Cuando me acerqué a él, me abatió un olor a vodka pura. Pero no a una copita de vodka tomada de un trago seco antes de entrar al examen para perder miedos o entonarse, sino a una garrafa del tamaño de una bombona de gas, un botellón inmenso, intenso. Intensísimo era aquel olor y yo no me podía concentrar en la pregunta, sino en su carnet puesto sobre la mesa, en la foto suya con pelo más largo, más barba, menos olor a vodka –supongo-, su nombre completo, su número de identidad, su carrera: cine. El estudiante de cine me preguntaba no sé qué cosa, algo que no entendía del examen de español que estaba presentando en ese momento y yo sentía que naufragaba en ese aliento. Hay alientos peores, eso sí – pensé antes del naufragio y respiré profundo en la transparencia alcohólica que salía de esa boca junto a una pregunta que ya –sinceramente- no quería yo responder. Sin entender, le dije que si le respondía, entonces sería como si yo misma respondiese el examen. Y me alejé por el pasillo, mirando las otras caras desfiguradas por la vodka mañanera o por el retalín. O ¿sería sólo sueño? ¿Aburrimiento? Los demás estudiantes contestaban sus exámenes sin preguntarme nada, y yo trataba de adivinar quien se había metido "algo" antes de venir a la prueba y quien no. También recriminaba mentalmente al estudiante de cine: mijito querido, si vienes a un examen de español, el botellón inmenso tiene que ser de tequila y no de vodka. O de ron. O de aguardiente. Al menos esa decencia para con esta lengua.
La semana pasada estuve sentada en los pupitres y no frente al pizarrón en un curso que estoy tomando. Allí una chica particularmente guapa e inteligentísima me confesó que la única manera de inspirarse y participar felicísima en esa y otras clases era meterse algunas pepas de retalín. Era su única manera, me dijo, de escribir unos ensayos brillantes, presentar exámenes perfectos, ser la primera de la clase. Que no se lo habían recetado, pero lo conseguía fácilmente.
Corre como chicle en épocas de exámenes. Era brillante, aquella chica y hoy, que he
perdido la gracia del emperador de china – como dice ese poema de Ramos Sucre- me provoca salir corriendo a buscarla para que me convide.
En lugar de retalín, mis querido alumnos, deberían meterse hongos o yopo, para entrar en concordancia al menos con Latinoamérica. Pienso eso y paseo en silencio entre ellos, los veo escribir sus exámenes, y me pregunto quién sí y quién no. Contesto algunas preguntas sumergida en alientos que no huelen a nada, la verdad. Sólo a chicles y a chocolates o verdaderamente a nada. Esas caras que tienen son sólo de sueño, me parece, y soy yo que estoy borracha por haber respirado la vodka aérea que se remonta en aquel aliento. Vuelvo a ella, le pregunto a esa boca si todo está bien. La boca contesta que si y me brinda otra copa. Juro que es vodka, aunque no sé por qué estoy tan segura. Es también el olor de esos viejos borrachos que se quedaban toda la noche en vela en las plazas de los pueblos, o en las playas, contando unos cuentos inverosímiles.
No supo de vodkas ni de pastillas, Ramos Sucre cuando escribió ese verso que me revolotea alrededor de la cabeza en estos días:
Yo había perdido la gracia del emperador de China. Yo la he perdido, si señor. Debe ser algo que se pierde cuando uno se va acercando al cumpleaños número cuarenta. Esa cifra nefasta en la que precisamente Ramos Sucre supo de veronal y suicidio. Yo no soy tan dramática, ni tan poética, yo duermo a pata suelta todas las noches y también algunos mediodías. Cuando estoy trsite, me conformo con hartarme de Nutella. Yo he perdido la gracia del emperador de China, pero no me importa porque la tuve levemente. Fue un clic del
mouse, un "
send", un "
I like" de facebook. Luego se fue por donde vino. La gracia etérea de los pequeños triunfos imperceptibles, esos que no quedan registrados en
google y por lo tanto no hay manera de demostrarlos. Ni vodkas, ni pastillas, ni veronales, ni poemas. No soy una poeta: tan sólo un ama de casa que escribe o cuenta chismes.
Ayer, pero hace 81 años, Ramos Sucre estaba tirado en un piso de mosaicos, muerto a punta de Veronal. Acababa de cumplir 40 años. Eso lo recuerda uno de mis personajes, cuando cumple 40. Cómo no lo voy a recordar yo!
Qué vida tan desdichada la de los verdaderos poetas. Como no recordar también a la pobre Pizarnik. Las cosas que tendría en su cabeza. Las cosas que se metía. ¿También veronal? La verdad, hace años que no la leo y si la tengo presente es por aquella novela de sintaxis castrada de Cristina Rivera Garza,
La muerte me da. Me encanta cuando la lengua en la que está escrita una novela se amolda a la historia. Para crear un mundo hay que crear una lengua. Suena a algo sabido, pero pocas veces ocurre en la práctica. Novelas que quieren crear mundos, pero repiten lenguas. Aplastan lenguas. Punto y seguido y verbos sólo en pretérito indefinido para cualquier historia. La rapidez narrativa – la llaman. Yo creo que es aplastamiento. Abulia.
Yo no soy poeta, ni dramática, aunque haya perdido la gracia del emperador de China y me imagine a mis estudiantes atapuzados de vodka, o de retalín, o de ambas cosas para poder pasar el examen.
Lo único que quisiera es sentarme a escribir en las mañanas y jugar con mis hijos en las tardes. Pero debo pasar este verano escribiendo sobre literatura, cuando la verdad es que la cabeza me hierve de historias que van saliendo las unas de las otras. Escribiría un libro de cuentos en estos tres meses, pero debo escribir sobre objetivos específicos y generales. Metodología. Marco teórico.
El problema no es que pronto vaya a cumplir cuarenta años, sino que a tal avanzada edad uno debería estar haciendo sólo lo que le da placer.
Probablemente la cosa no sea que tuve aquella gracia, sino que creí tenerla.
Algunas caras ahora brillan. Se dieron cuenta de que el examen era tal cual les dije. El estudiante de cine se ríe. No es la vodka mañanera, sino la certeza del cien.