viernes, junio 26, 2009

Nuremberg 1949


En la mesa de al lado hay tres hombres: dos viejos locales y un filipino en una edad comprendida entre los 30 y 40 años. Los viejos son viejísimos y están sentados uno al lado del otro, a primera vista parecen gemelos: la misma nariz ganchuda, la piel cetrina, la rugosidad, las sandalias antiguas, los pantalones de poliéster, las camisas planchadas, los ojos sumergidos en una vorágine de arrugas. Pero si nos fijamos bien descubrimos que no son gemelos, es sólo el pincel de la vejez que lo asemeja todo. Los viejos están sentados uno al lado del otro y se hablan sin mirarse a la cara, con la vista perdida en el infinito de un pasillo concurrido en un céntrico centro comercial. Se hablan sin mirarse, se escuchan, revuelven el café, dicen "Nuremberg", dicen "guerras", dicen "1949". El filipino está frente a ellos, no los mira, no los escucha, es una sombra sonriente que mira de lejos a las chicas de pelo recontraalisado. El alisado japonés le recuerda cabellos queridos y abandonados en Manila. De vez en cuando su vista se topa con la de los dos viejos idénticos, pero no los entiende. Cada quien en su isla. Y es que su labor no es entenderlos sino acompañar a uno de ellos o a los dos. Cuidarlos.

Los dos viejos se hablan sin verse. Hablan de odios y guerras con caras compungidas. Repiten nuevamente "1949" y "Nuremberg" y agregan la frase "incomprensión histórica", pero el resto de la conversación se me escapa, es un murmullo entre dientes sintéticos que se pierde en el rumor de los pasos que van y vienen, las conversaciones que flotan en las otras mesas, las cucharillas chocando contra platos y tazas, la música sofocada de las tiendas, la voz de la cajera que pregunta que qué tipo de pan quiere, la mujer que pasa gritándole a sus hijos, el pasar de la escoba de una señora que barre resignada.

La imagen es de Joel Peter Witkins

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