lunes, julio 07, 2008

Las viejitas de Tel aviv pueden guardar manuscritos de Kafka

Tel – aviv está llena de viejitas, chupaditas, translúcidas, con ese aire de Mia Farrow delgadísima y con unos cien años a cuestas. Yo siempre me imagino que una de esas viejitas, cuyas manos tambalean al recibir el vuelto de alguna compra, tuvo una vida mucho más excitante que esta que lleva ahora, llena de pastillas y televisión a toda hora. Alguna pudo ser una bailarina, asesina, actriz, meretriz o cualquier cosa más digna que ese caminar con bastones o de la mano de una enfermera filipina. Por eso no puedo dejar de verlas y adivinarles historias en el pergamino de sus cuerpos, en las joyas antiquísimas, en la cartera puesta como un escudo sobre el pecho melancólico. Algunas notan que las veo y me muestran sus dientes sintéticos, agradeciendo mi curiosidad. Despertar curiosidad a esas altura las gratifica, les llena los ojos de una alegría infantil y la boca se abre en una sonrisa de dientes artificiales. Otras fruncen el seño, bajan la mirada o me regalan una ojeada odiosa, como diciéndome que estoy perdida, que no valgo nada, que no tengo modales ni cultura, que debo ser marica o drogona, que me vaya a que me parta un rayo, que respete. No sé detrás de cual viejita va la gran historia, si detrás de las que se ofenden o de las que se alegran. Probablemente detrás de ninguna, porque las viejitas con historias no andan deambulando libremente por allí, sino enfermas o en asilos perdidos. Es posible incluso que ninguna tenga ninguna historia, que la memoria se les haya formateado tras el alzeimer o los años, que se sientan como quien nace de pronto en otra vida y en un cuerpo viejo. Puede que ellas sean un misterio para sí mismas y dediquen sus larguísimas tardes a una actividad de autoinvestigación y descubrimiento. Puede que ya no recuerden nada o que realmente no tengan nada que recordar, pero me gusta pensar que hay algo debajo de esos vestidos de seda y esa dignidad de vieja. Las viejitas de Tel – aviv parecen las más llamadas a tener historias enrevesadas porque casi ninguna nació en esta ciudad o en este país, casi todas vinieron en barcos, huyendo de guerras. Muchas dejaron atrás idiomas y recuerdos. Casi todas hablan con acento y tienen anillos en las manos que datan de eras prehistóricas. Algunas trajeron cofres llenos de cosas que no encontrarían en el Levante: no sólo libros, telas, recuerdos, sino también papeles y manuscritos.
Una de esas viejitas murió hace un año y tal vez yo me la crucé en mis caminatas por la calle Dizengoff o por lo menos eso me gusta pensar. Aunque no sé si ella podía caminar por la Dizengoff a los 100 años... Probablemente estaba encerrada en un mínimo y húmedo apartamento luchando con sus recuerdos una guerra a brazo partido. La guerra por la recuperación de la memoria que deben tener algunas viejitas. Toda una vida tratando de olvidar amores, traumas, pesadillas. Toda una muerte tratando de recordar cualquier cosa. Esa viejita checa probablemente se preguntaba por esa cantidad de papeles mohosos que estaban guardados en el lugar más oscuro de su armario. Eran importantes, eso sí, porque los había guardado casi toda la vida. En esa lucha, en ese encierro en la propia memoria devastada, fue recordando, mientras los vecinos se quejaban del estado de abandono del apartamento, el mal olor que emanaba por debajo de la puerta, la poca disposición para el correcto evacuado de la basura. En esa memoria llena de olores, la viejita supo que fue amante y secretaria de Max Brod, el amigo de Kafka y que esos papeles que guardaba eran del escritor –del mismísimo Franz Kafka- y valían tanto que hacía 20 años había vendido algunos para poder sobrevivir a la ruina, la soledad, el abandono. Probablemente no hablaba a nadie de esos papeles y explicó la repentina fortuna que obtuvo tras la subasta como producto de una lotería o herencia. ¿Qué hizo con esos 2 millones de dólares esa viejita con aspecto de pensionada? ¿Las hijas conocían el origen de aquellos papeles antes de su muerte? ¿Qué dicen esos papeles? ¿Los escondió porque quería esconderlos o porque los olvidó? Yo creo que los olvidó, así como olvidó a Max Brod. De pronto tuvo conciencia de sí misma como una vieja abandonada en un apartamento claustrofóbico sin un antes ni un después. Una viejita eterna, translúcida, chupadita, que pierde la batalla campal a favor de la memoria cada tarde, antes del té y después de las noticias.

3 comentarios:

araya dijo...

me las imagino como viejitas dibujadas por Sempé, pequeños ejércitos de arrugas. está increíble pacha, sobre todo "Toda una vida tratando de olvidar amores, traumas, pesadillas. Toda una muerte tratando de recordar cualquier cosa."

Anónimo dijo...

¡Qué lindo texto!

LL dijo...

Gracias por los piropos! Después les pongo un link a una versión mas depurada ... (si es que me la publican) .... No conocía a Sempé ni a sus viejitas, pero sí, definitivamente!