos allí en esa sala frente a ella estaban ajenos. Sabían, pero no habían estado cerca. Allí estaba su pie y su cadenita. Su mirada rara, casi japonesa. Citando a Borges. Los versos de Borges alivian, se escuchan por sobre los malos recuerdos, hacen olvidar el lugar en el que se vive.

A mí la literatura me alivia. Recordé que lo que más me gusta de Borges es su poesía. Su "gusto por los anacronismos y las leves simetrías". Y cómo no volver a esos pies simétricos y anacrónicos.

Cuando llegó el momento de las preguntas, lo único que hubiese querido preguntarle era si Borges le acariciaba los pies. Si ella caminaba con sus piecitos descalzos sobre la espalda del escritor. No pregunté nada, por supuesto. Creo que todos allí querían preguntarle lo mismo, detalles íntimos del ciego maestro, pero solo hicieron preguntas adecuadas, correctas, importantes. Escuché las preguntas de los otros y lamenté no poder preguntar nada. Siempre me pierdo en los detalles: un pie, un zapato, una cadenita plateada. Pocas veces puedo preguntar algo serio y por eso generalmente me quedo callada.

viernes, marzo 18, 2011

De la construcción del personaje literario a la confección de disfraces


Construyo personajes como disfraces. Disfraces de mi misma. Frankensteins hechos de pedazos de historias escuchadas al azar, inventadas o vividas. Historias vistas en los recovecos intergalácticos que me rodean. Un hombre que sube a un autobús. Unas fotos de facebook. Yo misma, si fuera otra. Si fuera otro. Si fuera muchos.

Tejo, bordo, pego. Botones y cierres. Escarcha y estrellas. Hago mis disfraces. El disfraz de la palabra hecho de materiales que vienen de todas partes. Hechos de memoria. De las trampas de la memoria, se sabe. Ficción.
Si hay algo que me apasiona es construir disfraces. Disfraces ficcionales, pero también disfraces de tela y satén.

Yo, que no soy buena para las manualidades, yo de manos torpes, yo: la zurda, he confeccionado dos disfraces de tela y fieltro para mis hijos. Con hilos, agujas, botones. Ay, las bondades del fieltro! Ay, las bondades de esa pega superpoderosa cuyo olor me trae recuerdos de infancia.

(Hace mil años, cuando el mundo era peligroso, venenoso y poco sano, estaban de moda unas burbujas eternas hechas de una especie de chicle de polietileno. Burbujas eternas y enormes que flotaban tornasoladas en el aire durante siglos. No eran biodegradables aquellas burbujas y la pasta con las que se hacían tenían el olor de la química pura, de la insanía. Mi madre decía – con una visión adelantada a su época – "nada que huela así puede ser bueno" y nos incautaba las burbujas, el tubo del que salía la pasta alucinógena con la que se hacían, el palito desde el que se soplaban. Pero aquel olor siempre nos llamaba, queríamos olerlo hasta que el mundo revoloteara como un murciélago desorientado alrededor de nuestras orejas)

Postergando todo, he pasado horas cosiendo delantales, bolsillos, alas, orejas, capas, ojos. Midiendo y cortando. Dibujando y pegando. Y he sido feliz, absolutamente feliz. Cosiendo olvidé mis desconsuelos eternos, mis minúsculas desgracias. Se avanza postergando.

Huyendo, se encuentra.

He descubierto que puedo leer sin dejar de coser. Que mientras coso, puedo inventar historias. No en vano la palabra texto viene de la palabra tejer. Tendría que buscar la manera de poder escribir mientras coso, tejo, pego botones, bordo ojales.

Confeccionando disfraces de tela y cintas he sido tan feliz como escribiéndolos. El producto terminado, puesto sobre la cama y luego en los cuerpos súper alegres de mis hijos, es de una belleza increíble. Creedme: yo, la zurda, la de manos torpes, he confeccionado disfraces de tela y estoy tan orgullosa de ellos como de mis disfraces de palabras.

domingo, febrero 13, 2011

Lugares comunes. Composición de lugar de Juan Martini y los no – lugares de Marc Augé, entre otras cosas ...





Hablemos de lugares. O mejor hablemos de cómo he caído sin darme cuenta en los lugares. Seguramente comunes. Hace un par de semanas terminé de leer Composición de lugar de Juan Martini y hace un par de meses que me reúno con una gente en la universidad a hablar sobre lugares y movimientos. Hablamos del manoseado Marc Augé, por ejemplo, de sus no lugares. Hablamos de Turner y su liminalidad. A mí Turner me trae un recuerdo de infancia, inevitablemente. Es automático: me dicen Turner y en la cabeza se me forma la imagen de uno de mis libros de piano de hace mil años. Era ése el apellido del autor. Yo estaba loca por llegar a ese libro porque en él se comenzaba a tocar con las dos manos al mismo tiempo. Ahora que lo pienso, la liminalidad del otro Turner en el fondo también es eso: tocar con las dos manos al mismo tiempo, pero no fijarse en lo que hace la una o la otra, no querer pasar de un punto a otro, sino quedarse en la melodía suspendida entre las dos manos. Quedarse suspendido. De los años 60 a esta parte todos los autores de filosofía o estudios culturales hablan de lo mismo, pero le ponen diversos nombres: diferrance, transversalidad, liminalidad, hibridez, etc. De modo que ya el viejo Turner de mi libro de piano lo había dicho primero que ellos. Las dos manos, pero no lo que hacen separadas sino esa abstracción que queda en el medio.

Es cierto: me estoy excediendo y, sobre todo, yendo del tema….

Así que volvamos al primer lugar. Composición de lugar es una novela en la que el lugar, por supuesto, no se compone. Mientras busca una historia familiar, el personaje principal, Juan Minelli, sólo se consigue con la imposibilidad de recuperar el lugar de origen. Una novela fragmentaria en la que el protagonista brinca de lugar en lugar incluso dentro de un mismo párrafo. Una errancia entre historias, ciudades, países, tiempos que a la vez es una errancia textual. Suena a perogrullada que una historia errática esté contada de manera errática, pero créanme: no siempre. Muchas novelas que abordan el tema de las migraciones y lo nómada son más pulcras que una guía de turismo. Al final la historia queda suspendida y eso me parece perfecto.

Corría el año 1984 y mientras las academias leían al Boom y al Postboom, Juan Martini escribía esta apología a la fragmentariedad, al sinsentido, a la identidad difuminada o múltiple, a los no lugares, a la vida en sí misma vivida en un lugar de tránsito. Mientras los autores más sonados de la época se regodeaban en sus pueblecitos latinoamericanos llenos de monjas voladoras y rocolas, Martini estaba en el locus cero de la desmemoria, el exilio, la sobremodernidad. El espacio de su novela es tan borroso que nos es difícil distinguir entre una ciudad y otra. Un cuarto desconectado del mundo. Un tren en movimiento. Una larga espera para poder cruzar un río. El cuerpo de una mujer que puede ser cualquiera. Los lugares y las personas son difusos en estas páginas: se pasa de uno a otro sin preámbulos ni indicaciones.

La lengua desde la que está narrada también está descolocada y es terriblemente bella. Una lengua que también narra el desarraigo a través de una sintaxis metastásica, se me ocurre. No en vano Martini ha dicho: "La lengua es un saber y el error de ese saber. Escribir es incursionar en la lengua como error, hacer de ese error una poética y de esa poética una política"


Hablando de la lengua como error y en el segundo lugar estoy yo "fuera de lugar", valga la redundancia. No sé que hago en medio de un grupo multidisciplinario en el que se habla de pasillos y corredores. Lugares de paso. A alguien se le ocurre decir que es cierto, que todos los aeropuertos son iguales. Entonces me digo a mí misma que eso no lo puedo soportar. Hasta ese momento he permanecido callada porque me avergüenza mi acento o mi vocabulario de supervivencia, pero no aguanto. Abro mi boca, suelto mi lenguarada llena de erres fuertes y jotas demasiado suaves, y digo: "¿Qué? Se nota que ustedes no han puesto un pie en Maiquetía". Nadie sabe a qué me refiero porque, por supuesto, no han puesto un pie en Maiquetía. Me miran, pestañean fuerte, dicen "ejem", no se me ocurre qué piensan. "Sí" – insisto – "ese señor, Augé, tampoco salió de Europa, me parece". No me hacen mucho caso y siguen hablando de corredores, pasillos, no lugares, restaurantes de fastfood, anonimato. Lo más seguro es que Augé si haya salido de Europa y yo no haya entendido nada. O tal vez por eso traen a Turner, quien pasó años en África. La historia me absolverá unos días después cuando venga la experta a hablar de la hibridez del aeropuerto Ben Gurion, espero. La experta dirá que allí no todos son iguales, no todos entran en un espacio de tránsito, no todos pueden moverse libremente. Pero lo de Maiquetía, por supuesto, es otra cosa.

lunes, febrero 07, 2011

Vamos con retraso


El conductor dijo que íbamos con retraso.
Un pasajero de corbata asintió enérgicamente.
Pero el muchacho etíope sonrió y dijo que su amigo esperaba en la parada de autobuses del pueblo vecino, que él debía guardarle el puesto, que por favor.
Sonó tan educado, tan dócil, que incluso el señor de corbata dejó a un lado su impaciencia, suspiró y se dedico a mirar por la ventana como quien dice "she ihié", cuya traducción literal sería "que sea", pero que más exactamente es como decir: "que sea lo que dios quiera". Un abandonarse a los acontecimientos. Un encogerse de hombros. Ya iba a llegar tarde de todas maneras.
La camioneta van llena de pasajeros siguió rumbo al siguiente pueblo, a esa estación donde otro chico etiope estaría esperándonos. Su compañero le guardaba un puesto. Nadie se opuso, después de todo el pueblo estaba en la vía, no suponía ni siquiera un desvío. El único problema era que el conductor no podría recoger otro pasajero en el camino, pues el puesto estaba reservado.
Luego de una carretera llena de curvas, cipreses y naranjales, llegamos a la entrada del pueblo. En la parada de autobuses no estaba el muchacho. El que le guardaba el puesto dijo que lo veía venir, que estaba del otro lado de la calle, que lo esperáramos. El conductor y todos los pasajeros dirigimos la mirada al punto que el muchacho señalaba pero no lo vimos: sólo a un par de ancianos con un perro cruzando la calle, unas adolescentes y un soldado.
- Allí no está – dijo el conductor.
-Sí, sí – dijo el muchacho – ya está cruzando la calle, ya está viniendo.
- Yo no veo a nadie – dijo el pasajero de la corbata, enfurecido.
-No lo puedo esperar – dijo el conductor – ya vamos con demasiado retraso.
- Por mí – dijo una mujer gorda que estaba sentada a mi lado – no hay problema en esperarlo. Incluso tal vez me puedo bajar a fumarme un cigarro.
- De aquí nadie se baja – gritó el conductor.
- ¿Qué es esto? ¿Una dictadura? – gritó la gorda.
- Te parece justo que tengamos que esperar también a que te fumes ese cigarro- chilló el pasajero de la corbata.
- Acaso uno no se puede fumar un cigarro mientras estamos aquí detenidos- la gorda ya había sacado una caja de cigarros y un encendedor- ¿Acaso no estamos ya detenidos? Yo lo que necesito es un minuto …
Mientras la camioneta van era un grito en sí misma, tapándose con el respaldar del asiento de enfrente, el chico etiope hablaba en su idioma por teléfono. No hace falta saber amhárico para traducir que le reclamaba al otro el hecho de no haber llegado a la parada a tiempo.
- ¿Qué pasa? – le gritó el conductor, mirándolo a través del espejo retrovisor.
- No ha salido de la casa – dijo el chico etiope y yo recordé que un minuto antes había dicho que lo veía venir, que estaba cruzando la calle - pero tal vez lo podemos esperar, son sólo 5 minutos.
El pasajero de la corbata bufó con fuerza. La gorda guardó la caja de cigarros.
- Yo no espero a nadie – concluyó el conductor y continuamos el viaje.

viernes, febrero 04, 2011

Siestas, fábulas rusas y lo políticamente correcto

I

De niña tuve un libro al que quise con todas las fuerzas de mi niñez. Me lo había regalado una tía que viajaba mucho, era verde como una botella de vino y tenía muy pocos dibujos. Fue el primer libro que leí sin dibujos. Un libro hecho casi todo de letras, con algunas ilustraciones cada 20 páginas más o menos. Ilustraciones en blanco y negro, mal dibujadas, un poco feas. Eran fábulas rusas y mi tía lo había traído de Rusia, o eso es lo que a mi memoria le gusta creer: que mi tía me había traído de Rusia un libro de fábulas rusas. Mi tía, además, tenía (tiene) un nombre ruso muy común en Venezuela que yo no sabía que era ruso, pero que cuando lo supe me estremecí de felicidad porque encajaba perfectamente en ese recuerdo y con ese libro mágico: Mi tía la de nombre ruso me trajo de Rusia un libro de fábulas rusas. Como la memoria es sumamente tramposa y la niñez entiende las cosas a su manera, es posible que de este recuerdo sólo sea cierto el nombre de mi tía y el origen de las fábulas, mas no del libro, porque no me consta que haya sido traído desde Rusia un libro escrito en español. Tampoco me consta que mi tía haya estado en Rusia, aunque sí en Londres y en Copenhague porque vi fotos y escuche anécdotas. De Rusia nunca escuché nada. De Rusia sólo tenía ese libro. Libro que leí con fervor durante todas las siestas de mi niñez. Durante las siestas no dormidas de mi niñez, claro, porque entonces solía acostarme con mi hermana en la cama de nuestros padres y en lugar de dormir, le leía ese libro a ella, quien escuchaba atenta, aunque algunas veces se dormía, entonces yo seguía leyendo en voz baja, maravillada, sin dormir ni un segundo, o cuando me dormía, soñando con esas cabañas en medio de la nada, esos zares, esas ocas y esos encantos. Soñando incluso con el hambre y la pobreza con que empiezan muchas de esas fábulas; con las sopas espesas y los pasteles que luego salen de la nada. Todos los mediodías, después de almorzar, mi hermana me pedía que le leyera ese libro y desde entonces me convertí en su lectora oficial. ¿Cuántas veces le habré leído "Lugar llamado Kindberg" en nuestra adolescencia? Pero esa es otra historia.
Entonces cayó sobre mí la labor de leerle, tácitamente, claro, nadie me pidió expresamente que le leyera nada, todo lo contrario, lo que se quería en aquellos días era que durmiéramos la siesta, como todos los niños de nuestra edad. O eso era lo que decía nuestra madre, que todos los niños de nuestra edad a esa hora estaban durmiendo la siesta, cosa de la cual yo dudaba, aunque nunca pregunté a otro niño qué hacía al mediodía y, en efecto, las pocas veces que estuve en la calle algún mediodía, no vi niños, pero esto pudo ser debido al calorón de esa hora, más que a la disciplina de la siesta.
Mil años después, reconocí esas fábulas rusas, aunque mucho más hermosas, o mucho más extrañas de lo que yo las recordaba, en los cuentos de la madre de Amos Oz, en Historia de amor y oscuridad, pero esa es también otra historia.

II

Por allí anda rodando la noticia de que pretenden censurar a Huckleberry Finn. Cambiar todas las palabras "políticamente incorrectas" que usa para referirse a negros por otras más dóciles o que no ofendan a nadie. Tal parece que donde dice "nigger" van a poner "esclavo". Tal vez en aquella época era mejor ser negro a secas que esclavo, pero esto a los señores de la censura no les interesa. A quien le importa Mark Twain y su mala decisión de escribir 219 veces la palabra nigger. A nadie se le ocurre pensar que estuvo este señor 219 veces frente a la palabra nigger y así la dejó.
Entonces me pregunto si será que van a comenzar a revisar toda la literatura de siglos pasados para extirparle lo que en este siglo mojigato pueda ofender. ¿Será que la literatura en general, y sobre todo la literatura para niños debe ser pulcra, moral y educativa? Si es así tendrán que suprimir del planeta tierra toda fábula rusa en la que la muerte, el hambre, las moscas, el engaño, el dolor, las vísceras abundan.

De ahora en adelante y en un acto de rebeldía sin precedentes me propongo leerle a mis hijos el Huckleberry Finn no censurado, las crueles – y precisamente por eso apasionantes- fábulas rusas o el subversivo principito. En todas nuestras siestas nos dedicaremos a lo políticamente incorrecto.

sábado, enero 29, 2011

El viaje ultimativo


Tengo un poco abandonado este blog, pero para no perder a mis cuatro lectores, aquí les dejo un texto sobre la lectura que fue publicado en Relectura. Si lo quieren leer allá, pulsen aquí. Si lo quieren leer aquí, sigan leyendo.
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El viaje ultimativo

Leer para mí siempre ha significado un "salirse", un "irse-para-otro-lado", un viaje al alcance de la mano y desde niña eso me ha fascinado. De niña leía y releía una colección de fábulas rusas y todos esos libros clásicos que han leído todos los niños, pero recuerdo particularmente a Colmillo Blanco, de Jack London, porque lo leí en un viaje en carro de Maturín a Caracas. Un viaje dentro de otro viaje. Solíamos ir a visitar a mi abuela caraqueña cada vacación de agosto o navidad. Era un viaje tediosísimo, ocho horas en medio de una carretera calurosa y húmeda. Y para no aburrirnos llevábamos comida, libros, juguetes, música. Recuerdo lo difícil que era leer en las curvas que están antes o después de Río Chico, pero aún así yo no podía despegarme de Colmillo Blanco, de esos perros arrastrando trineos, de la sangre en la nieve, de la amistad. Lloré por esa amistad lágrimas amargas mezcladas con el sudor producido por el calor de una carretera que atravesaba árboles enormes, fritangas, chicharroneras, enredaderas, araguaneyes, alcabalas, areperas, trinar de chicharras y hasta flores silvestres: las "aves del paraíso" crecían (y creo que todavía crecen) en esa parte en que la carretera se adentra en una selva vaporosa y densa. Yo iba del vaporón a la nieve en la que el pobre Colmillo Blanco se debatía con otros perros y con su orfandad. Y de la nieve al vaporón en el que de pronto aparecía algo interesante en la ventana o en la conversación de mis padres. Creo que esa es la imagen que el acto de leer tiene para mí: un estar aquí y un estar allá, una dualidad que me apasiona, un vivir otras vidas. Como todo el que vive en dos realidades, quien lee termina contaminando su realidad con la de los libros y viceversa. Así, aquella carretera tenía algo de nieve y Colmillo Blanco se parecía mucho a los perros que "espantaban-con-el-plato" en las areperas de El Corozo. Esa es una experiencia alucinante y alucinógena. Adictiva.
Dice Amos Oz que cuando viajamos podemos ver alfeizares y geranios, puertas y gente de negro y de prisa, pero no podemos entrar a sus casas. Leer, en cambio, es entrar a esas casas, a esos cuartos, mirar qué comen, cómo duermen o aman o sufren los otros. Esos hombres de negro y de prisa. Esas mujeres de alfeizares resecos, que cierran las ventanas ante la curiosidad de nuestros ojos, estremeciendo los geranios. Siguiendo a Oz, yo diría que leer es entrar a donde se nos niega la entrada. Viajar es imaginar la vida más allá de las pestañas, pero leer es verdaderamente entrar. Con todo esto no quiero decir que no valga la pena viajar: si me ponen a escoger entre un billete de avión y un libro, demás está decir qué es lo que escojo; lo que quiero decir es que leer es un viaje a la interioridad y al misterio. El viaje ultimativo.