domingo, febrero 13, 2011

Lugares comunes. Composición de lugar de Juan Martini y los no – lugares de Marc Augé, entre otras cosas ...





Hablemos de lugares. O mejor hablemos de cómo he caído sin darme cuenta en los lugares. Seguramente comunes. Hace un par de semanas terminé de leer Composición de lugar de Juan Martini y hace un par de meses que me reúno con una gente en la universidad a hablar sobre lugares y movimientos. Hablamos del manoseado Marc Augé, por ejemplo, de sus no lugares. Hablamos de Turner y su liminalidad. A mí Turner me trae un recuerdo de infancia, inevitablemente. Es automático: me dicen Turner y en la cabeza se me forma la imagen de uno de mis libros de piano de hace mil años. Era ése el apellido del autor. Yo estaba loca por llegar a ese libro porque en él se comenzaba a tocar con las dos manos al mismo tiempo. Ahora que lo pienso, la liminalidad del otro Turner en el fondo también es eso: tocar con las dos manos al mismo tiempo, pero no fijarse en lo que hace la una o la otra, no querer pasar de un punto a otro, sino quedarse en la melodía suspendida entre las dos manos. Quedarse suspendido. De los años 60 a esta parte todos los autores de filosofía o estudios culturales hablan de lo mismo, pero le ponen diversos nombres: diferrance, transversalidad, liminalidad, hibridez, etc. De modo que ya el viejo Turner de mi libro de piano lo había dicho primero que ellos. Las dos manos, pero no lo que hacen separadas sino esa abstracción que queda en el medio.

Es cierto: me estoy excediendo y, sobre todo, yendo del tema….

Así que volvamos al primer lugar. Composición de lugar es una novela en la que el lugar, por supuesto, no se compone. Mientras busca una historia familiar, el personaje principal, Juan Minelli, sólo se consigue con la imposibilidad de recuperar el lugar de origen. Una novela fragmentaria en la que el protagonista brinca de lugar en lugar incluso dentro de un mismo párrafo. Una errancia entre historias, ciudades, países, tiempos que a la vez es una errancia textual. Suena a perogrullada que una historia errática esté contada de manera errática, pero créanme: no siempre. Muchas novelas que abordan el tema de las migraciones y lo nómada son más pulcras que una guía de turismo. Al final la historia queda suspendida y eso me parece perfecto.

Corría el año 1984 y mientras las academias leían al Boom y al Postboom, Juan Martini escribía esta apología a la fragmentariedad, al sinsentido, a la identidad difuminada o múltiple, a los no lugares, a la vida en sí misma vivida en un lugar de tránsito. Mientras los autores más sonados de la época se regodeaban en sus pueblecitos latinoamericanos llenos de monjas voladoras y rocolas, Martini estaba en el locus cero de la desmemoria, el exilio, la sobremodernidad. El espacio de su novela es tan borroso que nos es difícil distinguir entre una ciudad y otra. Un cuarto desconectado del mundo. Un tren en movimiento. Una larga espera para poder cruzar un río. El cuerpo de una mujer que puede ser cualquiera. Los lugares y las personas son difusos en estas páginas: se pasa de uno a otro sin preámbulos ni indicaciones.

La lengua desde la que está narrada también está descolocada y es terriblemente bella. Una lengua que también narra el desarraigo a través de una sintaxis metastásica, se me ocurre. No en vano Martini ha dicho: "La lengua es un saber y el error de ese saber. Escribir es incursionar en la lengua como error, hacer de ese error una poética y de esa poética una política"


Hablando de la lengua como error y en el segundo lugar estoy yo "fuera de lugar", valga la redundancia. No sé que hago en medio de un grupo multidisciplinario en el que se habla de pasillos y corredores. Lugares de paso. A alguien se le ocurre decir que es cierto, que todos los aeropuertos son iguales. Entonces me digo a mí misma que eso no lo puedo soportar. Hasta ese momento he permanecido callada porque me avergüenza mi acento o mi vocabulario de supervivencia, pero no aguanto. Abro mi boca, suelto mi lenguarada llena de erres fuertes y jotas demasiado suaves, y digo: "¿Qué? Se nota que ustedes no han puesto un pie en Maiquetía". Nadie sabe a qué me refiero porque, por supuesto, no han puesto un pie en Maiquetía. Me miran, pestañean fuerte, dicen "ejem", no se me ocurre qué piensan. "Sí" – insisto – "ese señor, Augé, tampoco salió de Europa, me parece". No me hacen mucho caso y siguen hablando de corredores, pasillos, no lugares, restaurantes de fastfood, anonimato. Lo más seguro es que Augé si haya salido de Europa y yo no haya entendido nada. O tal vez por eso traen a Turner, quien pasó años en África. La historia me absolverá unos días después cuando venga la experta a hablar de la hibridez del aeropuerto Ben Gurion, espero. La experta dirá que allí no todos son iguales, no todos entran en un espacio de tránsito, no todos pueden moverse libremente. Pero lo de Maiquetía, por supuesto, es otra cosa.

lunes, febrero 07, 2011

Vamos con retraso


El conductor dijo que íbamos con retraso.
Un pasajero de corbata asintió enérgicamente.
Pero el muchacho etíope sonrió y dijo que su amigo esperaba en la parada de autobuses del pueblo vecino, que él debía guardarle el puesto, que por favor.
Sonó tan educado, tan dócil, que incluso el señor de corbata dejó a un lado su impaciencia, suspiró y se dedico a mirar por la ventana como quien dice "she ihié", cuya traducción literal sería "que sea", pero que más exactamente es como decir: "que sea lo que dios quiera". Un abandonarse a los acontecimientos. Un encogerse de hombros. Ya iba a llegar tarde de todas maneras.
La camioneta van llena de pasajeros siguió rumbo al siguiente pueblo, a esa estación donde otro chico etiope estaría esperándonos. Su compañero le guardaba un puesto. Nadie se opuso, después de todo el pueblo estaba en la vía, no suponía ni siquiera un desvío. El único problema era que el conductor no podría recoger otro pasajero en el camino, pues el puesto estaba reservado.
Luego de una carretera llena de curvas, cipreses y naranjales, llegamos a la entrada del pueblo. En la parada de autobuses no estaba el muchacho. El que le guardaba el puesto dijo que lo veía venir, que estaba del otro lado de la calle, que lo esperáramos. El conductor y todos los pasajeros dirigimos la mirada al punto que el muchacho señalaba pero no lo vimos: sólo a un par de ancianos con un perro cruzando la calle, unas adolescentes y un soldado.
- Allí no está – dijo el conductor.
-Sí, sí – dijo el muchacho – ya está cruzando la calle, ya está viniendo.
- Yo no veo a nadie – dijo el pasajero de la corbata, enfurecido.
-No lo puedo esperar – dijo el conductor – ya vamos con demasiado retraso.
- Por mí – dijo una mujer gorda que estaba sentada a mi lado – no hay problema en esperarlo. Incluso tal vez me puedo bajar a fumarme un cigarro.
- De aquí nadie se baja – gritó el conductor.
- ¿Qué es esto? ¿Una dictadura? – gritó la gorda.
- Te parece justo que tengamos que esperar también a que te fumes ese cigarro- chilló el pasajero de la corbata.
- Acaso uno no se puede fumar un cigarro mientras estamos aquí detenidos- la gorda ya había sacado una caja de cigarros y un encendedor- ¿Acaso no estamos ya detenidos? Yo lo que necesito es un minuto …
Mientras la camioneta van era un grito en sí misma, tapándose con el respaldar del asiento de enfrente, el chico etiope hablaba en su idioma por teléfono. No hace falta saber amhárico para traducir que le reclamaba al otro el hecho de no haber llegado a la parada a tiempo.
- ¿Qué pasa? – le gritó el conductor, mirándolo a través del espejo retrovisor.
- No ha salido de la casa – dijo el chico etiope y yo recordé que un minuto antes había dicho que lo veía venir, que estaba cruzando la calle - pero tal vez lo podemos esperar, son sólo 5 minutos.
El pasajero de la corbata bufó con fuerza. La gorda guardó la caja de cigarros.
- Yo no espero a nadie – concluyó el conductor y continuamos el viaje.

viernes, febrero 04, 2011

Siestas, fábulas rusas y lo políticamente correcto

I

De niña tuve un libro al que quise con todas las fuerzas de mi niñez. Me lo había regalado una tía que viajaba mucho, era verde como una botella de vino y tenía muy pocos dibujos. Fue el primer libro que leí sin dibujos. Un libro hecho casi todo de letras, con algunas ilustraciones cada 20 páginas más o menos. Ilustraciones en blanco y negro, mal dibujadas, un poco feas. Eran fábulas rusas y mi tía lo había traído de Rusia, o eso es lo que a mi memoria le gusta creer: que mi tía me había traído de Rusia un libro de fábulas rusas. Mi tía, además, tenía (tiene) un nombre ruso muy común en Venezuela que yo no sabía que era ruso, pero que cuando lo supe me estremecí de felicidad porque encajaba perfectamente en ese recuerdo y con ese libro mágico: Mi tía la de nombre ruso me trajo de Rusia un libro de fábulas rusas. Como la memoria es sumamente tramposa y la niñez entiende las cosas a su manera, es posible que de este recuerdo sólo sea cierto el nombre de mi tía y el origen de las fábulas, mas no del libro, porque no me consta que haya sido traído desde Rusia un libro escrito en español. Tampoco me consta que mi tía haya estado en Rusia, aunque sí en Londres y en Copenhague porque vi fotos y escuche anécdotas. De Rusia nunca escuché nada. De Rusia sólo tenía ese libro. Libro que leí con fervor durante todas las siestas de mi niñez. Durante las siestas no dormidas de mi niñez, claro, porque entonces solía acostarme con mi hermana en la cama de nuestros padres y en lugar de dormir, le leía ese libro a ella, quien escuchaba atenta, aunque algunas veces se dormía, entonces yo seguía leyendo en voz baja, maravillada, sin dormir ni un segundo, o cuando me dormía, soñando con esas cabañas en medio de la nada, esos zares, esas ocas y esos encantos. Soñando incluso con el hambre y la pobreza con que empiezan muchas de esas fábulas; con las sopas espesas y los pasteles que luego salen de la nada. Todos los mediodías, después de almorzar, mi hermana me pedía que le leyera ese libro y desde entonces me convertí en su lectora oficial. ¿Cuántas veces le habré leído "Lugar llamado Kindberg" en nuestra adolescencia? Pero esa es otra historia.
Entonces cayó sobre mí la labor de leerle, tácitamente, claro, nadie me pidió expresamente que le leyera nada, todo lo contrario, lo que se quería en aquellos días era que durmiéramos la siesta, como todos los niños de nuestra edad. O eso era lo que decía nuestra madre, que todos los niños de nuestra edad a esa hora estaban durmiendo la siesta, cosa de la cual yo dudaba, aunque nunca pregunté a otro niño qué hacía al mediodía y, en efecto, las pocas veces que estuve en la calle algún mediodía, no vi niños, pero esto pudo ser debido al calorón de esa hora, más que a la disciplina de la siesta.
Mil años después, reconocí esas fábulas rusas, aunque mucho más hermosas, o mucho más extrañas de lo que yo las recordaba, en los cuentos de la madre de Amos Oz, en Historia de amor y oscuridad, pero esa es también otra historia.

II

Por allí anda rodando la noticia de que pretenden censurar a Huckleberry Finn. Cambiar todas las palabras "políticamente incorrectas" que usa para referirse a negros por otras más dóciles o que no ofendan a nadie. Tal parece que donde dice "nigger" van a poner "esclavo". Tal vez en aquella época era mejor ser negro a secas que esclavo, pero esto a los señores de la censura no les interesa. A quien le importa Mark Twain y su mala decisión de escribir 219 veces la palabra nigger. A nadie se le ocurre pensar que estuvo este señor 219 veces frente a la palabra nigger y así la dejó.
Entonces me pregunto si será que van a comenzar a revisar toda la literatura de siglos pasados para extirparle lo que en este siglo mojigato pueda ofender. ¿Será que la literatura en general, y sobre todo la literatura para niños debe ser pulcra, moral y educativa? Si es así tendrán que suprimir del planeta tierra toda fábula rusa en la que la muerte, el hambre, las moscas, el engaño, el dolor, las vísceras abundan.

De ahora en adelante y en un acto de rebeldía sin precedentes me propongo leerle a mis hijos el Huckleberry Finn no censurado, las crueles – y precisamente por eso apasionantes- fábulas rusas o el subversivo principito. En todas nuestras siestas nos dedicaremos a lo políticamente incorrecto.