viernes, octubre 31, 2008

Escritoras


Una noche brillante de rascacielos y lluvia, corría yo a tomar el tren que me devuelve a mi suburbio campestre. El penúltimo tren, la penúltima oportunidad de abandonar esa ciudad de mediterráneo y cafés con nombres de personajes famosos. Corría pues, aunque más que correr lo que hacía era deslizarme en el brillo de los pozos y el asfalto. Entonces es mejor escribir que me deslizaba entre la gente, cuando de pronto apareció una chica de impermeable rojo frente a mí y con cara húmeda e increíble me dijo:

- Soy escritora.

Me paré en seco. Casi me caigo, pero la chica me agarró de un brazo con una mano, mientras que con la otra pegó unos papeles mojados y borroneados a la punta de mi nariz.

- Esto es lo que escribo- dijo

Apenas reconocí algunas letras en ese amasijo, mientras ella comenzaba una cantaleta, que pronto iba a publicar pero que ahora no tenía dinero para comprar el billete del tren, que esos papeles algún día tendrían gran valor, que yo los podría vender, que ahora ella me los vendía por sólo una moneda de 10.

Su aliento y su olor hacían una trenza muy fuerte. Sudor, nicotina, una botella de vodka o algo así, que entretejidos se volvían un sólo olor grosero y hostil. Mi primer instinto fue decirle que no y sacármela de encima, pero me sonó ese tilín que a veces me suena a destiempo, siempre descolocado. Ella se llamaba a sí misma escritora, un adjetivo que a mí me queda grande, que yo no me atrevo a colocar junto a mis demás adjetivos así tenga varias hojas escritas. Ella dijo "escritora" en otro idioma ("soferet") y la palabra brillo mucho más que la lluvia y los espejeados rascacielos. Traducida a mi idioma, la palabra creció por encima de todas las cosas, incluso de sus escritos que pegados a mis ojos me impedían verle bien la cara.

Tal parece que uno levanta una piedra y salen 10 escritores. Todos con la valentía de llamarse a sí mismos escritores. Algunos se publican en ediciones de autores, otros ganan premios, no muchos venden sus escritos a las puertas de cualquier estación de trenes, no pocos escriben blogs. Escritores que se llaman a sí mismos escritores, algunos sin haber escrito nada. ¿Será que la literatura es una enfermedad, que el que se pone a leer termina escribiendo un blog, armando una "peña literaria", vendiendo poemas, o cuando menos agarrando la pose y el adjetivo? ¿Será que yo también debo llamarme a mí misma escritora a pesar de sentir que la palabra es más grande que los rascacielos de aquella noche? ¿Será que en el fondo pienso que para llamarse escritor hay que estar legitimizado por algo o alguien fuera de nosotros mismos?

El tilín me dijo que me equivocaba, que yo también era escritora, pero una escritora de pacotilla que ni se atreve a llamarse a sí misma escritora, ni vive de lo que escribe. En cambio, esa chica estaba apoderada de su rol ("soferet") y sacaba un billete de tren con sus escritos.

- Yo también soy escritora – le dije.

Y ella me soltó como pensando "de esta no voy a sacar nada". Retrocedió, junto a su olor.

Me acordé de esos cuentos en que alguien se consigue con su doble viviendo la vida que él podría haber tenido. Cortázar o "Dimensión desconocida", no sé. Probablemente ella pensó lo mismo cuando me vio sobria y queriendo llegar a mi casa a tiempo. Por eso me soltó asqueada y se quedó en silencio.

Le saqué los papeles de la mano, le entregué una moneda de 10 y me fui corriendo – deslizándome - a esperar el último tren.

2 comentarios:

Carlos Colina dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Carlos Colina dijo...

¿Será que la literatura es una enfermedad, que el que se pone a leer termina escribiendo un blog, armando una "peña literaria", vendiendo poemas, o cuando menos agarrando la pose y el adjetivo?

Me encanto esto.... Está de los más citable