jueves, diciembre 31, 2009

Pantaletas amarillas contra el mainstream



Días que se suceden y que nunca completan un año.

Ese es mi tiempo desde que vivo lejos de la civilización occidental.

De pronto me encuentro a mí misma sin hacer planes para el próximo año, ni promesas, ni "borrón y cuenta nueva". Por no decir: sin las uvas, la abuela llorando, "un año que viene y otro que se va", la cuenta regresiva, el encaramarse a cualquier silla, tirar monedas por la ventana, comer lentejas y todas esas tradiciones que en su momento me parecían ridículas y que ahora son tan lejanas, tan ajenas como si me hubiese metido en la máquina del tiempo y hubiese aparecido en otra era, otro planeta. Tradiciones de una civilización extinta. De pronto me encuentro sin año nuevo, viviendo un año viejo y larguísimo y ya sin siquiera añorar las pantaletas amarillas.

No me acostumbro a celebrar el fin de año en septiembre, como es la usanza entre la gente que me rodea. No celebro, digo "felizaño" por educación, no me emociona la manzana y la miel, ni el pescado con salsa picante de remolacha, ni las bolas de harina flotando en un caldo transparente. Más extranjera que nunca, como todo lo que me sirven sin poner mala cara, saludo sin sentirlo, recibo algunas tarjetas por educación, puedo incluso ir a alguna fiesta, pero no siento que acaba el año, no hago planes de ningún tipo, ni promesas, ni buenos o malos propósitos. No saco cuenta de lo pasado, no borro, sigo sumando en una operación de adición infinita y el 31 de diciembre me llega sin darme cuenta, sin revuelos, sin gente hablando de lo malo que fue y de lo peor que vendrá. Aquí casi nadie celebra, "no hay ambiente en las calles", y yo tampoco me siento en el mood del año nuevo. Tal vez alguna fiesta perdida, exagerada y remedadora de una tradición gringa, tan artificial como un halloween venezolano. Y yo prefiero quedarme en casa.

No hago una lista de deseos ni me propongo una dieta ni terminar la novela ni comenzar a estudiar algo ni nada. Tal como si se tratara de un día cualquiera a mediados de año. Un día igual a otros días que se suceden sin concierto.

Pero una voz, debajo del moho de mis recuerdos muertos, me dice que compre una botella de algo que parezca champaña, que vaya a una tienda de delicateses a comprar aunque sea un panetone, que vea en la televisión como celebran la llegada del año nuevo en Sydney. Que no me deje opacar por el status quo, el stablishment, el mainstream y en un acto de resistencia cultural sin precedentes me compre unas pantaletas amarillas.

miércoles, noviembre 25, 2009

Perdida en el espacio



Enumeración de cosas que me han pasado en estos días desaparecida del ciberespacio y perdida en el espacio:

1.- Subir Zion es toda una experiencia iniciática. Los oídos se tapan, en la punta de la montaña nos espera un puente flotante, otro mundo que desconocemos quienes vivimos en las tierras bajas. A la pregunta de si la experiencia iniciática se repite en la medida que se repite la subida cada dos o tres días, la respuesta es sí.

2.- Tener una experiencia iniciática cada dos o tres días es agotador, eso sí. Las neuronas no dejan de estremecerse ni un minuto, el asombro se repite con eficiente puntualidad, la cabeza se quiere salir por los oídos. La razón dice que algo debería salir de todo esto. El corazón dice que baste sentirlo.

3.- Babel es una torre virtual que flota sobre mi cabeza. Creo que fue Derrida el que dijo que era el hablante monolingüe de una lengua que no era suya. Igual yo: si quiero hablar en inglés, me salen palabras en la lengua bíblica. Últimamente sólo hablo una lengua que hablo mal. El español es el idioma del corazón y de la casa.

4.- No quiero escribir historias que se desarrollen en este país, pero cada imagen que me hace saltar una historia sólo es posible en este lado del mundo. Por ejemplo: las larguísimas llamadas desde celulares sólo viables en este país y no en mi tierra, donde las llamadas se remiten a "llámame" –fin de la llamada- o "ya voy saliendo para allá" – fin de la llamada-. En síntesis, un problema económico-tecnológico no me permite escribir el gran cuento del hombre que habla por teléfono en un autobús en otro lugar que no sea éste.

5.- Lo mejor que le puede pasar a la curiosidad es ir sentada en un autobús en un país en el que la telefonía celular es tan o más barata que la telefonía fija. Cada quien lleva su casa a cuestas, su teléfono, entonces cuando habla se cree solo, se mete en esa conversación al punto de que los demás no existen. Así, los otros se enteran de pormenores de la vida de quien habla y se produce un nuevo tipo de "voyeurismo": el telefónico. Nadie creería las cosas que he escuchado en esas conversaciones ajenas. Qué agradable que es ir recomponiendo la historia, tratando de imaginar lo que no escuchamos, un juego literario espectacular para llenar los largos viajes en autobuses.

6.- ¿Por qué será que estudiar me hace sentir culpable?

7.- Tenemos tanto perejil y cilantro en el jardín que tuvimos que armar bolsas para regalar porque ya no damos basto. Comemos y comemos y no se acaba nunca. Tendré que preparar un tabule, que sería la ensalada ultimativa de perejil, masacraría y acabaría con gran parte del excedente.

8.- Tenemos en el jardín otra hierba que no sé cómo se llama en español. ¿Será estragón? Me acerco a un punto en el que sé cómo se llaman las cosas en este idioma y no en el mío. Pero es que en español nunca tuve la oportunidad de ver el estragón, prácticamente nunca lo comí. Mi cultura culinaria en español es escasa.

9.- La teoría del excedente de población para explicar la inmigración europea de 1880 a 1850 a América Latina me parece un gran hallazgo. Bueno, pero no soy experta en el tema.

10.- En 1880, más o menos, llegaron los padres de mi abuela a un pueblo ínfimo del oriente venezolano. Vinieron de Córcega, sus ancestros más lejanos habían sido criadores de palomas. ¿Por qué llegaron allí precisamente?

11.- Leer, leer, leer. De todo: inmigración, hiperacusia, historias de instrumentos musicales, lenguaje, identidad, ballet, hadas y brujas, Diamela Eltit, Mario Bellatín.

12.- No escribir nada. O casi nada.

13.- Descubrí que puedo sacar cincuenta libros de la biblioteca de la universidad. CINCUENTA !!

14.- Hay un cuento mío en "Domingos de ficción" de Prodavinci. Clic aquí.

15.- Tenemos una crema – flauta. A veces es crema, a veces es flauta. Cada mañana le digo a mis hijos: Vamos a ver qué quiere ser hoy la crema – flauta, si crema o flauta. Cuando la crema quiere ser crema, sale rosada y pastosa, cae sobre la espalda de mi niño o en la barriguita de mi niña. Esta crema – les digo – la compré cuando tú eras una bebé y cuando tú ni siquiera pensabas nacer- Es una crema enorme, rosada, con ese olor que tienen las cremas para bebés que al final terminan oliendo a pañal repleto más que a perfume suave. Cae espesa y fría sobre la piel de mis niños y es regada con vigorosos masajes por mí, contentos todos porque hoy la crema-flauta quiso ser crema. Cuando la crema quiere ser flauta, emite un ta-ta-tá cuando la aprieto y no sale. O sí, lo único que sale es el sonido, una flauta grave y desafinada que dice do-do-do. Es una crema viejísima – les digo- tiene unos cinco años y ya debe estar vencida y tal vez por eso el olor. Tal vez por eso se cansó de ser crema y quiso ser flauta. Cada quien espera su turno para tocarla, contentos todos porque hoy la crema- flauta quiso ser flauta.

martes, octubre 06, 2009

En un lugar de la Mancha


En un lugar de
la Mancha hay un
cuento mío.
Click

martes, septiembre 29, 2009

Pepinos dentados


Mi niño no come pepinos, porque los pepinos tienen dientes, mamá – me dice muy serio y convencido. Veo el pepino cortado a lo largo sobre su plato de spiderman y es cierto, las semillas son dientes de leche - delgaditos y transparentes- que nacen de una encía verde claro, casi blanca. ¿Qué le puedo decir? Pues que se coma los dientes que son blanditos. Sí, sí, hijo, el pepino tiene dientes, pero no muerde. Pero ya sé que no comerá pepino hasta que deje de verle los dientes. Y cuando deje de verle los dientes al pepino, tal vez comience a ver la realidad de una forma más realista y eso me entristece más que toda la gama de vitaminas que queda desperdiciada en el pepino abandonado en el plato. Que no coma pepino, mi hijo, y que siga mirando dientes y soles que se meten en los árboles y cambiando las palabras y hablando con metáforas. No soy una gran madre, no me preocupo en extremo por la alimentación de mis hijos, pero me preocupa que mi niño deje de ver poesía en cada palabra o deje de jugar con la comida o deje de encontrarle dientes al pepino y ojos a los panes. O que mi hija deje de contar historias con la boca llena mientras la comida se le enfría en el plato.

A veces, no lo puedo evitar y me convierto en una máquina de dar instrucciones o de negar. Come con la boca cerrada, siéntate en la silla, no tomes más jugo, no comas más pan. Me pregunto si ese será el fin último de una madre. De pronto me escucho y me aburro de mí misma, entonces dejo que los niños hagan lo que quieran para poder comer en silencio. Así como y a mi alrededor los niños están felices. Uno le habla al pepino, la otra se sirve a cada rato jugo. Uno come con las manos, la otra habla con la boca llena. Felices todos, eso sí, porque yo soy de las que les gusta comer callada y ellos son de los que les gusta comer hablando, bailando, brincando. Yo sigo callada, educando con el ejemplo, aunque nadie diría que estoy educando nada ....

Un día escuché a una niña que le decía a su madre que el sol era una naranja. La madre se encargó de recalcarle que el sol PARECIA una naranja... " porque tu y yo sabemos que en realidad es el sol, ¿verdad?" – decía la madre, con tono preocupado. En estos días mi hijo vio un tren azul cobalto y dijo "azul lluvia, mamá". Desde entonces existe en la gama de nuestros colores el azul – lluvia. Una "madre sensata" habría dicho: "todos sabemos que la lluvia no es azul, hijito, es sólo que ese color se PARECE al de las nubes cuando llueve" . A mi me parece insensato explicar que la lluvia no es azul, que el sol no es una naranja, que el pepino sólo tiene semillas y no dientes.

Creo que el fin último de una madre no es convertirse en un pepino dentado para comerle la imaginación a sus hijos, pero tal vez me equivoco.

miércoles, septiembre 16, 2009

Una década y tres guerras



Casi en el inicio de este nuevo siglo me mudé a Israel. Acababa de comenzar la Segunda Intifada, con la subsiguiente oleada de atentados suicidas y sus correspondientes represalias, pero yo llegué con maleta ligera, sin prestarle mucha atención a los titulares de los periódicos que anunciaban ataques terroristas, bombas y muerte de este lado y del otro. Llegué sin lengua: no conocía otra palabra en hebreo, más que "shalom". Llegué sin historia: el judaísmo, el holocausto, el sionismo, los kibbutzim eran fábulas lejanas vistas en algún libro o película que ni siquiera podía precisar. Palabras nebulosas y desdibujadas. Nada que tuviese que ver con mis intereses o mi realidad. Yo vine a Israel como podría haber ido a cualquier otra parte, a cualquier otro país.
Mi llegada coincidió con los albores del siglo XXI, así mi visión del Israel de principios de este siglo está muy contaminada de esa visión de asombro y perplejidad que tiene todo viajero. Una visión más bien turística, un poco superficial, detenida en detalles sensoriales más que en profundidades. En los primeros meses me dediqué a deambular por calles y mercados, iglesias y ruinas, maravillándome por la historia y por la gente que a pesar de los titulares de los periódicos era feliz y guardaba esa felicidad con mucho celo. En aquellos días, me dediqué a desmentir a las noticias, a entender a esta gente que ha estado asediada durante siglos, a aprender esta lengua acorralada. Israel es un paraíso cuando uno acaba de llegar, incluso en los primeros meses: Los campos sembrados, las piedras llenas de historias, los mares disímiles, los desiertos dorados, las ciudades ruidosas, los sabores y los olores de las comidas. Si uno no se pone a revisar lo que pasa detrás de las murallas o más allá de los puestos de frontera, Israel es una maravilla.
Pero la realidad va asomando sus tentáculos aquí o allá. Mi primer choque con ella vino en forma de una caja que contenía una máscara antigás y una jeringa de atropina. Una caja recibida durante la última guerra de Irak, en el año 2003. La caída de las torres gemelas, tiempo después de mi mudanza a Israel, significó también la caída de mi visión ingenua de la realidad. Aunque veíamos la guerra del Golfo por la televisión, como el resto del mundo, debíamos tener a mano las máscaras antigás por si a Irak se le ocurría lanzar alguna bomba química por estos lados. Si alguien me hubiese dicho que habría una máscara horrible para mí descansando en una caja y esperando ser usada, nunca lo hubiese creído. Un video con las instrucciones para su uso se repetía constantemente en la televisión y yo me preguntaba si la caída de los grandes relatos que pregonó la posmodernidad no había significado también la caída de los fanatismos y de las posibilidades de guerras o conflictos bélicos de cualquier tipo. Al parecer los filósofos se habían equivocado o tal vez fui yo la que entendió mal todo. Terminó esa primera guerra televisada y guardamos las máscaras sin haber tenido la necesidad de usarlas. Dentro de sus cajas, quedaron perdidas en lo más recóndito del closet. Así como dentro de la memoria, el episodio quedó borroneado por la cotidianidad. Sin embargo, la guerra interna seguía manifestándose a través de atentados y bombardeos aquí y allá.
La siguiente guerra, a mediados de esta década, me encontró más endurecida. La lluvia de cohetes Qassam que caía con frecuencia en mi lugar de trabajo y sus alrededores, me sirvió para no asombrarme con la lluvia de cohetes que tuvo lugar en el verano del 2006 en el norte del país y que desencadenó la segunda guerra del Líbano. Esta década que se inició con la Segunda Intifada ha estado signada por una violencia continua que de alguna manera ha sido asimilada por la gente como un hecho cotidiano. Pero también hay quienes la niegan: para algunos Gaza o Beirut están tan lejos como Kabul. Sea como fuere, el común de la gente suele aferrarse al día a día, una de las mejores armas que posee el israelí en contra de una realidad que generalmente le es adversa. Y yo, aunque siempre me pregunto si es justo que la rutina no se rompa en situaciones bélicas, no niego que también hecho mano de este recurso, este refugio antiaéreo personal.
La realidad israelí conjuga de una manera asombrosa la tranquilidad del día a día con la violencia bélica y la intolerancia religiosa. Y con el paso de esta década está mezcla disímil se ha ido afianzando: por un lado hay una guerra enmascarada que se traduce en atentados palestinos y represalias israelíes, con sus altos y sus bajos; por otro lado la gente sigue trabajando, viviendo, tratando de ser feliz, las calles llenas, las playas, los niños en todas partes. Es difícil, para quien no está acostumbrado, vivir o entender esta dicotomía.
La tercera guerra se produjo a algunos kilómetros de mi casa. De tanto pasar cerca de los bunkers y los refugios, no se hace extraña la idea de que algún día deban ser usados.
Yo desconozco otro Israel que no sea este, el de esta década signada por tres grandes conflictos bélicos y sus repercusiones a nivel moral, social y económico. Me suenan a cuentos de ciencia ficción las historias de amigos israelíes contemporáneos conmigo, esas en las que ellos, de niños, solían ir a pasear con toda la familia cada sábado en la mañana por Gaza, se bañaban en sus playas, comían el mejor pescado del mundo en sus restaurantes, compraban frutas y vegetales en sus mercados. Las historias de la gente mayor me parecen mitos fundacionales. Y cada vez escucho más voces disidentes entre mis estudiantes que acaban de salir del ejercito, un porcentaje cada vez mayor de ellos hacen lo imposible por no enrolarse o van como quien se entrega a un castigo. Creo que esta década se ha encargado de apagar los ideales de paz y las esperanzas de mucha gente. Cada vez más personas añoran épocas pasadas en las que la paz parecía más posible.
Mi visión de Israel también ha ido fluctuando hacia el desencanto, aunque ahora mi maleta ya no está tan vacía: He ido incorporando la lengua, la historia y de pronto me descubro emocionada por ciertas canciones, ciertos lugares, ciertas leyendas, ciertas palabras y ciertas personas interesantes de este país. Ya no es la emoción de lo extraño, la curiosidad turística o antropológica, sino el amor por lo cercano, el gusto de reconocerse en las cosas y objetos, la identidad, la nostalgia incluso. Mi relación con Israel es de amor y desencanto a un mismo tiempo.



(este texto salió publicado en la edición del Nuevo Mundo Israelita de Caracas esta semana)

sábado, septiembre 05, 2009

De jardines y desvíos


En "500 ejemplares", el mejor blog venezolano de crítica literaria, acaban de publicar una reseña de mis jardines. (la ilustración de este post la tomé de allí)

Y en la página de Enrique Vila-Matas, mis desvíos!
¡No me puedo quejar!

martes, septiembre 01, 2009

Cajas, estaciones, ojos


Parece mentira que yo me alegre porque al parecer va pasando lo peor del verano y nos encaminamos a ese otoño aún caluroso de esta parte del mundo. Yo, que soy fanática del calor ... Pero así es: estoy alegre de sentir ese rayito de fresco en las mañanas, esas mañanas más oscuras, esos días menos crispados, ese calorón que se va yendo, aunque nadie, sólo yo, lo sienta. Los demás me miran como si estuviera loca porque ya no prendo el aire acondicionado o le compré zapatos deportivos a mis hijos para que ya dejen de usar todos los días sus sandalias.

Últimamente los cambios estacionales siempre me alegran. Bueno, todos menos el paso del otoño al invierno. Del resto, me alegro porque de pronto llegan las flores, o el aire huele de otra manera, o porque el sol comienza a tostarlo todo, o porque el calor se va disolviendo. En Venezuela, donde no hay estaciones –lo aclaro para mis 2 lectores interestelares- lo único que se espera es que llueva para que el calor se aplaque o que deje de llover de una buena vez.

Últimamente los cambios estacionales también me llegan junto a cajas grandes o pequeñas del correo. El invierno vino junto a una caja forrada en tela blanca que traía 36 jardines, mis libros. Me preguntaba en ese entonces, con ese frío blanco y mientras destrozaba la tela blanca también que cubría la caja, a quién podría darle yo esos libros. Sorprendentemente, los fui dando aquí, allá, por correo o de mano en mano, y me quedé sin nada. Bueno, con uno sólo, el mío, que procuro no leer pero que de vez en cuando hojeo.

La primavera me trajo libros de amigos internéticos. Amigos de esos que uno nunca ha visto, pero que lee en la web. La primavera me trajo sus libros y una felicidad inaudita de flores abriéndose.

El verano me trajo otro libro de una escritora a quien si conocí personalmente y con quien quedé maravillada por toda la belleza que irradia y por su sabiduría.

Este pre-otoño me llegó con una caja llena de 20 jardines más y 12 libros de un poeta venezolano olvidado, quien –además- es primo de mi mamá. O debería decir "fue" porque murió sin que yo llegase a conocerlo.

Veo en sus fotos los ojos que se repiten en varios miembros de la familia. Ojos italianos o franceses, de Córcega en todo caso. Ojos que me estremecen, porque aunque nunca los ví en persona o no los recuerdo, me son infinitamente familiares. Si estuviese vivo y me lo encontrara en la calle de casualidad, hubiese sabido inmediatamente que formaba parte de mi familia materna.

Ahora comienzo a leer sus libros y a meterme de manera oblicua en su historia, que en algunos puntos es también la historia de la familia. Porque no sólo reconozco en sus ojos a otros ojos familiares, sino que algunas de sus palabras me remiten a los mitos de mi abuela, a esas historias contadas entre tías, a algunas frases de mi mamá, a una manera de relacionarse con el mundo que se repite como sus ojos, con leves diferencias de color o tamaño, aquí o allá.

Agradezco al azar la suerte de que me haya tocado hacer una antología de su obra porque leerlo es toda una experiencia de descubrimiento literario y genealógico.

domingo, agosto 30, 2009

Miuzic!!


Escribir es también hacer música.

En estos días leí "Perros Héroes" de Mario Bellatín y encontré cierta música. Pero también encontré ripios.

Música: capítulos cortos a la manera de Agota Kristoff. Otra vez una narración en presente que otorga al relato cierta urgencia de cosa recién ocurrida. Cierta rapidez de semifusas. (?)

Ripios: Si uno escribe corto, creo, no se puede ser muy redundante. Sin embargo encontré repeticiones innecesarias y un cierto descuido en el lenguaje. Me encontré a mi misma corrigiendo. Taché en dos o tres oportunidades palabras que estaban demás. Repeticiones que no eran música, sino descuidos, como un viejo tocadiscos cuya aguja se queda pegada en surco o peor. No como Thomas Bernhard con su estilo repetitivo extremo y muy apropósito. Música, sin lugar a dudas, Bernhard.

Sin embargo, Mario Bellatín es un autor de moda, de ruptura, de instalaciones y demás. Y la verdad es que si: en un sentido "Perros Héroes" se siente cierta ruptura. Aunque la verdad, yo siempre dudo si se debe hablar de "rupturas" luego del Quijote, pero bue ...

En otro sentido, tenía demasiadas coincidencias estilísticas (y otras cuantas de contenido) con la trilogía de Agota Krsitof, escrita a mediados de los 90 del siglo pasado. Es más, se me confunde una escena de un niño en el hospital que recibe un álbum de perros heroicos con otro niño en un hospital que mira cada sábado como todos los niños son visitados por sus padres menos él.

A pesar de todo, a mi me gustó "Perros Héroes" por su historia y su ironía. Una metáfora del futuro de América Latina.


(Estoy desempolvando viejos post no publicados antes en los que no hago más que hablar paja sin profundizar en nada, porque este verano me tiene súper ocupada y casi no he podido dedicarme a este blog. A mis cuatro lectores, mis disculpas)

lunes, agosto 17, 2009

De la madre



A mí, particularmente, no me gusta para nada la psicología y sus explicaciones del mundo. Cosas que parecen traídas de los pelos como, por ejemplo, que si un niño se hace pipí en la cama, tiene problemas fálicos o algo por el estilo. Siempre recuerdo una mañana que mi hermana amaneció nadando en un charquito amarillo (cuídate de la nieve amarilla, diría Zappa) y dijo que había soñado con un baño precioso y pasó por lo menos 15 minutos describiéndolo. Yo la escuchaba embelezada. Mi hermana se hizo pipí en la cama a sus 6 o 7 años porque tenía ganas de hacer pipí y había soñado con un baño tan bello que bien merecía la meada. Ese sueño representaba su necesidad del momento, diría otra rama de la psicología, tal vez sea esa la psicología que prefiero. Sea como fuere, evito leer artículos muy psicológicos porque no me gustan y porque yo soy de las que cuando lee algún manual de medicina voy sintiendo todos los síntomas de la enfermedad y cuando leo un artículo de psicología voy enloqueciendo paulatinamente.

Cuando era niña leí con minuciosidad una enciclopedia de medicina familiar que había en mi casa y llegué a la conclusión de que yo era maniaco-depresiva, y además sufría de una versión incurable de la enfermedad del sueño, esa trasmitida por la mosca tze-tze. Me imaginaba que en alguna de mis correrías por el jardín –en momentos en que la maniacodepresivez me llevaba a la euforia- se me había acercado una mosca de esas, verde y gorda, que emitía un "tze-tze-tze-tze" continuo y me había inyectado su veneno a través de una picada microscópica que casi no pude ver en mi piel. Pero de los síntomas de la enfermedad si que sabía: una perpetua flojera, unas ganas de quedarme suspendida en un columpio movido por el aire por horas sin que ninguna parte de mi cuerpo se moviese. Y, además, ese ir de la risa al llanto con una facilidad pasmosa. Así, maniaco-depresiva y con la enfermedad del sueño atravesé también mi adolescencia y ahora esta "adultez". En síntesis, que todavía no se me han pasado las enfermedades que me contagio ese libro, por eso no quiero leer nada que tenga que ver con los procesos mórbidos del cuerpo o del espíritu.

Pero por más que evite esta clase de libros, sus palabras a veces vienen escondidas en otros tipos de envases. El huso, por más que el rey lo esconda, termina puyando a la princesa. Así fue como en algún blog u otro sitio de internet, me encontré con esta cita de Freud:

"El matrimonio mismo no queda garantizado hasta que la mujer no ha conseguido hacer de su hijo su marido y actuar con él como su madre"

Qué pesadilla. Recordé de inmediato a algunas parejas viejas en las que la mujer es una madre abnegada y el esposo un hijo cómodo y juguetón. O, peor, otras parejas viejas en las que la mujer es una madre regañona y el marido un hijo distraído y travieso. Un frío me recorrió todo el cuerpo, a pesar de este verano extra caliente, y cerré la página en la que leí tan nefasta frase, me desconecté de internet, apagué la computadora, la desenchufé y bien hubiese querido desarmarla y meterla en una caja, pero no hay que exagerar.

Entonces caminé hasta mi cuarto y vi a mi marido echado en la cama, mirando en la tele una serie cómica, muerto de la risa. Y me dije a mi misma: maniaco-depresiva, con la enfermedad del sueño y ahora madre de mi marido, es demasiado. Así que lo vi con mala cara y le grité:

- No quiero ser tu madre!

El pobre no entendía nada, me miraba y me miraba como diciendo "¿y quien quiere que seas mi madre?". Contestando a su mirada, añadí:

- Es que Freud dice ...
- Ah! No, no, no! Freud a esta hora no, por favor...
- ... que el matrimonio sólo queda garantizado...
- ... que ya está a punto de comenzar "Avatar" ...
- cuando la mujer consigue ser la madre de su esposo ...
- ¿Qué?
- Ser tu madre...
- Bueno, con tal de que me des a luz frecuentemente ...
- ...

martes, agosto 11, 2009

Volver a Piglia



Estoy releyendo a Piglia.

El verbo "releer" suena muy mal, porque es como si uno ya se hubiese leído todos los libros del planeta y ahora se dedicase a "releer" algunos muy selectos. Y la verdad es que yo no he leído tantos como para darme el lujo de "releer" ninguno. En lugar de eso, debería ponerme a leer por primera vez (y tal vez única) algunas obras claves de la literatura universal, en lugar de pretenciosamente "releer" a Piglia.

No diré "releer", pues, que yo no estoy para "releer" ni una receta de cocina.

Entonces digo: he vuelto a leer a Piglia.

Y he recordado por qué en una época dedique tanta fuerza, horas, cafés y cigarros (fumaba, en ese entonces) a escribir una tesis sobre él. Una tesis que me parece sumamente infantil y pretenciosa y de la que no recuerdo haber escrito ni una palabra. La (h)ojeé en estos días y me pareció escrita por una extraña. Así como cuando de pronto, y de puro ocio, nos ponemos a revisar los números de teléfonos en la memoria del celular y encontramos nombres totalmente desconocidos. Pero, ¿quiénes son estos? ¿Cómo los conocí? ¿Cuándo siquiera escribí sus nombres y números en mi teléfono? A mí me suele pasar. Todavía tengo un "David E." que no logro identificar. Años mirando su teléfono y su nombre sin poder saber ni dónde ni cómo.

Así, en ese estado de memoria, mi tesis me parece escrita por una extraña y disfruto de Piglia como la primera vez.

Prisión perpetua es una obra maestra de la literatura universal. Después de que la vuelva a leer, la volveré a leer, la volveré a leer, la volveré a leer.

Piglia es un teórico de la ficción, de la pasión pura del relato. Contar, para él, es como una especie de actividad metastásica en la que una historia lleva a otra y a otra. Una historia produce otras historias. Los motivos se agrupan y reagrupan de forma aleatoria, se reproducen aunque nunca llegan a ser los mismos del todo, se conectan y desconectan. Prisión perpetua es una especie de laboratorio de la ficción. La ficción claustrofóbica.

Es el trabajo meticuloso de la forma lo que me convierte nuevamente en fan de Piglia: ese tejido fino que hay detrás de un libro lleno de pequeñas anécdotas, microcuentos que se van conectando, voces escuchadas de lejos, a veces distorsionadas. La maravilla de la composición aleatoria, en la que un motivo va reapareciendo en historias sucesivas, pero disímiles. Porque la literatura no es sólo contar, no es sólo la frase corta y el despojo como piensan algunos, es también un juego con la musicalidad, la repetición, el azar y el orden de la anécdota y de las palabras. Narrar es también hacer música.

Vayan, mis queridos cuatro lectores, a leer o a releer o a leer nuevamente a Piglia.

No se puede comprender la literatura contemporánea en español sin Piglia. La verdadera literatura, digo. No la información ni la imitación bien escrita que no paran de publicar las grandes editoriales.

Después de leer tanta cosa mala promocionada como "audacia narrativa" o tanta narración de frase corta y poco adjetivo imitando un estilo norteamericano sin tomar en cuenta la lengua en la que se escribe (lo que en inglés suena contundente, en español suena a carencia), después de tener que abandonar tanto libro malo por la mitad, vuelvo a Piglia.

La ilustración es de Mark Weaber


jueves, julio 30, 2009

Mujeres que escriben como hombres, hombres que escriben como mujeres



Hace tiempo y para que las feministas se retorcieran de rabia, yo solía decir que me gustaban las escritoras que escribían como hombres. Tenía una lista encabezada por Patricia Highsmith, que solía esgrimir apenas alguna feminista me nombraba a alguna escritora muy mujeril.

Con el tiempo descubrí que lo que no me gusta es una literatura que aborda lo femenino desde los lugares comunes y que es estudiada teniendo en cuenta más el sexo de quien la escribe que el propio valor literario del texto.

Yo creo que el texto presenta un género sexual o una asexualidad – por qué no - que muchas veces no se corresponde con el género del escritor.

De hecho, las mejores novelas femeninas que he leído han sido escritas por hombres.

Madame Bovary, sería el ejemplo clásico.

Pero también "Mi querido Mijael" de Amos Oz y "La memoria de la piel" de David Grossman, por traer a colación mis últimas lecturas y dos de mis autores israelíes favoritos.

El libro "La memoria de la piel", de Grossman, está formado por dos novelas cortas que narran "emociones privadas". La primera, "Delirio" narra la historia de un hombre que sólo puede amar a su esposa a través de los celos. La segunda, que es la que me interesa comentar y que lleva el mismo nombre que da título al libro, relata la relación conflictiva entre una escritora y su madre. Nunca había leído una novela más profunda y dolorosa sobre la complicada relación madre-hija hasta que llegué a estas líneas. Nunca había leído algo tan extremadamente femenino, tan denso, tan rigurosamente poético. La hija escritora está escribiendo una novela basada en un capítulo complicado de la vida de la madre: su extraña aventura amorosa con un adolescente. La escritora no conoce detalles, pero con retazos tomados de sus propios recuerdos o que se han escapado en las conversaciones telefónicas con su madre -además de su propia ficción- trata de tejer esta historia que de alguna manera ha sido una de las causas de que la relación filial se quiebre irremediablemente. La novela se desarrolla en el lecho de muerte de la madre y en las páginas escritas por la escritora. Mientras la madre agoniza, la hija le lee lo escrito. La madre nunca cuenta nada, sólo asiente. La hija se debate entre preguntar detalles o seguir adelante en una narración basada en la suposición de cómo pudo haber sido todo. Al ponerse en la piel de la madre -en su memoria- , viene el perdón. No en balde ha dicho Grossman que "la mejor manera de conocer a los demás es escribir sobre ellos"

Por su parte "Mi querido Mijael", de Oz, está narrada en la primera persona del singular por una mujer de extrema sensibilidad, una imaginativa ex-estudiante de literatura casada con Mijael, un geólogo con los pies bien puestos en la tierra. Los formalismos sociales, un matrimonio hueco, un hijo visto como algo ajeno, se convierten para esta ama de casa en algo insoportable, al punto de conducirla a una disociación de la realidad. Esta mujer se refugia en un caleidoscópico mundo interior, en la depresión y la locura. Una novela íntima, que se debate en detalles cotidianos, en las sensaciones y la espiritualidad de la protagonista., mientras por un resquicio de la ventana vemos a una borrosa Jerusalén que se prepara para una guerra. Sin embargo, la que interesa es la guerra interna de esta mujer. Considerada por la crítica como una Madame Bovary contemporánea, "Mi querido Mijael" es sin duda una poética incursión en la intimidad de una mujer subyugada por la realidad y el desamor. Un personaje femenino profundo, auténtico, alejado por igual de los lugar comunes o los puntos de vista casi infantiles que abundan en algunos personajes femeninos escritor por mujeres.

He aquí, en mi opinión, dos joyas de la literatura femenina contemporánea. Dos hombres que escriben como mujeres.
La imagen es de Olaf Hajek

viernes, junio 26, 2009

Nuremberg 1949


En la mesa de al lado hay tres hombres: dos viejos locales y un filipino en una edad comprendida entre los 30 y 40 años. Los viejos son viejísimos y están sentados uno al lado del otro, a primera vista parecen gemelos: la misma nariz ganchuda, la piel cetrina, la rugosidad, las sandalias antiguas, los pantalones de poliéster, las camisas planchadas, los ojos sumergidos en una vorágine de arrugas. Pero si nos fijamos bien descubrimos que no son gemelos, es sólo el pincel de la vejez que lo asemeja todo. Los viejos están sentados uno al lado del otro y se hablan sin mirarse a la cara, con la vista perdida en el infinito de un pasillo concurrido en un céntrico centro comercial. Se hablan sin mirarse, se escuchan, revuelven el café, dicen "Nuremberg", dicen "guerras", dicen "1949". El filipino está frente a ellos, no los mira, no los escucha, es una sombra sonriente que mira de lejos a las chicas de pelo recontraalisado. El alisado japonés le recuerda cabellos queridos y abandonados en Manila. De vez en cuando su vista se topa con la de los dos viejos idénticos, pero no los entiende. Cada quien en su isla. Y es que su labor no es entenderlos sino acompañar a uno de ellos o a los dos. Cuidarlos.

Los dos viejos se hablan sin verse. Hablan de odios y guerras con caras compungidas. Repiten nuevamente "1949" y "Nuremberg" y agregan la frase "incomprensión histórica", pero el resto de la conversación se me escapa, es un murmullo entre dientes sintéticos que se pierde en el rumor de los pasos que van y vienen, las conversaciones que flotan en las otras mesas, las cucharillas chocando contra platos y tazas, la música sofocada de las tiendas, la voz de la cajera que pregunta que qué tipo de pan quiere, la mujer que pasa gritándole a sus hijos, el pasar de la escoba de una señora que barre resignada.

La imagen es de Joel Peter Witkins

viernes, junio 19, 2009

Apuntes para la creación del género road en la literatura venezolana


¿Será verdad que todas las mesoneras de los restaurantes de carretera de los Estados Unidos van vestidas con un uniforme rosado, delantal blanco y una chapa con el nombre en el nacimiento del seno izquierdo? ¿O será un invento de las películas y de la literatura de carretera?

Una vez estuve en gringolandia y viajé con unos amigos por una larguísima carretera desde el centro de lo turístico hasta "la verdadera América" – como la definió un gringo borracho que conocí en un bar antes de ese viaje- Debo confesar que estuve dormida casi todo el tiempo, que sólo me despertaba cuando el carro pisaba las ranuras que están a la orilla de las carreteras del mundo que va de primero y cuya finalidad es precisamente esa: despertar al que se duerme. Probablemente el amigo que manejaba también se había dormido, así como también la copiloto. Y cómo no me iba a dormir yo, si tenía a mi disposición todo el asiento de atrás y en las ventanas una monótona sucesión de pinos y más pinos. En algún momento el carro se detuvo en una alcabala. Sólo recuerdo la voz de un policía y un cartel con la palabra "pedestrians". En otro momento mi amigo tuvo que detenerse a comprar un café porque había conducido dormido durante horas. Nosotras seguíamos dormidas en el carro y sólo nos despertamos cuando él regresó. En una mano llevaba un café enorme y en otra dos coronas de Burguer King para las bellas durmientes. Entonces dije: ah, no, no, no! Yo quiero ver este restauran de carretera! Mi amigo, gringo para más señas, dijo: no esperes nada como en Venezuela. Mi amiga, criolla como yo, agregó; ¿qué? ¿No hay una chicharronera, una fritanga, una venta de empanadas? Nos bajamos dispuestas a develar el misterio. Después de horas de pinos y más pinos, era nuestra primera posibilidad de ver seres humanos, pero se trataba de un Burguer King con todo tan parecido a todos los Burguers Kings de cualquier lugar del universo y no había mesoneras de trajes rosados ni gandoleros llenos de tatuajes. Había, si, dos muchachos esbeltos vestidos a la usanza de los BK de todo el universo y una pareja de viajeros con sueño pidiendo un café extralarge y unas donas homemade.

¿Será que no estábamos en la verdadera gringolandia a pesar de que eso era bien bien adentro y no había ni un solo turista?

¿O será que las mesoneras de uniforme rosado sólo están en las road movies o en la literatura de carretera?

Me acordé de esta pregunta fundamental luego de leer "El corazón es mentiroso" de J.T. Leroy, donde –por supuesto- está la mesonera con su uniforme. Me dije: será que no tuve la suerte de verlas cuando recorrí 10 horas de carretera norteamericana, porque en realidad sólo fueron 10 horas de pinos con un Burguer King en el medio y un señor en un trailer vendiendo maní hervido al final. También pensé en lo fácil que es crear un género en un país donde las mesoneras van todas iguales. Y por si esto no fuera suficiente, también pensé en cómo sería la literatura de carretera venezolana, cuales serían las marcas del género, con qué imagen se podría identificar a nuestras mesoneras? Todas estás preguntas fundamentales me las hacía en lugar de estar limpiando mi casa, tendiendo la ropa, lavando los platos.

Todas estas preguntas fundamentales me las respondí cuando finalmente me decidí a llevar a cabo todas las actividades fundamentales antes mencionadas.

Así, mientras barría pensé que:

1.- La mesonera de las carreteras venezolanas debe identificarse con unas licras negras bien ceñidas, una camiseta microscópica que deja ver la profusión de sus carnes, tal vez un collar de semillas.

2.- Los camioneros venezolanos duermen a la intemperie, guindan chinchorros debajo de sus enormes gandolas, no llevan tatuajes ni parecen los ángeles negros de las Harley Davison. ¿Quién los cuida de los malandros mientras duermen en esos frágiles chinchorros que parecen más bien capullos de mariposas colgando de las ramas de un árbol?

3.- Al parecer, la palabra "gandola" es un modismo venezolano que quiere decir "camión grandísimo o carga-larga". Hay que luchar por incluirla en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española antes de decidirse a la creación del género road en la literatura venezolana.

Mientras tendía la ropa y después de haber consultado el diccionario:

4.- Ya la palabra "gandola" está incluida en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, así que ¿qué esperamos para crear el género?

5.- Muchas veces tengo la pesadilla de que me toca manejar desde Caracas a Maturín o viceversa, entonces voy recorriendo cada palmo de esa carretera como si lo caminara. Hay un tramo verde denso, con una humedad que casi se toca, que me lo sé casi de memoria. Bueno, me lo sé en su versión de hace 5 años.

6.- Mi contribución al género road venezolano comienza con un autobús que se detiene en medio de la noche en una arepera atendida por portugueses. La gente se baja medio dormida, estirándose, limpiándose lagañas ...

Mientras lavaba los platos traté de pensar en el corpus de este género en Venezuela, pero no se me vino nada a la cabeza:

7.- Si alguien conoce cuentos o novelas de carreteras venezolanas, cuéntenmelo!!!!

sábado, mayo 30, 2009

Bailarinas

Nos acercamos al taxista casi al mismo tiempo, pero yo me quedé callada. La otra chica habló enseguida, con firmeza, como quien dice "este-taxi-es-mío" o "yo llegué primero". Decía el nombre de una calle y un número, peleaba el precio, se quejaba porque el taxista no quería usar el taxímetro. Recuerdo que me impresionó su bolso enorme y plateado. ¿Qué llevará allí?- me preguntaba mientras oía de lejos el regateo. El taxista siempre se dirigía a ella en plural: "vengan", "las llevo", "¿cuánto quieren pagar?" Me sentí en la obligación de explicarle que - aunque yo estaba allí, codo a codo con la chica del bolso plateado, escuchando la transacción - no estábamos juntas. Entonces me echó un vistazo como diciendo: "imposible que no estén juntas si se encuentran frente a mi cual siamesas idénticas". Los ojos ya le habían vuelto a sus cuencas cuando por fin se decidió a preguntar que para dónde iba yo. Le respondí: iba a un templo-de-la-cultura donde se presentaría el ballet nacional de España. Propuso llevarnos a las dos por un precio irrisorio, en su opinión. Primero a la chica, luego a mí: así cada una ahorraríamos una moneda de 10, él ahorraría gasolina, la ciudad economizaría en polución, el tráfico escatimaría un carro. Todo por el bien de la humanidad, el medio ambiente, la federación de taxistas y la economía de la chica y la mía. El bolso enorme y plateado decía que la economía de la chica no estaba tan mal como la mía, pero de todos modos, ella aceptó el trato.
Era rusa, se le notaba en el acento y en la ropa. Llevaba la cara lavada, aunque se adivinaba en la superficie de la piel que su costumbre era un maquillaje fuerte.
Nunca en mi vida pasé por lugares tan lúgubres en esta ciudad. Un desfile de depósitos y galpones hechos de chapas de metal y todo cada vez más oscuro. El carro se detuvo en un callejón sin salida lleno de conteiners para la basura atestados. Una luz atrajo mi vista hasta el local al que habíamos llevado a la chica. En fucsia fosforescente resaltaba el nombre: Baby Doll.
Mi compañera de viaje pagó y se bajó del carro. El taxista deshizo lo andado, volvimos a la luz de las calles normales, esas donde parejas caminan de la mano, chicas van en bicicleta, hombres en monopatín, todo de lo más cool. Y yo me quedé pensando en ese momento en el que el taxista pensó que la bailarina rusa de la cartera plateada y yo íbamos juntas al mismo sitio.
Tal vez parezco una bailarina latinoamericana con la cara lavada que va al Baby Doll.
No tengo una cartera plateada, eso sí.
El taxi parecía haber roto la barrera del tiempo y el espacio. Ahorré una moneda de 10, pero visité dos ciudades en menos de 20 minutos. En la ciudad luminosa todos ignoraban esas calles de fábricas abandonadas, talleres, conteiner, galpones de chapa, basura y bailarinas rusas.
Las bailarinas de ese lado eran españolas y con trajes de satén bailaban una música antiquísima, en medio de sonetos de Garcilaso de La Vega recitados por Miguel Bosé.

A la salida, las vi pasar contentas, fumando.


Nadie me confundiría con ellas, a pesar de que hablamos la misma lengua.


La ilustración: "Bailarinas rusas" de Edgar Degas.

miércoles, mayo 20, 2009

El corazón de J.T.Leroy es mentiroso


Yo llego tarde a todos los chismes, incluso a los literarios.

En estos días me topé con un libro en la biblioteca de Alejandría. No tenía tiempo de ponerme a buscar en sus largas estanterías y agarré lo primero que vi sobre una mesa: "El corazón es mentiroso" de J.T. Leroy. Sobre un fondo púrpura, se leían en la contraportada algunos comentarios de quienes habían leído el libro (The New York Times, Dennis Cooper, John Waters), entre los que se repetía una y otra vez la frase "prosa auténtica". Según las letras blancas de la contratapa, J. T. Leroy pensó en suicidarse a los 14 años, pero un psicólogo le recomendó que escribiera y de allí salió este libro autobiográfico, convertido en lectura obligatoria en la Universidad de Yale.

Qué gusto mal sano por la literatura "auténtica", el reality show literario- pensé – tienen estos gringos. Y decidida a averiguar si el éxito de este autor de culto de 16 años radicaba sólo en la cualidad autobiográfica de su prosa, me metí en esas historias de drogas, sadismo y prostitución. Me sorprendió una narración eficaz, llena de imágenes, pausas, elipsis, es decir: sumamente literaria. Lo "genuino" había sido pasado por el tamiz de lo "artístico" a tal punto que comencé a sospechar la activa intervención de un "editor" o del mismo psicólogo.

Y como nada está oculto entre google y wikipedia, pude cerciorarme de que mis sospechas no eran infundadas: Pues resulta ser que el "wonder boy" de la literatura norteamericana es una cuarentona. Páginas y páginas refieren el fraude, porque además, la cuarentona utilizó a una sobrina veinteañera (la chica-chico de la foto) para que personificara a su pseudónimo en las presentaciones de sus libros y películas basadas en sus libros.

Los gringos se sintieron defraudados, estafados: el niño prodigio no existe, sus historias son ficciones, la literatura es literatura. Esperaban otro Jim Carroll con The Basketball Diaries -ese escabroso diario de un heroinómano y taxi boy de 13 años que escandalizó a finales de los 70- pero se encontraron con una historia ficticia y con un escritor inventado. Me imagino que en una época signada por la estética del reality show y la autoficción esto debe haber sido tan doloroso como un latigazo. Y a la pobre Laura Albert, la escritora detrás del adolescente maldito, le han sacado un dineral en demandas y hasta han querido meterla presa. Muchos se han sentido burlados, ya no digamos algunos productores o editores, porque creyeron que leían lo autentico en lo ficticio. ¿Cómo creer en esas historias si no están contadas por su protagonista, ese Lazarillo de Tormes de la oscuridad callejera norteamericana? Acusaron a Laura Albert como si fuera la única que ha usado pseudónimos o que ha inventado historias. Como si la ficción no fuera un tejido de verdades y mentiras. Como si la literatura fuese una crónica exacta de lo real. Como si la realidad real existiera.

A mí, particularmente, me encantó saber que J.T. Leroy es Laura Albert porque esto devuelve a la ficción a su lugar. Ella creó una historia, creó un personaje para que la contara, y ese personaje salió del papel, se hizo carne y engañó a los adoradores de lo "auténtico".

Ella creó un dios de lo genuino hecho de ficciones.

"El corazón es mentiroso" - más allá de ser una colección de historias llenas de los tétricos lugares comunes de la literatura dark, pero bien narradas - es una interesantísima ficción doble, un performance completo, que barre con las fronteras entre realidad y ficción dejando claro que ni la una ni la otra existen.
Y por si todo esto no fuese suficiente, ahora la chica que personificaba al escritor inventado acaba de publicar unas memorias en las que cuenta lo que sintió al ser J.T Leroy. ¿Las habrá escrito ella?

jueves, mayo 07, 2009

El perro de Nina Hagen

Este video va dedicado a los escasos lectores de mi cuento: "El perro de Nina Hagen"

Ese cuento no es autobiográfico, pero -como toda ficción - parte de quien lo escribe: mi infancia se divide en antes y después de haber visto el perro de Nina Hagen. El cuento, sin embargo, es la sumatoria de varias y diversas infancias que tuvieron el placer de ver a Nina Hagen cuando camino a Río hizo una breve parada en Caracas .... (verla en la tele, no vayan a creer ...)

Luego de años queriendo volver a ver al perro de Nina, finalmente lo conseguí en este video.
Si prestan atención, pueden verle hasta la lengüita!
Jajaja!

martes, abril 28, 2009

Mis desvíos en Hermano Cerdo


En el número 23 de la revista digital Hermano Cerdo, una de las mejores y más lindas de la web, tuvieron la bondad de incluir mis desvíos en la parte de "ensayos" y les pusieron esta ilustración tan espectacular.


Y entre los libros cerdos, mis jardines!


Gracias a la porcina hermandad!


jueves, abril 16, 2009

Máquina de mariposas

Estaba sentada en la mesa de dibujo, mi niña. En la mesa de dibujo de su guardería. Estaba tan concentrada dibujando que ni siquiera me vio llegar, así que me quedé mirándola de lejos. Me encanta mirar de lejos a mis hijos, mirarlos cómo son cuando están sin mí. Ella terminó su dibujo y lo metió en un sobre que luego también decoró con más dibujos. Cuando terminó, me acerqué. "Te preparé una sorpresa" – me dijo. Abrí el sobre y vi el dibujo: mariposas de todos colores saliendo de una especie de cubo sacudido, con rayas que mostraban vibraciones, todo en perpetuo movimiento. Maravillada, le pregunté que qué era. "Una máquina de mariposas" – me dijo. Asombrada, le pregunté si eso lo había visto en un libro o en la televisión. "Lo inventé" – respondió. Feliz, me quedé con la máquina de mariposas en la mano.
Se me había hecho tarde para ir a buscar a mi niño, así que salimos corriendo hasta él. Lo buscamos, los monté a los dos en el carro, cada uno en su silla, tiré todo lo que tenía en la mano en la silla del copiloto: ropa sucia, dibujos, un morral de Pokemon, una máquina de mariposas, mi bolso. El calor no se aguantaba porque era uno de esos días en que el clima da muestras de su quiebre: de pronto, en medio de la primavera fresca y florida, vienen vientos calientes arrastrando polvos y alacranes. Un accidente atmosférico, la calina. Un calor extremo, la canícula. Palabras éstas que nunca usé en mi tierra, porque –creedme- allá solo hay calor y calorones, mientras que aquí el calor tiene mil formas, mil palabras. Palabras que traduje como calina, canícula, simún. En fin: que hacía un calor terible, que el carro no tiene aire acondicionado, que nos sentíamos como en un horno y que íbamos a visitar a unas amigas de mi niña que viven a media hora de casa.
Llegamos horneados, las mejillas de mi niño explotaban en rojo, daba miedo ver sus ojitos azules en medio de una cara achicharrada. Mi niña era un mar de sudores. Nos bebimos la última gota de agua de la botella y nos bajamos del carro con muchos tropiezos: suéltate el cinturón, no bajes tu morral, déjale agua a tu hermana, no se les ocurra cruzar la calle sin mí. Cuando agarré mi bolso, me traje sin querer la máquina de mariposas.
La casa estaba tomada por las niñas: dos grandes y una bebé. La madre estaba exhausta, decía que no paraba de limpiar y recoger juguetes todo el día. Mis hijos entraron en acción inmediatamente: correr, jugar, comer chucherías en cualquier rincón. Las niñas prendieron la radio y la televisión al mismo tiempo, pusieron a cantar todos los juguetes con música, sacaron los disfraces, los trenes, los colores. El piso se volvió un mar de migas que la bebé recogía y comía libremente. Yo trataba de detener al menos a mis hijos, pero la madre decía "déjalos, déjalos, son los que menos desorden hacen". En algún momento la madre y yo pudimos sentarnos a tomar un té, hablamos un poco. De pronto la madre hizo silencio, me encontré a mí misma hablando sola en una lengua que no es la mía - que si he de hablar sola, que sea en mi lengua -. Me sentí ridícula. Me callé. Los ojos de la madre se fueron poniendo vidriosos. Va a llorar, pensé y me dio vergüenza mirarla. Luego me di cuenta de que en realidad se iba quedando dormida a pesar del escándalo que hacían los niños y de la bebé que gateaba a su libre albedrío en un piso muy sucio.
La dejé que se durmiera y me encargué de la bebé, de evitar que se comiera los chicles que habían pegado sus hermanas debajo de la mesa o las migas que habían quedado frente al televisor. También traté de poner un poco de orden: barrí, llevé los platos y vasos al lavaplatos, pedí a los niños que recogieran los disfraces.
Cuando la madre se despertó, el desorden era menos avasallante.
A la hora de irnos, comenzaron los problemas: que no, que por qué tan pronto, que no hemos jugado casi nada. Entre llantos y berridos de niños propios y ajenos, salí huyendo de aquella casa.
La calina se había quebrado. Un airecito fresco nos acompaño de regreso.
Pero en casa, otra tormenta: olvidé la maquina de mariposas en aquella casa tomada por niñas. Mi hija lloraba desconsoladamente y cada una de sus lagrimas me dolía notablemente. ¿Por qué no guardé la máquina de mariposas en mi bolso cuando me di cuenta de que la había sacado del carro sin querer? ¿Será posible encontrarla en esa casa llena de muñecas, trenes y migas? ¿ese agujero negro de niñas? ¿ese triángulo de las bermudas de juguetes? ¿esa anarquía de plastilina y colores?
Lloraba mi hija para afuera y yo lloraba para adentro.
Al rato, cuando pudo escuchar todos mis consuelos y se calmó un poco, me dijo: "esta bien, te voy a hacer otra sorpresa"
Al otro día en la mañana, apenas se despertó, se dispuso a dibujar no sin antes decirme: "ya no estoy triste, pero todavía pienso en la máquina de mariposas". Yo también, hija – le contesté – Haremos una expedición para recuperarla, pero en caso de que no la encontremos tienes que saber que yo nunca la voy a olvidar, que va a estar en mi corazón siempre.



La ilustración es de Ana Ventura

domingo, abril 12, 2009

La memoria de la lengua


Tengo que confesar que me molesta notablemente leer en la lengua que me rodea y no sólo porque es otro su alfabeto, sino porque no me gusta como suena. En esta lengua todo me suena a calle y a mercado, a hombre gritando ofertas con palabras que pasan rozando unas encías cariadas, a fanatismos y a exabruptos. Yo sé que esto es muy personal y que para mucha gente los sonidos de esta lengua son sinónimos de viejas liturgias, palabras ancestrales, místicas o memoriosas. Pero mi acercamiento a esta cultura ha sido otro: más que místico, callejero. Más que memorioso, de supervivencia. Más que religioso, de gritos. Entonces las palabras se preñan de significados inmediatos y dejan atrás toda su genealogía.

Qué me perdonen los grandes poetas de esta lengua, pero a mi no me gustan sus sonidos ni sus palabras. Ni su sintaxis desnuda ni sus mezquinos tiempos verbales. Amos Oz traducido al español es de una belleza inenarrable, pero si lo leo en hebreo me parece tosco y violento. Lo más probable sea que todo esto se deba a mi ineficiencia lingüística: yo hablo este idioma sólo por necesidad, no uso bellos términos ni hago chistes, no uso juegos de palabras ni dobles sentidos. Pero yo hablo este idioma, no se me mal entienda. Lo hablo pero no lo disfruto.

A veces pienso en esos escritores que han tenido que abandonar sus lenguas maternas, para escribir en un idioma que les es ajeno. Pienso en ese proceso por el cual han tenido que apropiarse de un lenguaje otro, aprender a usarlo correctamente, enamorarse de él. A veces pienso en que como están las cosas, este destierro y esta extranjeridad son lo único que tengo y que debería abrazar esta lengua, leer en esta lengua, escribir en esta lengua. De momento, no puedo. Aunque Agota Kristof diga que ella hubiese podido escribir en cualquier lengua, yo pienso que para escribir hay que mantener una relación amorosa con la palabra. Probablemente me equivoque, tal vez la relación que mantienen estos escritores des-lenguados con el idioma en el que se ven obligados a escribir sea una de tensión o amor-odio, pero en mi no hay ni siquiera eso. Yo hablo este idioma y es posible que algún día pueda leerlo sin tantos tropiezos, pero no estoy segura de que pueda escribirlo porque mi relación con él es utilitaria y no placentera.

Pero no todo son quejas: hablar este idioma me ha hecho repensar el mío propio...

Toda este palabrerío es porque en estos días leí una novela de David Grossman titulada en español: "La memoria de la piel" y deliré de felicidad ante la hermosura de ese título. Qué belleza! Qué poesía! Enseguida quise saber su nombre en hebreo y era este: "Ba guf, ani meviná". No lo podía creer! La traducción literal de esa torpeza de título es: "Con el cuerpo, yo entiendo" y gracias a la bondad del traductor tenemos: "La memoria de la piel" ¿Bondad, licencia poética o abuso? No sé hasta que punto sea correcto cambiarle el título a una novela o película, pero en este caso no pudo ser más acertado. Así, me pregunto si todos los traductores se toman atribuciones de este tipo, o si sólo fue el de esta novela porque en este caso decir "Con el cuerpo, yo entiendo" es una verdadera desfachatez, una torpeza y hasta una grosería. Así tenga que ver directamente con la trama, es un título espantoso. "La memoria de la piel" es más metafórico y en un sentido oblicuo y mucho más rico no sólo está estrechamente relacionado con la trama, sino que aporta una connotación especial que rescata o resalta un significado más profundo de lo narrado.

Si algún crítico pretende hacer un análisis de la novela que tome en cuenta el significado al que apunta el título, pues que sepa que ese título es la lectura del traductor y no la intención del autor.


Yo creo que la lengua se va construyendo sobre memorias. Algunas veces, en nuestro propio idioma, podemos recordar cómo aprendimos una palabra. O tal vez no lo hacemos de forma consciente, sino que una palabra nos trae reminiscencias, imágenes o sensaciones. Cuando aprendemos otra lengua, este proceso es más consciente y entonces las palabras, casi todas, nos traen memorias. No sé explicarlo, pero, por ejemplo: yo aprendí la palabra mostaza cuando comenzó la guerra en Irak, después de la caída de las torres gemelas. El narrador de noticias la repetía a cada rato "jardal, jardal, jardal". Alguien me dijo que "jardal" era mostaza, que se hablaba de la posibilidad de que este país fuese atacado con gas mostaza. Desde entonces, la palabra mostaza me recuerda a guerra y a mascaras antigás. Un pollo a la mostaza dicho en hebreo me suena fatal.

Mi memoria de esta lengua generalmente no es grata. Mi relación con ella, tal vez por eso, tampoco.
PS: desde ahora, me enserio con las imagenes y cito fuentes. La de este post es de Cherry Wood

miércoles, abril 01, 2009

Los niños de Agota Kristof

No quería leer libros narrados por niños, o por narradores en primera persona que recuerdan o hablan desde su niñez, pero insistía en agarrar libros al azar de las repisas de la biblioteca de Alejandría.

Pensé: Tal vez deba leer a Marsé y tome "Rabos de lagartija". Una vez en casa, al abrirlo, salió la voz de un niño y recordé esas colecciones de rabos de lagartijas que hacían mis primos en el calor infernal de Ciudad Bolívar. Cortar rabos de lagartijas y juntarlos en un frasco de mayonesa vacío por el solo placer de mirarlos retorcerse hasta quien sabe cuando, separados de sus cuerpos y sin ninguna esperanza. Moviéndose para nada.

Cerré el libro sin pasar de las primeras líneas y abrí la siguiente adquisición azarosa: "El libro de la gramática interna" de David Grossman. No lo podía creer: otro niño.

Devolví los dos libros, no sin antes comentarle a la bibliotecaria que no los había leído, que tal vez eran una joya de la literatura contemporánea, pero que en estos días no me provocaba leer libros narrados por niños o adultos que recuerdan la niñez.

El tercer libro no lo agarré de esa biblioteca sino del éter. A nadie sorprenderá que diga que se trataba de otro libro sobre/de/con niños. No vi la portada, porque el éter a veces no nos ofrece portadas, así que entré de lleno en "El gran cuaderno" y allí me quedé, con esos gemelos sucios y retorcidos, arrugando el estómago a cada dos páginas y convertida desde ya en fan de Agota Kristof, esa mujer increíble, ese monstruo de la narrativa.

"Claus y Lucas" contiene la trilogía sobre los gemelos perversos que escribió Agota Kristof cuando por fin pudo dominar el idioma que la rodeaba. Que hubiese escrito en cualquier idioma, ha dicho en algunas entrevistas esta autora húngara que emigró a suiza en 1956 huyendo de las tropas del "Pacto de Varsovia" En Suiza fue obrera de una fábrica de relojes por no tener idioma, pero se apoderó como pudo del francés y publicó su primera novela en 1986, a los 50 años. Agota Kristof forma parte, además, de esa serie de escritores que han escrito en una lengua que no es la suya que a mí particularmente me apasionan porque creo que son capaces de construirse una lengua propia dentro de algo que les es ajeno, pero ese es otro tema.

La primera novela de Kristof , "El gran cuaderno", es la primera novela de la trilogía y la única que he leído hasta los momentos.

En plena guerra, una madre se ve obligada a dejar a sus gemelos en casa de una abuela malvada. La novela está narrada desde la primera persona del plural, ese "nosotros" indivisible, de idéntica mirada, de unos niños que se someten a un duro entrenamiento para volverse inmunes al mal y al desafuero que los circunda.

Los gemelos suelen hacer redacciones. Antes de comenzar a escribir, le ponen un título y dicen: "Tenemos dos horas para tratar el tema y dos hojas de papel a nuestra disposición". No en vano la novela está formada por pequeños capítulos o escenas en las que se desarrolla una anécdota en tan sólo dos páginas. Las redacciones que les salen mal, son quemadas inmediatamente; las que les salen bien, son copiadas en el gran cuaderno. Dicen: "Para decir si está "bien" o "mal" tenemos una regla sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que hacemos"

Así los hechos son narrados en presente, como si acabasen de ocurrir y los gemelos nos los estuvieran refriendo inmediatamente con un lenguaje despojado y seco. Continúan: "Por ejemplo, está prohibido escribir "la abuela parece una bruja". Pero si está permitido escribir "la gente llama a la abuela ´bruja´". Así, no dirán: "El ordenanza es bueno", sino: "El ordenanza nos ha dado unas mantas".

Este es el proyecto de Agota Kristof: escribir una historia en la que nada es superfluo, directa, que no explica ni hace juicios de valores, sino que muestra. Estos gemelos preadolescentes establecen una serie de normas para la escritura de esa especie de diario común que llevan en el gran cuaderno que son las pautas de escritura con las que Kristof arma esta corta pero rotunda novela.

Los gemelos concluyen que: "Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos, de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos"

Aunque no quería leer novelas narradas por niños, el "nosotros" de estos gemelos me atrapó irremediablemente. Tal vez porque quería leer una novela escueta, sin valoraciones ni largas opiniones, sin imágenes ni sentimientos, narrada en un presente feroz.

Desde ahora, en mi altar de maestras: Agota Kristof.

Sigo leyendo.

martes, marzo 24, 2009

Mi propio Idaho

No estaba en mi bolso, tampoco en el bolsillo del abrigo. Como un segmento de oscuridad iluminado de pronto por un fogonazo, mi memoria lo vio sobre la mesita de noche conectado a la electricidad, cargando batería. Allí se había quedado, con su rosado eléctrico, porque se me había ocurrido a última hora que no era conveniente salir con el teléfono casi descargado, aunque bien podría haber llevado el cargador o usar esas máquinas que por una moneda de 5 te cargan el teléfono porque tienen cables para alimentar a todos los modelos de teléfonos celulares posibles. Pero la verdad es que esas máquinas me dan miedo. Están apostadas a lo largo de la plataforma de salida de los autobuses y no paran de decir cosas como "¿olvidó cargar su teléfono?", "venga, le cargamos el teléfono", "no hay ningún problema" y muestran un sin fin de cables de colores diversos y tipos heterogéneos. Sabía que me enredaría en esos cables al tiempo que me entraría pánico al escuchar de tan cerca esa voz de mujer metálica diciendo "No hay ningún problema", "No hay ningún problema", por eso preferí cargar mi teléfono en casa, aunque fuesen unos minutos antes de salir corriendo a la parada del autobús. Y allí quedó, alimentándose en exceso.
Apenas llegué a la estación central, busqué un teléfono público para avisar que estaba destelefonada (horror: incomunicada). Se sabe que los teléfonos públicos son una especie en extinción, pero yo había visto uno debajo de una escalera mecánica. Un teléfono anaranjado y siempre solitario, sombrío, con una especie de dignidad de sobreviviente, un viejo que muere de soledad pero con decoro debajo de esa escalera en el rincón más frío y lúgubre de una estación central cada vez más parecida a un universo descompuesto.
Dos hombres estaban frente a aquel artefacto de otros tiempos. Uno era viejo, canoso, de piel curtida y llena de penetrantes arrugas. Vestía con una cierta formalidad barata y aburrida: chaqueta negra, camisa de cuello y botones. Tendría entre 55 y 60 años. El otro era tan bello que parecía un ángel. El ángel le pedía al viejo que llamara y le daba una moneda de uno. El viejo iba a llamar, pero se paró en seco cuando me vio. Dos ojitos brillantes en medio de un mar de arrugas y pliegues morenos. Yo también me paré en seco cuando lo vi viéndome. Pensé: Hubiese sido mejor enredarme en cables y escuchar de cerca esa voz supuestamente tranquilizante que repetía de forma psicótica que no hay ningún problema, no hay ningún problema. Quise devolverme, pero ya estaba allí, debajo de esa escalera. El ángel también me vio: su piel era blanquísima y limpia; sus ojos azules infinitos; su cabello escaso y crema. Vestía con la misma formalidad barata que caracterizaba al viejo, pero en él –que tendría unos 20 años como máximo- era más bien ese estilo de quien acaba de llegar de Rumania, Albania o cualquier país centroeuropeo, que no todo en Europa es Versace. El ángel me vio y yo no sabía si reírme o ponerme a llorar porque si todo en él era bello, había algo que no cuadraba en esa escena, algo que tenía que ver con el mohín de su boca. Una boca violenta en medio de una cara inmaculada. Una boca gastada. Unos dientes negros. Un aliento de demonios. El viejo se negó a llamar en mi presencia. El ángel lo vio con ojos que echaban fuego y exhaló un vapor oscuro por los orificios de la boca y la nariz, un vapor de resignado enmarcado en cejas de aburrido. Rudimentariamente, a sabiendas que la lengua en la que hablaba no era la suya, propuso: tal vez podían ir a comer algo. En una cartuchera guindada de la correa del viejo tintineaba la lucecita verde de un teléfono celular que no sería usado porque esa llamada no debía quedar registrada. Yo no podía ya mirarlos más, distraídamente había interrumpido una transacción que sólo se podía llevar a cabo desde el anonimato de un teléfono público, por eso bajé la mirada y me dediqué a estudiarles los zapatos clásicos, de trenzas, imitación de cuero, tal vez huecos en la suela del más joven, tal vez una mejor imitación los del más viejo. El viejo, con un mueca me dijo "llama tú", se apartó del teléfono y se echó a caminar. El ángel contrariado lo seguía sumiso y perverso, camino a Sbarro, tal vez comerían una pizza y esperarían desde lejos a que me fuera.

Tomé el pesado auricular. El teléfono era un viejo que moría de soledad en una casona abandonada a veces visitada por pillos.

Otro fogonazo en la penumbra de mi memoria: River Phoenix despertándose en el suelo de una carretera solitaria camino a Idaho.

miércoles, febrero 18, 2009

Escritores urbanos encontrados al azar


Aquel hombre entró en el pequeño autobús aún sin cerrar su paraguas. Un paraguas destartalado y colorido que armonizaba con su chaqueta amarillo mostaza y sus zapatos rancios. No pude evitar fijarme en él, sobre todo porque el paraguas chocó con mis botas encharcadas cuando lo cerró finalmente y lo depositó en el suelo. Le estropeé el paraguas con el barro de mis botas más de lo que ya estaba, pero él no se dio cuenta pues apenas se sentó sacó un teléfono y comenzó a hablar.

- ¿Te acabas de despertar?
- ....
- Yo también. Sabes que sólo tengo las noches y ayer me quedé hasta muy tarde, no podía parar.
- ......
- Ah! Yo me acosté mucho más tarde y me desperté hace como dos horas.

No pude evitar ver mi reloj: eran las 5 y pocos minutos de la tarde. Tampoco pude evitar mirar su cabeza pequeña sobresaliendo del respaldar del asiento frente a mí. Su coronilla poblada por un escaso pelo como oscura espuma sintética. Ya era calvo pero se empeñaba en ocultarlo dispersando tres pelos sobre la planicie blanquísima de su cráneo. Tres pelos enfermizos que flotaban sobre la posibilidad de desierto y soledad que era su cabeza. Los autobuses pequeños –esos que en Venezuela se llaman (o se llamaban) camioneticas- dan la posibilidad de observar muy de cerca a los otros. Así, yo tenía frente a mí aquel craneo pre-apocalíptico y me dedicaba a contar los débiles pelos que aún no lo habían abandonado.

Pensé: este tipo debe tener mi misma edad, pero es calvo y se ve mayor. O pre-calvo, porque aún no se decide a afrontar la realidad. En algún momento se volteó y me miró con dos ojos azules y nerviosos. No me quedó otra que dejar de mirarlo.

En el bulevar Rotschild de mi ventana las chicas corrían debajo de paraguas. El agua armaba charcos en las otrora polvorientas aceras. Los árboles cantaban.

El pre-calvo hablaba con una mujer porque en el idioma que me rodea hay un "tú" para hombres y otro "tú" para mujeres, con sus respectivas conjugaciones verbales, entonces imaginar al interlocutor en conversaciones telefónicas escuchadas al azar es sumamente fácil.

- Hoy va a hablar Amos Oz – le escuché decir.
- ..... ....... ...... ........
- Yo también, la verdad es que hay muchísimos eventos y yo quisiera estar allí también mañana en la mañana ...
- ....................
- No, no. Me preguntaba si podría quedarme a dormir en tu casa, es que si no duermo allá, va a ser muy difícil estar en la mañana en .....
- .........
- No, no, si te causa problemas, no. Es porque quisiera aprovechar la mañana para encontrarme con mi editora, quien a su vez va a encontrarse con otros editores, ya sabes, viene gente de todas partes del mundo y ....
- ........
- No, no conozco a nadie más en Jerusalén...
- ........
- Bueno, eso a mí no me molesta. ¿Cómo me va a molestar la luz y el teclado de la computadora sonando toda la noche? Ya te dije: yo también sólo tengo las noches.
- .......
- No, no quiero causarte ninguna molestia.
- .......
- Si, si, entiendo que no es por mí, sino que en realidad no puedes.
- ......
- ¿Cómo te casarás con él si te pone tantos reparos?
- .......
- No te preocupes, me queda claro que no es por mí.
- .............
- No sé si podré ir a ver a Amos Oz, ya te dije que si voy quisiera quedarme hasta la mañana.
- ......
- Entiendo, no te preocupes, entiendo.
- .........
- Bueno, llámame si piensas que a pesar de todo existe la posibilidad de quedarme a dormir en tu casa.
- ............
- Voy a esperar esa llamada.
- ........
- Si, si, yo entenderé. Un beso.
- ........

Cerró el teléfono y pude ver que tenía en la pantalla una foto de sí mismo, una especie de "mini-me" que lo secundaba.

- Señor: me deja en la esquina, por favor. – Gritó al conductor, recogió su paraguas destartalado (ahora también encharcado) y se bajó.

Algún día, no sé cuando, voy a escribir una serie que se llame "Escritores urbanos encontrados al azar". En la serie estará este post, aquel otro que se llama "Escritoras" y ese cuento de la paciente mítica de Lacan. Todos desdibujando las fronteras entre la cordura y la locura, la realidad y la ficción, lo romántico y lo patético.

Todos tenemos un loco que nos persigue, real y metafóricamente. Estos son mis locos.

miércoles, febrero 11, 2009

Corazones de lechugas abrumadas



Un día la maestra de mi niña me regaló unos brotes de brócoli, repollo, lechuga. Habían sembrado ese día un pequeño huerto y les habían sobrado algunos brotes. Metí las minúsculas maticas en una bolsa que luego dejé olvidada en el pretil de la ventana apenas llegamos a casa.

Esa noche, antes de dormir, mi hija me hizo jurarle que las sembraría.

Al otro día y con escasas ganas, me dirigí al jardín. A la ventana que da al jardín. Al pretil de la ventana en que dejé olvidada la bolsa plástica llena de brotes. Allí estaban, casi muertos por el vaporón del plástico, no obstante yo había jurado sembrarlos y así lo hice. Preparé la tierra. Bueno, es un decir, qué sé yo de tierras o de cómo prepararlas. Se me ocurrió que debía ararla un poco con un viejo rastrillo, tal vez mojarla. Hice tres pequeños surcos, nueve huequitos con la pala y allí las metí, muy cerquita la una de la otra, que eran mínimas, ya dije.

Los primeros días les poníamos agua constantemente, era toda una atracción ir al costado de la casa y regarlas. Mis hijos se peleaban por hacerlo. Pero el tiempo pasaba y seguían tan pequeñas que se nos fueron olvidando.

Algunas veces me invadía un sentimiento de culpa muy hondo, recordaba a mi hija aquella noche en que le juré que las sembraría, y salía corriendo a regarlas. Crecían poco a poco y casi por arte de magia en medio de una tierra reseca y poco regada. Creo que se alimentaban del rocío, porque en esos días no llovió ni una sola vez pero las mañanas eran blancas de vapor de agua. Ese vapor lechoso era lo que comían nuestras olvidadas plantas.

De pronto crecieron y chocaron las unas con las otras. En mi poca visión de futuro, las sembré tan pegadas que al crecer comenzaron una lucha por el espacio en la que perdieron las más débiles: dos delicadas lechugas detuvieron su crecimiento en vista de la fortaleza de las hojas de los brócolis vecinos que las apabullaban.

Qué poca visión de futuro tuve también cuando comencé a escribir este blog. Este jardín hubiese tenido más éxito si le hubiese puesto por nombre: "Memorias y avatares de una madre en la frontera con Gaza" y en lugar de escribir tanta tontería, hubiese descrito las malaventuras de la zona, como le comenté a un amigo. Entonces me hubiesen llovido lectores y comentarios y, quien sabe, hasta algún día me hubiesen querido publicar un libro con esas crónicas. Pero no me gusta escribir sobre Israel porque nada de lo que uno diga es verdad y mucho menos mentira. Es como tirar una piedra a la nada. Arar en el mar, para seguir con lo telúrico (si es que se le puede llamar telúrico a un huerto casero) Si algo escribo aquí es porque a veces la realidad me sobrepasa. La realidad son esas hojas de brócoli fuertes y rabiosas que nos arrinconan y estremecen como si estuviésemos hechos de lechuga.

Nos comimos las lechugas prematuras en una ensalada que bautizamos como "ensalada de corazones de lechugas abrumadas". Sabían un poco a grama y a tierra, pero el vinagre y el aceite de oliva matan todo.

La próxima vez que siembre, dejaré un mayor espacio entre las plantas. Pero, eso sí, seguiré escribiendo tontería en este blog, aunque nadie me lea y nunca me publiquen. Que yo no tengo nada que ver con "visión de futuro" cuando se trata de escribir!!

Creo que hoy nos comeremos uno de los brócolis.

martes, febrero 03, 2009

La voz del 10%: "Vals con Bashir" y un largo etcétera


Trailer Vals con Bashir (Español)
Uploaded by CINeol


Según encuestas publicadas en casi todos los medios de comunicación de Israel, el 90% de la población estuvo de acuerdo con la "campaña" de Gaza. El hecho de que en una sociedad democrática casi todo el mundo esté de acuerdo con un tema deja mucho que desear, incluso habla de la falta de fiabilidad de las encuestas. Israel no es una masa de personas pro-bélicas, un bloque compacto y sin discrepancias. En la opinión de la periodista canadiense-israelí Lisa Goldman, el resultado preocupante de esta encuesta pudo haberse debido a que los que pensaban de forma diferente no se atrevieron a hablar por las respuestas intimidantes recibidas que iban desde la simple agresión verbal hasta amenazas de despido, tal como le ocurrió a Yonit Levi, otra famosa periodista.

Dice Goldman: "Asumiendo que todos los que participaron en la encuesta estaban bien informados de lo que pasa en Gaza y sin temor a divergir de la corriente principal, todavía una de cada 10 personas estuvo en contra de la guerra". La prensa –local e internacional- no dio mucho espacio a este grupo de personas, incluso las marchas pacifistas casi no fueron reseñadas. No obstante, la última edición de la revista "Time Out Tel aviv" da voz a los disidentes, a los pacifistas, a los israelíes cansados de que cada dos o tres años se forme una guerra. Y Goldman, en su blog , traduce algunas de las razones, comentarios y opiniones de quienes se opusieron al desastre de Gaza que valen la pena ser leídas.

Los medios de comunicación dentro y fuera de Israel resaltaron las primeras declaraciones del escritor Amos Oz en las que aceptaba la "campaña" en Gaza como un hecho de defensa legítima al ataque del Hamas a las poblaciones del sur israelí. Las palabras del escritor reflejaron el sentir de la mayoría, sin embargo la duración y los estragos causados por la "campaña" excedieron los límites, como el mismo Oz expresó días después en otro artículo en el que reclamaba un cese al fuego inmediato. Creo que este fue el sentir de muchos: que era necesario defenderse del Hamas en un primer momento, pero que lo que siguió fue una cadena de desatinos y desaciertos, de derramamiento de sangre y muertes innecesarias. Al parecer, la segunda opinión de Oz tuvo poca difusión, o por lo menos no fue leída por el escritor peruano (¿o español?) Mario Vargas Llosa, a quien no le tembló la mano al poner en tela de juicio la opinión del escritor israelí ni en llamar a los proyectiles lanzados por el Hamas "cohetes artesanales" en un artículo publicado en El País el 11 de enero. Quienes hemos visto de cerca los estragos de estos "cohetes artesanales", sabemos que son mucho más que eso. Lo cierto es que Vargas Llosa cayó en el facilismo de los estereotipos al pretender explicar la situación: por un lado ese bloque bélico y malvado que son los israelíes en pleno, incluidos ahora también sus intelectuales (seguro tenía en la mano la desafortunada encuesta de la que hablo al principio de estas líneas) y por el otro los palestinos desvalidos y pacifistas que se tienen que defender de manera artesanal, por no decir con las uñas.

Las dos opiniones contrapuestas de Amos Oz, por el contrario, dieron muestra de las fisuras de la realidad, de la movilidad de los acontecimientos, de que los hechos en general no tienen la rigidez de lo binario: los buenos y los malos. La realidad de este lado del mundo -ya lo ha dicho Oz en muchas oportunidades – tiene muchos más matices.

El escritor David Grossman -cuyo hijo murió en la penúltima guerra, la del Líbano- también dijo lo suyo en un inspirado artículo publicado por Haaretz el 20 de enero. Con la metáfora bíblica de los dos zorros de cuyos rabos anudados pendía una antorcha ardiente, Grossman ilustra lo complicado del conflicto. "Cuando tratamos de liberarnos a la fuerza, quemamos al que está atado a nosotros –nuestro doble, nuestro infortunio- así como a nosotros mismos"- explica. En su opinión, Israel parece haber olvidado que hay otros idiomas, más allá del de la fuerza, los tanques, los aviones, para hablar con seres humanos, así se trate de amargos enemigos, y más en este caso en el que se tiene al enemigo "atado a la cola". Espera Grossman que algún día "comprendamos definitivamente que algo profundo y básico en nuestro comportamiento aquí, en esta zona, es, desde siempre, erróneo, inmoral y necio, y lo que es más importante, es este comportamiento precisamente quien aviva una y otra vez el mismo fuego que nos consume".

A todos estos disidentes, se suman los "shministim", que no son más que jóvenes en edad de entrar en el servicio militar que están o han estado presos varias veces por negarse rotundamente a cumplirlo. Los "shminstim" no están de acuerdo con la política bélica israelí y conscientemente se rehúsan a ser partícipes de ella. Una campaña global los apoya y está recolectando firmas para que estos jóvenes sean liberados. Mayor información al respecto puede ser leída aquí.

Y en pleno desarrollo de los hechos bélicos y de esta supuesta aceptación mayoritaria de los mismos, la película de animación "Vals con Bashir", de Ari Folman, se alza como otra voz de disidencia y muestra esos matices de los que no se puede desligar ninguna opinión sobre esta zona. "Vals con Bashir" es una película de animación, a un paso entre el documental y la autobiografía, que indaga en la memoria individual y colectiva de un hecho bélico y terrible como lo fue la masacre de Sabra y Shatila, desde el punto de vista de los "culpables indirectos". Todo comienza cuando Ari Folman se reencuentra con un compañero del servicio militar con el que estuvo en la invasión al Líbano en 1982. Luego de unas cuantas cervezas, el otro se queja de una pesadilla recurrente que atribuye a lo visto y vivido en Beirut. Pero Folman no puede recordar nada de esa guerra, así que decide emprender un viaje en busca de sus compañeros de destacamento y a través de la memoria de estos, va armando la suya propia. Un doloroso viaje a la memoria que ha sido considerado el "Apocalipsis Now" de la época.

Mientras aviones sobrevolaban y bombardeaban Gaza, un jurado internacional no tuvo ningún reparo en premiar a una película hecha en este lado del mundo, así, ganó el Globo de Oro como "Mejor película en lengua extranjera". El hecho de haber recibido ese premio justo en estos días tal vez se deba, más allá del valor de la película en sí misma –que no es poco- , a la reacción de la opinión pública mundial ante la posibilidad de escuchar las disidencias y las fracturas y los reveses de la realidad israelí, más allá de explicaciones simplificadoras o exaltadas hechas por los medios internacionales o las ausencias de disidencias en los medios locales y las encuestas.

A ese 90% de israelíes que supuestamente apoyaron la guerra en Gaza habría que ponerlos a mirar esta película, así como también a Vargas Llosa.

Ojalá "Vals con Bashir" también gane el Oscar de este año.