jueves, mayo 05, 2011

Sábato, los ciegos, la fobia





Huyo de los ciegos.
Siempre recuerdo a aquellos ciegos en la estación de Capitolio de hace mil años que supuestamente vendían lotería y baratijas, pero la verdad – según decían- era que robaban. O eran falsos ciegos. O trabajaban para un tuerto. O era sólo una leyenda urbana cuyo origen venía de aquel informe sobre ciegos que todos leímos a los quince años.
Recuerdo aquel "Informe sobre ciegos"
No podía uno leer aquello en la adolescencia y seguir siendo lo que se era. Era la campanilla de la ciega que vendía baratijas en la calle San Martín, frente a la plaza Mayo, que sonaba para despertarnos, para sacarnos de la leve gracia de la adolescencia atontada. Pero si nos hundimos en aquel oscuro informe fue también porque la gracia estaba ya quebrada de antes. Éramos miopes. Tuertos. Presentíamos la ceguera existencial y definitiva. Si escuchamos aquella campanilla fue también porque estábamos esperando un empujón para dar el paso allende.
Y justo se murió Sábato hace algunos días. Y entre la horda de adoradores póstumos y la horda de detractores postreros, a mi me dio por recordar el "Informe sobre ciegos", esa joya de la adolescencia, lo único que recuerdo de las clases de literatura de la escuela secundaria. Y una cosa me llevó a la otra. Recordé que huyo de los ciegos, que me dan pánico sus ojos vacíos, que muchas veces pasó por un instituto para ciegos y huyo de sus bastones. Paso en silencio extremo para que no me vean, para no chocar con sus manos que buscan, sus perros, sus preguntas.

No recuerdo exactamente qué hacen los ciegos del informe de Sábato, pero sé que esta fobia viene de allí.

Huyo de los ciegos, pero hoy mientras esperaba en un café cercano a aquel nefasto instituto apareció uno. Totalmente ciego. Porque los hay de todo tipos, pero éste era totalmente ciego. Iba buscando con su bastón. El bastón chocaba con las paredes, las mesas. Ojos sellados. Yo estaba lo más callada posible, respiración contenida, adelgazada, invisible. Pero aquel hombre me olió. No contaba yo con eso: el olfato. Y como no pude ponerme inodora, he aquí que el ciego me determinó. Chocó mis zapatos con su bastón y me preguntó: ¿Dónde estoy? En un café – le dije. ¿Es el café Vitamin? – preguntó. Sí – le contesté, porque en efecto era el café que él acababa de nombrar y me estremeció su desprotección. Una compasión profunda. Podría alguien decirle cualquier cosa. Darle cuatro vueltas y desubicarlo, sacarle la cartera, quitarle el bastón, cualquier cosa. El hombre abrió unos ojos sin cuenca y me pidió que lo pusiera en dirección al mostrador. Le agarré un hombro. Un hombro fofo porque aquel hombre era gordo. La camisa de cuadros, las axilas transpiradas, canas al lado de las orejas, piel porosa. Lo volteé con cuidado hacia la dirección que debía seguir. Y volví a mi silencio, mi reducción. Inodora no podía ponerme y tuve miedo de que volviera, de que me pidiera que lo sentara, que le pusiera azúcar a su café.
Huyo de los ciegos, de su indefensión, su desabrigo, su orfandad, su tiniebla. Tengo miedo de saber lo que miran, lo que huelen, lo que sienten. No me gusta que un extraño ponga su destino y su dirección en mis manos. Recuerdo a la ciega insomne de la tercera parte de El talento de los demás, de Alberto Olmos, quien seguramente no leyó el informe de Sábato, pero homenajeó sin proponérselo.

Creo que en el fondo todos miran, como aquellos ciegos de Capitolio, y nos usan para un experimento social que todavía no puedo precisar.

Aquel ciego llegó al mostrador. Luego, de mano en mano, fue sentado en una mesa contigua a la mía y comió en silencio una bureka y un jugo de naranja.

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