miércoles, septiembre 16, 2009

Una década y tres guerras



Casi en el inicio de este nuevo siglo me mudé a Israel. Acababa de comenzar la Segunda Intifada, con la subsiguiente oleada de atentados suicidas y sus correspondientes represalias, pero yo llegué con maleta ligera, sin prestarle mucha atención a los titulares de los periódicos que anunciaban ataques terroristas, bombas y muerte de este lado y del otro. Llegué sin lengua: no conocía otra palabra en hebreo, más que "shalom". Llegué sin historia: el judaísmo, el holocausto, el sionismo, los kibbutzim eran fábulas lejanas vistas en algún libro o película que ni siquiera podía precisar. Palabras nebulosas y desdibujadas. Nada que tuviese que ver con mis intereses o mi realidad. Yo vine a Israel como podría haber ido a cualquier otra parte, a cualquier otro país.
Mi llegada coincidió con los albores del siglo XXI, así mi visión del Israel de principios de este siglo está muy contaminada de esa visión de asombro y perplejidad que tiene todo viajero. Una visión más bien turística, un poco superficial, detenida en detalles sensoriales más que en profundidades. En los primeros meses me dediqué a deambular por calles y mercados, iglesias y ruinas, maravillándome por la historia y por la gente que a pesar de los titulares de los periódicos era feliz y guardaba esa felicidad con mucho celo. En aquellos días, me dediqué a desmentir a las noticias, a entender a esta gente que ha estado asediada durante siglos, a aprender esta lengua acorralada. Israel es un paraíso cuando uno acaba de llegar, incluso en los primeros meses: Los campos sembrados, las piedras llenas de historias, los mares disímiles, los desiertos dorados, las ciudades ruidosas, los sabores y los olores de las comidas. Si uno no se pone a revisar lo que pasa detrás de las murallas o más allá de los puestos de frontera, Israel es una maravilla.
Pero la realidad va asomando sus tentáculos aquí o allá. Mi primer choque con ella vino en forma de una caja que contenía una máscara antigás y una jeringa de atropina. Una caja recibida durante la última guerra de Irak, en el año 2003. La caída de las torres gemelas, tiempo después de mi mudanza a Israel, significó también la caída de mi visión ingenua de la realidad. Aunque veíamos la guerra del Golfo por la televisión, como el resto del mundo, debíamos tener a mano las máscaras antigás por si a Irak se le ocurría lanzar alguna bomba química por estos lados. Si alguien me hubiese dicho que habría una máscara horrible para mí descansando en una caja y esperando ser usada, nunca lo hubiese creído. Un video con las instrucciones para su uso se repetía constantemente en la televisión y yo me preguntaba si la caída de los grandes relatos que pregonó la posmodernidad no había significado también la caída de los fanatismos y de las posibilidades de guerras o conflictos bélicos de cualquier tipo. Al parecer los filósofos se habían equivocado o tal vez fui yo la que entendió mal todo. Terminó esa primera guerra televisada y guardamos las máscaras sin haber tenido la necesidad de usarlas. Dentro de sus cajas, quedaron perdidas en lo más recóndito del closet. Así como dentro de la memoria, el episodio quedó borroneado por la cotidianidad. Sin embargo, la guerra interna seguía manifestándose a través de atentados y bombardeos aquí y allá.
La siguiente guerra, a mediados de esta década, me encontró más endurecida. La lluvia de cohetes Qassam que caía con frecuencia en mi lugar de trabajo y sus alrededores, me sirvió para no asombrarme con la lluvia de cohetes que tuvo lugar en el verano del 2006 en el norte del país y que desencadenó la segunda guerra del Líbano. Esta década que se inició con la Segunda Intifada ha estado signada por una violencia continua que de alguna manera ha sido asimilada por la gente como un hecho cotidiano. Pero también hay quienes la niegan: para algunos Gaza o Beirut están tan lejos como Kabul. Sea como fuere, el común de la gente suele aferrarse al día a día, una de las mejores armas que posee el israelí en contra de una realidad que generalmente le es adversa. Y yo, aunque siempre me pregunto si es justo que la rutina no se rompa en situaciones bélicas, no niego que también hecho mano de este recurso, este refugio antiaéreo personal.
La realidad israelí conjuga de una manera asombrosa la tranquilidad del día a día con la violencia bélica y la intolerancia religiosa. Y con el paso de esta década está mezcla disímil se ha ido afianzando: por un lado hay una guerra enmascarada que se traduce en atentados palestinos y represalias israelíes, con sus altos y sus bajos; por otro lado la gente sigue trabajando, viviendo, tratando de ser feliz, las calles llenas, las playas, los niños en todas partes. Es difícil, para quien no está acostumbrado, vivir o entender esta dicotomía.
La tercera guerra se produjo a algunos kilómetros de mi casa. De tanto pasar cerca de los bunkers y los refugios, no se hace extraña la idea de que algún día deban ser usados.
Yo desconozco otro Israel que no sea este, el de esta década signada por tres grandes conflictos bélicos y sus repercusiones a nivel moral, social y económico. Me suenan a cuentos de ciencia ficción las historias de amigos israelíes contemporáneos conmigo, esas en las que ellos, de niños, solían ir a pasear con toda la familia cada sábado en la mañana por Gaza, se bañaban en sus playas, comían el mejor pescado del mundo en sus restaurantes, compraban frutas y vegetales en sus mercados. Las historias de la gente mayor me parecen mitos fundacionales. Y cada vez escucho más voces disidentes entre mis estudiantes que acaban de salir del ejercito, un porcentaje cada vez mayor de ellos hacen lo imposible por no enrolarse o van como quien se entrega a un castigo. Creo que esta década se ha encargado de apagar los ideales de paz y las esperanzas de mucha gente. Cada vez más personas añoran épocas pasadas en las que la paz parecía más posible.
Mi visión de Israel también ha ido fluctuando hacia el desencanto, aunque ahora mi maleta ya no está tan vacía: He ido incorporando la lengua, la historia y de pronto me descubro emocionada por ciertas canciones, ciertos lugares, ciertas leyendas, ciertas palabras y ciertas personas interesantes de este país. Ya no es la emoción de lo extraño, la curiosidad turística o antropológica, sino el amor por lo cercano, el gusto de reconocerse en las cosas y objetos, la identidad, la nostalgia incluso. Mi relación con Israel es de amor y desencanto a un mismo tiempo.



(este texto salió publicado en la edición del Nuevo Mundo Israelita de Caracas esta semana)

4 comentarios:

ww dijo...

Llegamos a Israel al mismo tiempo. Hoy pienso en volver. Me gusto este articulo.
Besos

LL dijo...

Si vuelves, podemos tomarnos un café juntas! Un abrazo!

araya dijo...

Chica. Qué destino tan de escritora el tuyo, el de caer en lugares tan desesperados y hermosos como Venezuela e Israel. Algo para maldecir y dar las gracias.
Qué visión tan sentida. Un saludito.

LL dijo...

Si! Qué destino! pero no sé si de escritora, que al ritmo que voy ni que me mude a Afganistan!

Besos!!!