lunes, septiembre 04, 2006

Cómo viajar con niños. Parte II

The Buenos Aires Affaire: La ciudad ausente I.

Minutos antes de arreglar los macundales, pensé: tengo que hacer un paseo literario por Buenos Aires, ir a esos lugares de la mitología borgeana o qué se yo, probablemente contagiada por El mal de Montano, de Vila – Matas. Pero no era para tanto, que esa novela no es que me haya fascinado ni tampoco es que yo sea taaaan experta en Borges ni en literatura argentina. No tenía tiempo de ponerme a leer ni siquiera un resumen de Internet, así que mejor ir a lo que conozco: ir a Ricardo Piglia, autor sobre el que hice mi tesis, argentino como el mate más amargo. Primera parada - pensé- Adrogué, su lugar de nacimiento. Yo no piso Adrogué ni que me maten -me responde Miseñormarido. No entiendo por qué, seguro es por celoso. Que es un suburbio aburridísimo, que nadie va allí a menos que tenga la desgracia de vivir allí, que qué tipo de turismo queres hacer, que el mismísimo Piglia jamás debe haber vuelto a pisar Adrogué. Me convence. De todos modos, ya andaremos por un suburbio de Buenos Aires llamado Quilmes, y bueno hay un bodrio que se llama Flores robadas en los jardines de Quilmes, para que no se diga que el lugar no es literario. Decido releer La ciudad ausente, única novela de Piglia en la que figura Buenos Aires, sin prestar mucha atención al título, no por no querer sino por despistada. Además de reconciliarme con Piglia, me doy cuenta que no es gratuito que la novela lleve ese nombre, sin embargo encuentro 4 lugares que anoto para no olvidar. Primera estación: Hotel Majestic en Piedras y Av. de Mayo: no existe. Hay, si, un edificio antiguo e imponente como casi todos los edificios del centro, que pudo haber sido un hotel, pero quien sabe. Bye, bye Lucía Joyce y Fujita. Segunda estación: pasaje subterráneo de la avenida 9 de julio y la estación Carlos Pelegrini. Existe! ¿De verdad quieres entrar allí?, ¿Para qué quieres entrar allí? – me preguntan los locales. ¿Allí venden juegos piratas de sonyplaystation? – me pregunta Zezé, ansioso. Miseñormarido, que siente que es su deber meterme en ese túnel, ese hueco, ese tugurio, me agarra la mano y dice: vamos! Olor a baño público en las inevitables escaleras de porcelana blanca-gris. Mimina baja en su cochecito, como cleopatra, alzada por sus hermanos, con cara de pocos amigos. Vamos casi al trote y yo presumo que no debe ser ese un lugar muy turístico que digamos. Me dejo arrastrar por Miseñormarido quien casi no mira para los lados, pero me dice que aproveche de ver todo lo que pueda, pero que no nos vamos a detener en ningún momento y bajo ningún concepto. Vamos seguidos por importados y locales. Los primeros buscan juegos piratas con la mirada. Los segundos probablemente pensando que qué vaina hacemos nosotros aquí. Mimina dormida. Toda la baratija de los míticos “todo a 200” está allí, pero no en buhoneros sino en desencajadas “tiendas”. Propagandas del año de la pera. Unas hamburguesas ya armadas desde épocas inmemorables en un mostrador oxidado llaman a lo chicos (siempre hambrientos) Ni se les ocurra, gritan los locales. Chinos, gritos, viejos italianos, una saturación de cosas viejas, sucias, plásticas, vencidas, cada una con su sonido especial, pero no con la música del trópico, no hay música en el centro de Buenos Aires para extrañeza de esta que ha vivido en centros bullangueros toda su vida. Sí un sonido denso, amalgama de voces y pasos y baldosas negras. Piglia tiene tanta razón: allí tienen que vender los casetes con las historias de la máquina. Esa mítica máquina eterna y desdichada -que no hay una cosa sin la otra- y que cuenta las historias de la marginalidad Aquí tienen que estar los casetes- le susurro a Miseñormarido. Entonces él frena el paso y mira y se maravilla y me señala una tienda que tiene la vidriera vacía y con ojos de alucinado dice que es allí, que allí los venden, que los puede ver, que seguro tienen las fotos de Macedonio Fernández, que no hay duda, que Piglia no inventó nada, que cuánto podrán costar. Aquí no van a comprar nada- nos advierten los locales y los chicos chillan. Miseñormarido vuelve en sí, vuelve al trote, otra vez unas escaleras que reproducen a las escaleras del principio, el mismo orín, Mimina como Cleopatra es subida, yo como una autómata -creyéndome la Eva futura, mínime- soy subida, extremadamente feliz soy arrastrada por la comitiva eterna, cada quien queriendo ir por su lado, cada quien lamentándose de algo diferente, los locales contentos por haber pasado el trance, revisando sus bolsillos para ver si aún no les han robado las carteras..... continuará .....

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