jueves, marzo 24, 2011

Bello el pie de la Kodama



"Bello el pie de la Kodama. Su zapato blanco y puntiagudo"

Esa es la conclusión a la que llegué luego de un día corriendo de allá para acá, cuando finalmente me senté en primera fila y miré ese pie de niña japonesa. Pensé también que gran parte de la plata de Borges se debe haber ido en alguna que otra cirugía plástica en la cara rosada de su viuda. Su boca no tiene botox, eso sí. Es una delgada línea, un trazo breve y fino. Pero no hay cirugías para pies, no al menos que yo sepa. Y ese pie es eterno y delgado. Infinito y milenario. Un pie de niña japonesa. Un pie que no ha sido alcanzado por "el río numeroso de los años".

Ella hablaba y yo miraba su pie calzado en un extraño zapato blanco. Puntiagudo. Me pareció ver en la punta una pequeña chapa metálica, mínima, cubriendo lo agudo o dándole más agudeza. Una cadenita plateada en su tobillo me dijo algo que todavía no entiendo. ¿Por qué María Kodama lleva una cadenita plateada en su tobillo? Un detalle mínimo, reservado para quien como yo se dedique a verle los pies debajo de una mesa que no lleva mantel largo. Una mesa sobre la que estaba un micrófono, una jarra de agua y una copa de la que ella bebía con su boquita inexistente.

Ella hablaba de misticismo, de Borges, lo citaba, lo inventaba. Yo escuchaba a medias, ocupada en ver ese pie, ese zapato, esa cadenita, ese tobillo. Así soy yo, pocas veces escucho lo importante y me pierdo en los detalles. Ese zapato de talón bordado debe ser carísimo. Ese pie de flor de durazno no tiene edad. Esa cadenita es un símbolo, me habla, me dice más de lo que dice la boca. Su boca que habla de Borges.
Maria Kodama es un personaje de Borges y Borges es un personaje de María Kodama.

Veo ese pie y me alegro de haber ido a verla. Casi desisto de la idea pues mientras estaba en Jerusalén hubo un atentado a una cuadra de donde me encontraba. Un frío se me metió en el pecho y me dije: qué sentido tiene nada si hoy estamos aquí y luego somos polvo. A mi qué me importa esa viuda o Borges. Lo mejor sería encerrarse eternamente en casa.

Pero fui. Y vi su pie. Y la vi ajena a lo que había pasado apenas unas horas. La ciudad convulsionada y yo casi viendo, sin ver nada. El tráfico, los autobuses, la guardia redoblada. Todos allí en esa sala frente a ella estaban ajenos. Sabían, pero no habían estado cerca. Allí estaba su pie y su cadenita. Su mirada rara, casi japonesa. Citando a Borges. Los versos de Borges alivian, se escuchan por sobre los malos recuerdos, hacen olvidar el lugar en el que se vive.

A mí la literatura me alivia. Recordé que lo que más me gusta de Borges es su poesía. Su "gusto por los anacronismos y las leves simetrías". Y cómo no volver a esos pies simétricos y anacrónicos.

Cuando llegó el momento de las preguntas, lo único que hubiese querido preguntarle era si Borges le acariciaba los pies. Si ella caminaba con sus piecitos descalzos sobre la espalda del escritor. No pregunté nada, por supuesto. Creo que todos allí querían preguntarle lo mismo, detalles íntimos del ciego maestro, pero solo hicieron preguntas adecuadas, correctas, importantes. Escuché las preguntas de los otros y lamenté no poder preguntar nada. Siempre me pierdo en los detalles: un pie, un zapato, una cadenita plateada. Pocas veces puedo preguntar algo serio y por eso generalmente me quedo callada.

viernes, marzo 18, 2011

De la construcción del personaje literario a la confección de disfraces


Construyo personajes como disfraces. Disfraces de mi misma. Frankensteins hechos de pedazos de historias escuchadas al azar, inventadas o vividas. Historias vistas en los recovecos intergalácticos que me rodean. Un hombre que sube a un autobús. Unas fotos de facebook. Yo misma, si fuera otra. Si fuera otro. Si fuera muchos.

Tejo, bordo, pego. Botones y cierres. Escarcha y estrellas. Hago mis disfraces. El disfraz de la palabra hecho de materiales que vienen de todas partes. Hechos de memoria. De las trampas de la memoria, se sabe. Ficción.
Si hay algo que me apasiona es construir disfraces. Disfraces ficcionales, pero también disfraces de tela y satén.

Yo, que no soy buena para las manualidades, yo de manos torpes, yo: la zurda, he confeccionado dos disfraces de tela y fieltro para mis hijos. Con hilos, agujas, botones. Ay, las bondades del fieltro! Ay, las bondades de esa pega superpoderosa cuyo olor me trae recuerdos de infancia.

(Hace mil años, cuando el mundo era peligroso, venenoso y poco sano, estaban de moda unas burbujas eternas hechas de una especie de chicle de polietileno. Burbujas eternas y enormes que flotaban tornasoladas en el aire durante siglos. No eran biodegradables aquellas burbujas y la pasta con las que se hacían tenían el olor de la química pura, de la insanía. Mi madre decía – con una visión adelantada a su época – "nada que huela así puede ser bueno" y nos incautaba las burbujas, el tubo del que salía la pasta alucinógena con la que se hacían, el palito desde el que se soplaban. Pero aquel olor siempre nos llamaba, queríamos olerlo hasta que el mundo revoloteara como un murciélago desorientado alrededor de nuestras orejas)

Postergando todo, he pasado horas cosiendo delantales, bolsillos, alas, orejas, capas, ojos. Midiendo y cortando. Dibujando y pegando. Y he sido feliz, absolutamente feliz. Cosiendo olvidé mis desconsuelos eternos, mis minúsculas desgracias. Se avanza postergando.

Huyendo, se encuentra.

He descubierto que puedo leer sin dejar de coser. Que mientras coso, puedo inventar historias. No en vano la palabra texto viene de la palabra tejer. Tendría que buscar la manera de poder escribir mientras coso, tejo, pego botones, bordo ojales.

Confeccionando disfraces de tela y cintas he sido tan feliz como escribiéndolos. El producto terminado, puesto sobre la cama y luego en los cuerpos súper alegres de mis hijos, es de una belleza increíble. Creedme: yo, la zurda, la de manos torpes, he confeccionado disfraces de tela y estoy tan orgullosa de ellos como de mis disfraces de palabras.