viernes, febrero 04, 2011

Siestas, fábulas rusas y lo políticamente correcto

I

De niña tuve un libro al que quise con todas las fuerzas de mi niñez. Me lo había regalado una tía que viajaba mucho, era verde como una botella de vino y tenía muy pocos dibujos. Fue el primer libro que leí sin dibujos. Un libro hecho casi todo de letras, con algunas ilustraciones cada 20 páginas más o menos. Ilustraciones en blanco y negro, mal dibujadas, un poco feas. Eran fábulas rusas y mi tía lo había traído de Rusia, o eso es lo que a mi memoria le gusta creer: que mi tía me había traído de Rusia un libro de fábulas rusas. Mi tía, además, tenía (tiene) un nombre ruso muy común en Venezuela que yo no sabía que era ruso, pero que cuando lo supe me estremecí de felicidad porque encajaba perfectamente en ese recuerdo y con ese libro mágico: Mi tía la de nombre ruso me trajo de Rusia un libro de fábulas rusas. Como la memoria es sumamente tramposa y la niñez entiende las cosas a su manera, es posible que de este recuerdo sólo sea cierto el nombre de mi tía y el origen de las fábulas, mas no del libro, porque no me consta que haya sido traído desde Rusia un libro escrito en español. Tampoco me consta que mi tía haya estado en Rusia, aunque sí en Londres y en Copenhague porque vi fotos y escuche anécdotas. De Rusia nunca escuché nada. De Rusia sólo tenía ese libro. Libro que leí con fervor durante todas las siestas de mi niñez. Durante las siestas no dormidas de mi niñez, claro, porque entonces solía acostarme con mi hermana en la cama de nuestros padres y en lugar de dormir, le leía ese libro a ella, quien escuchaba atenta, aunque algunas veces se dormía, entonces yo seguía leyendo en voz baja, maravillada, sin dormir ni un segundo, o cuando me dormía, soñando con esas cabañas en medio de la nada, esos zares, esas ocas y esos encantos. Soñando incluso con el hambre y la pobreza con que empiezan muchas de esas fábulas; con las sopas espesas y los pasteles que luego salen de la nada. Todos los mediodías, después de almorzar, mi hermana me pedía que le leyera ese libro y desde entonces me convertí en su lectora oficial. ¿Cuántas veces le habré leído "Lugar llamado Kindberg" en nuestra adolescencia? Pero esa es otra historia.
Entonces cayó sobre mí la labor de leerle, tácitamente, claro, nadie me pidió expresamente que le leyera nada, todo lo contrario, lo que se quería en aquellos días era que durmiéramos la siesta, como todos los niños de nuestra edad. O eso era lo que decía nuestra madre, que todos los niños de nuestra edad a esa hora estaban durmiendo la siesta, cosa de la cual yo dudaba, aunque nunca pregunté a otro niño qué hacía al mediodía y, en efecto, las pocas veces que estuve en la calle algún mediodía, no vi niños, pero esto pudo ser debido al calorón de esa hora, más que a la disciplina de la siesta.
Mil años después, reconocí esas fábulas rusas, aunque mucho más hermosas, o mucho más extrañas de lo que yo las recordaba, en los cuentos de la madre de Amos Oz, en Historia de amor y oscuridad, pero esa es también otra historia.

II

Por allí anda rodando la noticia de que pretenden censurar a Huckleberry Finn. Cambiar todas las palabras "políticamente incorrectas" que usa para referirse a negros por otras más dóciles o que no ofendan a nadie. Tal parece que donde dice "nigger" van a poner "esclavo". Tal vez en aquella época era mejor ser negro a secas que esclavo, pero esto a los señores de la censura no les interesa. A quien le importa Mark Twain y su mala decisión de escribir 219 veces la palabra nigger. A nadie se le ocurre pensar que estuvo este señor 219 veces frente a la palabra nigger y así la dejó.
Entonces me pregunto si será que van a comenzar a revisar toda la literatura de siglos pasados para extirparle lo que en este siglo mojigato pueda ofender. ¿Será que la literatura en general, y sobre todo la literatura para niños debe ser pulcra, moral y educativa? Si es así tendrán que suprimir del planeta tierra toda fábula rusa en la que la muerte, el hambre, las moscas, el engaño, el dolor, las vísceras abundan.

De ahora en adelante y en un acto de rebeldía sin precedentes me propongo leerle a mis hijos el Huckleberry Finn no censurado, las crueles – y precisamente por eso apasionantes- fábulas rusas o el subversivo principito. En todas nuestras siestas nos dedicaremos a lo políticamente incorrecto.

1 comentario:

Fanny Diaz dijo...

Toda la razón. No podía haberse hablado mejor de lo "políticamente correcto", la pazguatería disfrazada de respeto al "otro". (Y mira, aunque lo llames como lo llames, nada va a cambiar el hecho de que es el "otro". ¿O es precisamente eso lo que lo políticamente correcto busca? Que el otro nunca se acerque, pero que la gente se sienta bien al usar eufemismos para nombrar la diferencia.)
Creo que es buena idea contarle a los niños que no es suficiente nombrar el mundo con eufemismos para cambiar las injusticias. Y que son las injusticias y no las diferencias lo que hay que cambiar.