jueves, octubre 02, 2008

En Roma sin mapas ni coliseos




Si todos los caminos conducen a Roma, no son necesarios los mapas. Así fue que con unas cuantas indicaciones telefónicas de mi señor marido - mi GPS espiritual- me metí en el Leonardo Express, vía Termini sin ningún mapa y casi nada de plata. Ajá, ¿pero de dónde viene todo esto? ¿cómo es que en plena peladera aparecimos en Roma? Muy simple: el avión de regreso de la patria hacía una escala de doce horas en la capital de la bota mediterránea y a pesar de que al menor de mis retoños le dio un fiebrón inesperado en pleno vuelo, me dije a mi misma que quien sabe cuando volveré a Roma, que un buen antipirético y siestica en el coche calman todo estado febril, que me hiciera estampar ese sello en el pasaporte y saliera. Sólo me faltaba preguntarle a mi niña si estaba dispuesta a caminar a pesar del estrago del huso horario y la mala dormida en una silla de avión. "Sí", me dijo con los ojos brillantes de alegría bajo su corona de Burguer King, al mismo tiempo que brincaba para que viera las luces de sus zapatos invencibles: "Con estos puedo caminar todo el día y toda la noche" No me quedaba la menor duda, así que nos largamos pues, apenas nos sellaron los pasaportes, siguiendo las flechas que llevaban al tren. Y precisamente el tren –y una dosis doble de remedio de frambuesa- hicieron que mi niño se animara: "tren, tren, tren" –gritaba desesperado mientras esperábamos que se abriera la puerta del vagón. Yo, que sueño con escribir un manual de cómo viajar con niños y hacerme millonaria, el único consejo que puedo dar a quienes vayan a Roma con cochecito de bebé es que se metan en el vagón para bicicletas. Eso, por supuesto, lo descubrí luego de tratar inútilmente de subir a mi niño por la escalera empinada y angosta de un vagón cualquiera. Luego de atascar el flujo normal de pasajeros durante algunos minutos, un hombre se condolió de la madrecita latinoamericana que viajaba sola con dos niños y me ayudo a subir el coche. El metro fue otra cadena de piedades y caridad ajena. "Siñora" me gritaban de todas partes y salían manos dispuestas a subir el cochecito, mientras yo agarraba de una mano a mi niña felicísima por la cantidad de escaleras mecánicas que nos tocaron bajar y subir. Nos bajamos en Barberini y otra vez miles de escaleras. Una vieja mendiga me quedó mirando con cara de "qué –bolas-tiene-esta-tipa" y sin siquiera osar pedirme plata, me preguntó: "¿il bambino camina?" o algo por el estilo. Sí, contesté. A lo que ella replicó: "Entonces sácalo del coche, mijita!!"- o algo por el estilo que seguramente no terminaba en "mijita". Con coche a cuestas y niño de la mano de la niña, emergimos a plena calle. Si todos los caminos conducen a Roma, todas las calles llevan a la Fontana di Trevi. Apenas ver el agua verde esmeralda, las estatuas tan blancas que quemaban los ojos, el bochinche de turistas, mi niño comenzó a gritar "agua, agua, agua" y a querer quitarse la ropa. Mijito, que esto no es una piscina. Casi tuve que llamar a un carabinero para que lo detuviese en su terquedad. Y no sé cómo logre convencerlo de que lo único que íbamos a hacer en aquella fuente era lanzar una monedita y pedir un deseo. Según algunos turistas hay un deseo estipulado: volver. Pero si la moneda es mía, yo pido lo que me da la gana. Mi niña pidió un deseo en voz alta, yo lo pedí en voz baja. El deseo de mi niño era bañarse y tuve que frenarlo en el aire: se iba a lanzar con moneda y todo!



Después del helado de vainilla y un breve descanso en uno de esos escalones, seguimos. "Caminas unas cuadritas más – me había dicho mi amado GPS – y llegas al foro romano". Así que le echamos bola por calles y callejones, los niños con sendas chupetas, hasta que llegamos al foro. Yo estaba tan cansada y tan impresionada que no sabía que carajo era lo que estaba viendo. Se me venían a la mente nombres como Partenón, ágora, acrópolis, cualquier cosa menos foro. Hasta allí nos llegó la fuerza y cómo ya llevaba yo más de 24 horas sin dormir y no me veía a mi misma subiendo el coche por esa escalinata infinita (tampoco veía mucha caridad en los ojos de los turistas alemanes), nos quedamos sentados en uno de los primeros escalones, viendo toda esa maravilla desde abajo.




De regreso un viento súbito le arrancó la corona de Burguer King a mi niña: la vi rodar en medio del tráfico romano mientras mi hija lloraba a los gritos. "La corona, la corona, la corona" – gritaba, o tal vez sea más exacto decir que berreaba- y yo estaba ya a punto de rodar entre carros y autobuses para rescatarla, pero la verdad es que hubiese sido un acto suicida. "No llores más – le dije – después de todo el foro romano no es un mal lugar para perder una corona". Por supuesto que no me entendió y redobló la fuerza de su llanto. Pero siempre hay un templo de la comida chatarra a mano para salvar a una madre desesperada, así que no más alzar la vista vi el castillo del rey de la hamburguesa y sentí mucha más alegría de la que sentí al ver el foro, la fuente y todos los caminos de Roma. Dios existe, definitivamente: allí había una pirámide de coronas de cartón, idénticas a la que había perdido mi niña y ni siquiera había que comprar algo para poder recibir una. No obstante, compre unas papas fritas.



A dos cuadras de todo eso estaba el coliseo, pero eso sólo lo supe cuando ya no estaba allí.

3 comentarios:

Dakmar Hernández dijo...

Qué belleza de crónica. La princesa que recupera su corona y el nadador seducido por la fontana... qué lindas las fotos... ya te lo había dicho, pero era necesario repetirlo. Qué buena decisión aventurarte a caminar por Roma con tus chiquitos a pesar de la peladra y la fiebre!

Dakmar Hernández dijo...

por eso digo, la peladera

LL dijo...

Peladra suena perfecto, incluso italiano! un abrazo!